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Nacional

8 de Junio de 2016

El Guardián del Cerro Blanco

José Segovia, Patara, es ariqueño, descendiente de aymaras, criado en los valles de Azapa y Lluta, y fundador del grupo de música andina Arak Pacha. Desde el año 2000 que vive en el Cerro Blanco, en Recoleta, cuando el Estado lo entregó en comodato a las comunidades indígenas, y él se transformó en el custodio mayor del Apu o centro ceremonial. "Para nosotros los lugares altos son altares para conectarse con la divinidad, visualizar territorios y dialogar con el sol y la luna", dice. Escucharlo hablar es como volver a los tiempos del Tawantinsuyo. Acá, Patara pone una pausa al tráfago incesante de la urbe, y nos invita a pensar la ciudad desde sus cerros.

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La primera noche que Patara durmió en el Cerro, lo hizo con un ojo abierto y el otro cerrado. No sabía si temerle a los vivos o a los muertos. La soledad del peñón, en medio de la oscuridad de La Chimba, lo mantenía a sobresaltos. Estaba inquieto. No podía dormir.

Viejas historias daban vueltas en su cabeza: suicidas colgados en los árboles, un jinete montado a caballo que aparecía a medianoche, rumores de asesinatos en la dictadura y una constelación de muertos enterrados justo al frente, en el Cementerio General.

Cerca de acá, sino aquí mismo, cuenta Patara, Inés de Suárez decapitó con sus propias manos a siete caciques que incendiaron Santiago el 11 de septiembre de 1541, junto al toqui picunche Michimalonco. Motivos de sobra para que el nuevo morador sintiera en el alma eso que llama “energías oscuras”. No sólo aquellas provenientes del más allá, sino también de los que merodeaban a esa misma hora en el sector. El que entraba al cerro en aquellos años, corría serio riesgo de salir trasquilado. De ahí su temor.

En medio de sus cavilaciones, a medianoche, alguien tocó a su puerta. Patara saltó del colchón. No era precisamente un fantasma quien lo visitaba.

-Soy su vecina- le gritó una voz.

La mujer le contó que vivía en una cueva ubicada más arriba y le pidió un par de cigarrillos. Isabel habita hace años en el cerro al igual que Juanito, otro histórico personaje que ocupa una antigua cantera que usaban los pirquineros que extraían piedras para confeccionar lápidas.

Patara fue el último en llegar al lugar. Lleva 16 años viviendo en el cerro. Lo hizo cuando el Estado lo entregó en comodato a las comunidades indígenas en el año 2000. Hoy es el custodio mayor del Apu o centro ceremonial. El guardian del Cerro Blanco, como le gusta que lo llamen.

***

A veces observa los atardeceres desde el cerro. Mira el sol esconderse. Respira hondo. Ahí es cuando lo agarra la nostalgia. ¿Cómo habrán sido nuestros antepasados?, se pregunta entonces.

Patara es ariqueño, descendiente de aymaras, criado en los valles de Azapa y Lluta; escucharlo hablar es como volver a los tiempos del Tawantinsuyo. Está sentado en un tronco, dando la espalda al antiguo camino del Inca, que avanza por Recoleta en dirección a las remotas tierras del cacique Huechuraba, hoy divididas en condominios, malls y una pequeña ciudad corporativa.

Al amanecer, cuando uno mira al oriente desde el cerro Blanco, erguido en lo más alto, al fondo, cuenta Patara, aparece el altar mayor de la cuenca de Santiago: el cerro El Plomo. 5524 metros de altura. El lugar donde nace nuestro impredecible río Mapocho. “Para nosotros los lugares altos son altares para conectarse con la divinidad, visualizar territorios y dialogar con el sol y la luna”.

El Chena, el Blanco, el Renca y el Plomo, según la cosmovisión aymara, serían cerros conectados. En todos ellos se han encontrado vestigios indígenas. En el Chena hay un pucará, en el Renca han encontrado cerámicas precolombinas, en el Blanco hay un lugar de ofrenda a la pachamama, las piedras tacitas, y en el Plomo desenterraron al inti wawa, el niño inca ofrendado al dios sol en tiempos prehispánicos. “Es la máxima autoridad de la cuenca”, asegura Patara. “Nosotros no tenemos monos de yeso, ni iglesias. Estamos más ligados a la naturaleza. El niño representa nuestra visión tutelar”, recalca.

Enterrado vivo a 5400 metros de altura durante la ceremonia de la Capacocha, realizada en la época de las cosechas y convocadas por el Inca en ritos sagrados, el niño del cerro El Plomo es el vestigio más potente de la presencia de la cultura andina en el valle central. Patara se sabe la historia de memoria. Cuenta que fue descubierto por dos arrieros en el año 1954 que luego lo vendieron al museo Nacional de historia natural por 45 mil pesos de la época. Hoy reposa en una cámara de conservación a menos dos grados bajo cero en el interior del recinto.

“Yo creo que al niño le suspendieron la vida”, afirma.

Ataviado con una camisa de lana oscura, una manta, mocasines de cuero, un brazalete de plata laminada y una corona de plumas de cóndor, se cree que los ofrendados no morían sino que se reunían con los antepasados y que desde las cumbres velaban por los territorios del imperio.

A los apus o montañas vivientes en la cosmogonía andina se les atribuye influencia directa sobre los ciclos vitales del entorno. “Los índigenas vivían en los cerros para privilegiar las áreas de cultivo. Allí celebraban sus ceremonias. Por eso no es casualidad que sobre estos lugares, el catolicismo haya instalado sus iglesias y símbolos”. Basta con echar un vistazo alrededor: en el cerro San Cristóbal está la virgen, en el Renca hay una inmensa cruz y, en el Blanco, quisieron poner el Papasaurio rechazado en Plaza Italia.

En este mismo cerro, sin ir más lejos, Inés de Suárez, la amante de Pedro de Valdivia, levantó la primera iglesia de Chile en su cumbre, reemplazando la chacana de los pueblos andinos por la cruz católica del conquistador. “La fuerza evangelizadora de la espada”, resume Patara.

La iglesia, que en un principio estaba ubicada en la cumbre, la trasladaron con los años a la esquina de Recoleta con Santos Dumont. Allí los delincuentes veneran a su patrona: la virgen de Monserrat, conocida en el mundo del hampa como la virgen de los ladrones. A ella le hacen mandas y se encomiendan para que los proteja. No es una relación casual para el guardián del cerro: “Si Inés de Suárez fue ladronaza”, dice.

La imposición de una cultura sobre la otra, reflejada en la instalación de una iglesia sobre un centro ceremonial, representa para Patara el origen de todos los males. “Es una falta de respeto total. Hay cientos de iglesias evangélicas, mormonas, católicas -dice – pero para los pueblos indígenas sólo existen espacios reducidos, mínimos, siendo los legítimos dueños de este territorio”.

Una relación muy distinta a la establecida entre los habitantes de otros tiempos. Los Incas, asegura, integraron a los mapuche a su imperio. Fue una interrelación, dice, una manera de expandir sus conexiones. Ejemplo: “El mismo Michimalonco, aparte de ser toqui, autoridad máxima mapuche, también era curaca y fue preparado en el incanato del Cusco”.

Recuperar ese pasado y vincularlo al presente ha sido la gran tarea de Patara. El guardián espiritual del cerro recuerda una anécdota: “Estaba en la sierra del Perú en una feria viendo como una señora tejía una manta muy hermosa. Se la quise comprar y la mujer se negó a vendérmela. Al principio no entendía por qué. Ella en verdad necesitaba una bandeja de huevos, no la manta. Pero para la mente occidental, una manta no puede costar lo mismo que una bandeja de huevos. Imposible. Lo que en el fondo estaba valorando, era el sentido de reciprocidad”.

Precisamente ese es el espíritu que se ha extraviado ahora, dice Patara. La noción de la vuelta de mano, el ímpetu comunitario de la minga. “No existe reciprocidad entre los empresarios y sus trabajadores, entre los que explotan los recursos naturales y la naturaleza. El egocentrismo, el personalismo y el egoísmo son muy fuertes “.
“Esa es la energía que hay que cambiar”, afirma.

***

A fines de los años 80, Patara llegó a vivir en las inmediaciones del cerro que con los años se encargaría de proteger. Arrendaba una pieza en la calle Olivos, en la comuna de Recoleta, y salía a trotar en sus laderas casi todos los días. “Siempre fue como un imán para mí”, recuerda.

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El Inti Wawa, niño sagrado del cerro El Plomo, hoy permanece en una cámara refrigerada en el Museo de Historia Natural.
Gentileza: Museo Nacional de Historia Natural

Entonces era el director artístico del grupo de folclore andino Arak Pacha, que comenzó a tocar en el emblemático Café del Cerro. La trayectoria musical de la agrupación fue siempre de la mano de las demandas indígenas y la defensa del medio ambiente. En plena dictadura Arak Pacha levantó sus banderas en contra de la extracción de las aguas del Lago Chungará para faenas mineras y participó activamente en la creación de la Coordinadora Nacional Indianista (Conacin), continuadora del Consejo Nacional de Pueblos Indígenas (CNPI).

Así recuerda Patara los orígenes del movimiento: “El Conacin nace al comienzo del retorno de la democracia, declara su total autonomía de los partidos políticos y la defensa de nuestra identidad, firmando un acuerdo político con la Concertación para generar una institucionalidad que permitiera el reconocimiento de los pueblos originarios”.

La ley indígena finalmente fue aprobada en 1993 y Patara se transformó en el presidente de Conacin. Desde ahí comenzó a gestionar algo que tenía en mente desde que salía a trotar en el cerro: recuperar el lugar para las comunidades indígenas. “En la ley hay un artículo que dice que los pueblos originarios tienen derecho a usar los espacios que fueron históricamente centros ceremoniales y aquí se encontraban las piedras tacitas, donde los indígenas acudían a ofrendar sus alimentos a la madre tierra”.

La idea era generar un espacio de vínculo con la tierra y las diversas cosmovisiones indígenas. Celebrar las festividades y conectarse con las tradiciones. El proyecto original, impulsado por el ministerio de Vivienda y Urbanismo, la Conadi, el Consejo de Monumentos Nacionales y el Parque Metropolitano de Santiago, contemplaba habilitar el cerro con juegos infantiles, miradores, baños, un anfiteatro, un restorán, un funicular, estacionamientos, canchas de palin y hasta una laguna. Nada de eso se concretó. “Para nosotros la palabra es ley- dice Patara- pero para ellos todo es mentira, manejo y corrupción”.

Cuando se aprobó el comodato en el año 2000, siete años después de promulgada la ley, Patara decidió irse a vivir a una ruca que levantaron en el terreno con materiales reciclados. No tenía luz ni agua potable. “Estaba el cerro pelado”, recuerda. El contrato, pactado con una renovación a cinco años, nunca dejó de parecerle contradictorio. “Te dan permiso para vivir aquí, cuando se trata de un espacio ceremonial indígena. Daban ganas de preguntarles: ¿Y ustedes a quién le pidieron permiso para hacerse dueños de todo esto?”

***

Aunque los años pasen, los humanos hayan saturado la cuenca y exista una nube de humo casi permanente sobre nuestras cabezas, hay algo que no se puede modificar: el cerro siempre estuvo ahí antes que nosotros. Es un oasis dentro de la ciudad. Una pausa en el tráfago incesante de la urbe. Así al menos lo percibe su guardián.

Patara no sólo ha intentado interpretar el cerro, sino también descifrar sus señales. “Los signos de la naturaleza”, le llama. Cuando el picaflor aparece, por ejemplo, anticipa la llegada del invierno. Y si se trata del búho tucúquere, hay que tener ciudado con los remezones de tierra. “Es un mensajero”, advierte.

La fauna del cerro es abundante. Existen codornices, loros, tiuques y águilas. Aunque los más prolíficos, son los conejos. Hace varios años, en medio de las celebraciones de fin de año, la municipalidad decidió instalar fuegos artificiales en la cumbre. El ruido de las explosiones, generó la muerte masiva de conejos y la emigración forzada de varias aves. “Fue una masacre porque los conejos morían de susto y muchas aves tuvieron que irse a buscar otros lugares donde vivir”, relata Patara. Las comunidades alegaron y el municipio finalmente desistió de las detonaciones.

Hoy el cerro Blanco es un gran mosaico intercultural. Los años nuevos bombásticos han dado paso a otro tipo de celebraciones. En febrero se celebra el carnaval andino, luego el We Tripantu y el día fuera del tiempo. Funcionan al menos 10 comunidades. El templo de la luz, un espacio donde se juntan mujeres a ceremoniar los ciclos lunares; los hijos del sol, gente mestiza de la tercera edad que acude los domingos a conectarse; la casa andina, donde se hacen meditaciones colectivas, y un grupo de temazcaleros que tienen un sauna colectivo en una ruca cerrada con piedras calientes. También conviven la comunidad mapuche del lof pillán wingkul, dirigida por khano Llaitul, junto a la medicina ancestral de la lawentuchefe María Quiñelén. Enseñan partos naturales y hacen lakutun o bautizos indígenas.

También ha llegado gente de los rincones más remotos del mundo. Por acá pasó la caravana del arcoíris por la paz del Coyote Ruz, un proyecto del hijo del arqueólogo que encontró la tumba de Pakal el grande en Palenque, una suerte de escuela itinerante, vivencial y artística que recorrió todo el continente hasta Tierra del Fuego. Estuvieron en el cerro alrededor de tres meses. “Era una verdadera universidad, se aprendía de todo, traían el conocimiento de cada pueblo por donde habían pasado”.

El guardián cuenta que al cerro “han llegado líderes espirituales de muchas partes del planeta”. Recuerda a los miembros del club del oso de México con sus ceremonias relacionadas a la búsqueda de visiones, los cantos y los viajes a la montaña. También los guerreros Jaguar, guardianes mayores de los templos aztecas. “Gente preparada con altos conocimientos”, cuenta.

El cerro, asegura Patara, se ha transformado en una especie de epicentro. Un lugar que irradia energía. Una fuerza necesaria para enfrentar “las malas costumbres, la mentalidad irracional de explotarlo todo y la falta de respeto entre los seres humanos”.

Si no fuera por la ocupación de las comunidades, el cerro quién sabe en qué manos estaría. La puesta en valor, lo dice convencido, se la “hemos dado nosotros”. “No nos pasaron ni un árbol”. Todavía no tienen agua -deben traerla en bidones- y eso que arriba hay un estanque que riega toda la loma. También existe una antena en comodato indefinido, versus los cinco años renovables que les entrega el Estado a las comunidades. En Cerro Navia, otro centro ceremonial indígena, el rehue de la machi está bajo los cables de alta tensión. En este mismo cerro la alcaldesa Udi, Sol Letelier, quiso instalar el Papasaurio de 14 metros que el Consejo de Monumentos Nacionales rechazó en Plaza Italia. “No los dejamos entrar”, recuerda Patara. Ahora el monumento de Juan Pablo II está en Bajos de Mena, sobre un antiguo vertedero donde instalaron viviendas sociales.

El comodato es en el fondo una trampa. Las comunidades administran sólo una parte del cerro ubicada en una meseta que dejó una antigua cantera. Allí vive Patara y cuatro personas más. Ninguno tiene control sobre el perímetro, permiso para quedarse en el lugar ni llaves para ingresar libremente. Cuando alguien se enferma deben golpear la caseta de los guardias. Las reglas del comodato son estrictas, pero la mayoría de las veces también impracticables. Patara, empapado en su rol, ha mandado a varios a la punta del cerro. Cada vez que alguien quiere pasarse de listo apela al convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo. “El centro ceremonial es un lugar de autodeterminación”, dice tajante. La estrategia ha funcionado.

Con fondos de la Casa de las Américas construyeron la primera ruca y la Fundación Mitterrand puso los recursos para instalar un Jardín infantil. “No hemos postulado ni siquiera a un fondart, nos autogestionamos”, explica.

Practicar las diversas creencias en el cerro, compartir con comunidades de inmigrantes, generar espacios de desarrollo espiritual, es un derecho, dice Patara. “No queremos que nos integren, sino que respeten nuestra diversidad. No somos de la gran familia de la corrupción”.

Cerro Plomo
Una vista del cerro El Plomo, el guardián mayor de la cuenca de Santiago.

El comodato, asegura, les ha impedido proyectarse. No pueden tener una mirada a largo plazo. “Esa es la lucha que se viene”, dice. “Nosotros aspiramos a que nos entreguen todo el cerro, somos capaces de administrarlo. En Canadá los indígenas administran parques, en Estados Unidos casinos. La autodeterminación es un derecho”.

No está en la mente de Patara abandonar el cerro. Si algún día se lo piden, asegura, van a tener conflictos. “Es como si te quitaran a la persona que amas, a tu mujer, a tus hijos, los tienes que defender”, afirma.

Cada solsticio de invierno, el 21 de junio, Patara celebra el Inti Raymi que marca el comienzo del año nuevo aymara. Acude sagradamente, junto a varias comunidades andinas, al frontis del Museo de Historia Natural. Allí se encuentran con el niño de El Plomo, el inti wawa, el guardián de todas las cumbres de la cuenca. Le ofrendan pétalos de flores, arroz y naranjas. Encienden el fuego sagrado. El Inti wawa aún duerme.

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