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LA CARNE

7 de Junio de 2016

Escritor se interna en un antro de orgías y así lo relata

"El gang bang llegó aquí hace pocos años, pero en Europa ya es una historia de más de tres décadas. Los hombres hacen sus cuentas y les parece perfecto que por un poco más de cien mil pesos tengan acceso a sexo ilimitado. Aquí nadie los juzgará si meten sus penes en orificios de madera, sin ni siquiera poder adivinar la boca que los recibirá al otro lado. Y podrán tomar un respiro e insistir y repetir hasta que sus cuerpos lo permitan durante un poco más de tres horas. Los gemidos retumban en las ajetreadas paredes de una casa que se resiste a caer. También las palmadas y los insultos y palabras asquerosas que la mujer parece aceptar complacida. Ellos también ríen, satisfechos de la imagen que protagonizan. Mientras ella trata de moverse sincronizadamente ante los tres cuerpos que la embisten, veo gestos de una hombría pobre, insegura. Veo sonrisas tristes. Veo a seres que no se encuentran, que en el movimiento acelerado de la escena buscan huir de algo que pareciera perturbarlos".

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“Toqué tres veces como habíamos convenido. Una ventanita se abrió en la maciza puerta de hierro y una cara amarilla se asomó fugazmente, enseguida sentí el crujido de la puerta y aquel sujeto me invitó a entrar con un gesto seco y un amago de sonrisa”.

Así parte la narración del escritor Efraim Medina, quien se internó en un antro colombiano donde se práctica  el “Gangbang”, una especie orgía en la que, por lo general, una mujer mantiene relaciones sexuales con varios hombres a la vez.

Según se advierte en la descripción del cronista el lugar parece ser decadente, acaso acorde con las pasiones ocultas que ahí se desatan. “Hay huellas de semen, baba, mierda y orina que se superponían”.

“En el primer piso había un cuarto con un viejo colchón y un par de sillas, junto al cuarto habían improvisado un camerino donde los clientes podían cambiarse para entrar “en ambiente”, cuenta.

Tras esa entrada en calor, relata que luego se pasa a un segundo piso donde hay un ring, “un cuarto de sadomasoquismo y otro con tres mesas de cafetería, según mi flamante guía, para penetración anal”.

También hay un rincón en ese mismo cuarto con un pedazo de madera lleno de orificios.  Existe además un tercer piso donde se encuentra la suite, espacio para “la integración”.

Los participantes

Efraim Medina habla con una mujer seguida por tres hombres, todos cubiertos apenas por toallas blancas, quienes le cuentan cómo es la participación.

“Me hablaron de un discurso que no logro entender aunque sé por qué no: ni ellos lo tienen claro”.

“Hablaron de libertades, de las inexistentes fronteras del cuerpo, de la mente, de que el placer sexual puede expandirse indefinidamente. Una cosa no tiene que ver con la otra, y por eso dicen que tienen sus familias, que aman a sus esposas y a sus hijos pero que su libertad de pensamiento les permite estar aquí. Alguno me contó que el sexo grupal se le convirtió en un obsesión y que al menos una vez al mes debe buscarlo donde sea. Le excita sentirse sumergido entre cuerpos extraños que se rozan y que expelen olores que se mezclan y que se vuelven imborrables”, agrega.

Ya en la acción, “los tres la tocan y no saben muy bien por dónde empezar, ella ríe todo el tiempo acostumbrada a que su pesada figura esté rodeada de hombres que, incluso, apenas atinan a presentarse con un nombre falso y a advertirle que no tendrán compasión con ella. Parecen diálogos extraídos del peor guión de una película porno. La mayoría de los que participan en el evento -palabra en la que el dueño de la casa insiste- son casados. Al proponerles a sus esposas intercambio de parejas o fantasías de sexo grupal y no encontrar su complicidad, prefirieron seguir su camino solos”.

“En un par de horas volverán a su vida. No es la primera vez para ellos en esta vieja casa. Tampoco será la última”, cuenta.

Según apunta el escritor, el gang bang llegó aquí hace pocos años, pero en Europa ya es una historia de más de tres décadas. Los hombres hacen sus cuentas y les parece perfecto que por un poco más de cien mil pesos tengan acceso a sexo ilimitado. Aquí nadie los juzgará si meten sus penes en orificios de madera, sin ni siquiera poder adivinar la boca que los recibirá al otro lado. Y podrán tomar un respiro e insistir y repetir hasta que sus cuerpos lo permitan durante un poco más de tres horas. Los gemidos retumban en las ajetreadas paredes de una casa que se resiste a caer. También las palmadas y los insultos y palabras asquerosas que la mujer parece aceptar complacida. Ellos también ríen, satisfechos de la imagen que protagonizan. Mientras ella trata de moverse sincronizadamente ante los tres cuerpos que la embisten, veo gestos de una hombría pobre, insegura. Veo sonrisas tristes. Veo a seres que no se encuentran, que en el movimiento acelerado de la escena buscan huir de algo que pareciera perturbarlos”.

 

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