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Cultura

13 de Octubre de 2016

Las cartas blasfemas de Mark Twain

Recién en 1962 la hija de Mark Twain (1835-1910) accedió a publicar las antirreligiosas “Cartas desde la Tierra” que el popular escritor compuso en sus últimos años, y que le atribuyó nada menos que a Satán. El ángel caído se las habría escrito a sus amigos arcángeles para contarles del desastroso experimento que el Creador estaba llevando a cabo en nuestro planeta: la especie humana. La Pollera acaba de publicar una nueva traducción y acá adelantamos la “Carta III”, que se ocupa del Génesis bíblico y, sobre todo, de quienes creen en él.

Por

Mark Twain

Se habrán dado cuenta que el ser humano es muy extraño. En épocas previas ha tenido (y usado y desechado) cientos y cientos de religiones; hoy tiene cientos y cientos de religiones, y cada año saca no menos de tres nuevas. Podría sumar unas cuantas más y aún estar en lo correcto.

Una de sus principales religiones es la llamada Cristiana. Un bosquejo podría interesarles. Está detallada en un libro que contiene dos millones de palabras, llamado Antiguo y Nuevo Testamento. También se llama de otra manera —La Palabra de Dios—. El cristiano piensa que cada palabra del libro fue dictada por Dios —del que les he estado hablando—.

Es interesantísimo; de una célebre poesía por dentro; y fábulas ingeniosas; e historias repletas de sangre; y moralejas; y mucha obscenidad; y miles y miles de mentiras.

Esta Biblia está formada principalmente por fragmentos de Biblias que estuvieron de moda y después desaparecieron. Claramente carece de originalidad. Los tres o cuatro acontecimientos más importantes y sorprendentes también ocurrieron en las primeras Biblias; todos sus más altos preceptos y reglas morales vinieron también de todas esas Biblias; hay solamente dos cosas nuevas: el infierno, por un lado, y este singular cielo del que les he hablado.

Esta inocente Biblia cuenta de la Creación. ¿De qué?, ¿del universo? Sí, el universo. ¡En seis días!

Dios lo hizo. No le llamó universo —este nombre es moderno—. Toda su atención estuvo sobre este mundo. Lo construyó en cinco días, ¿y después? ¡Un solo día le tomó hacer veinte millones de soles y ochenta millones de planetas!

¿Para qué eran útiles —según esta idea—? Para iluminar este mundillo de juguete. Este fue su único propósito; no tenía otro. Uno de los veinte millones de soles (el más pequeño) fue para iluminarlo en el día, el resto, para ayudar a que una de las incontables lunas del universo modifique la oscuridad de sus noches. (…)

Creó a un hombre y a una mujer y los ubicó, con las otras criaturas, en un bello jardín donde todos vivieron juntos y alegres en armonía e irradiaron vitalidad por un tiempo; entonces apareció el problema. Dios había advertido al hombre y a la mujer que no debían comer del fruto de cierto árbol. Y agregó el más extraño de los comentarios: dijo que si comían de él seguramente morirían. Extraño, porque como nunca habían visto a alguien morir no tenían idea lo que estaba diciendo. Tampoco podría, él o cualquier otro dios, haber sido capaz de hacer que estos pequeños ignorantes supieran qué quiso decir, sin mostrarles un ejemplo. La mera advertencia tenía tan poco sentido para ellos, como lo habría sido para un niño de días.

En breve una serpiente los buscó cuando estaban solos, y llegó a ellos caminando erguida, la cual era la forma de las serpientes en aquellos días. La serpiente dijo que el fruto prohibido llenaría sus vacías mentes de conocimiento. Y comieron del fruto, lo que era muy natural, porque el hombre está hecho de tal manera que siempre quiere saber; mientras que el sacerdote, como imitador y representante de Dios que es, desde el principio ha sabido alejar las cosas útiles del conocimiento del hombre.

Adán y Eva comieron del fruto prohibido, y de inmediato una gran luz fluyó en sus sombrías cabezas. Habían adquirido conocimiento. ¿Qué conocimiento? —¿conocimiento útil? No—, el mero conocimiento de que había tal cosa como el bien, y tal cosa como el mal, y cómo hacer el mal, pues no podían hacerlo antes. Por lo tanto todas sus acciones, hasta ahora, no habían tenido mancha, ni culpa, ni delito.

Pero ahora podían hacer el mal —y sufrir por ello—; ahora habían adquirido lo que la Iglesia denomina una posesión invaluable: el Sentido Moral; este sentido diferencia al hombre de la bestia y lo ubica por sobre la bestia, en vez de por debajo —donde uno podría suponer que es el lugar correcto para el hombre, pues siempre es de mente sucia y culpable, y la bestia siempre de mente limpia e inocente—. Es como darle más valor a un reloj que tiende a fallar, que a otro que anda bien.

La Iglesia todavía valora el Sentido Moral como la posesión más noble que tiene el hombre hoy en día, aunque la Iglesia sabe que Dios tiene una pobrísima opinión al respecto y que hizo lo que pudo, a su manera, por mantener alejados a sus felices Hijos del Jardín de todo el problema.

Muy bien, Adán y Eva sabían ahora lo que era el mal, y cómo hacerlo. Sabían cómo hacer varias maldades, y entre ellas una de las principales —la que Dios mayormente tenía en su cabeza—. Este era el arte y el misterio del sexo. Fue un descubrimiento magnífico, y dejaron de andar de un lado para otro y se preocuparon solamente de hacerlo, ¡pobres entusiastas criaturitas!

En medio de una de estas “celebraciones”, escucharon a Dios caminando entre los arbustos, el que era uno de sus hábitos vespertinos, y sintieron miedo. ¿Por qué? Porque estaban desnudos. No lo sabían antes. No les había preocupado antes; tampoco a Dios.

En ese inolvidable momento nació el hecho impúdico; y algunas personas lo defienden desde entonces, aunque podrían ciertamente desconcertarse al tratar de explicar el porqué.

Adán y Eva entraron al mundo desnudos y sin culpa —desnudos y de mente pura—; y ninguno de sus descendientes entró de otra manera. Todos han entrado desnudos, sin culpa, y limpios de mente. Lo han hecho modestamente. Tuvieron que hacerse de la impudicia y la mente sucia; no había otra manera de obtenerla. El primer deber de una madre cristiana es ensuciar la mente de su niño, y no deja de hacerlo. Su muchacho crece para ser un misionero, y va donde el inofensivo salvaje y el civilizado japonés, y ensucia sus mentes. Se hacen de la impudicia, ocultan sus cuerpos, dejan de bañarse desnudos juntos. (…) Ustedes nunca han visto una persona con la ropa puesta. Oh, bueno, no se pierden de nada.

Procedamos con las curiosidades Bíblicas. Evidentemente pensarán que la amenaza de castigar a Adán y a Eva por desobedecer, por supuesto que no se llevó a cabo, ya que ellos no se crearon a sí mismos ni tampoco a sus naturalezas ni tampoco a sus impulsos ni tampoco a sus debilidades, y por lo tanto no eran personas apropiadas para las órdenes de nadie, ni responsables frente a nadie por sus actos. Les sorprenderá saber que la amenaza se llevó a cabo. Adán y Eva fueron castigados, y este crimen encuentra partidarios hasta el día de hoy. La sentencia de muerte fue ejecutada.

Como verán, la única persona responsable por la ofensa de la pareja había escapado; y no solamente escapado sino que se convirtió en verdugo del inocente.

En nuestro país tendríamos el privilegio de reírnos de este tipo de cosas, pero estaría mal hacerlo aquí. Muchos tienen la facultad de razonar, pero nadie la usa con los asuntos religiosos.

Los más lúcidos les dirán que cuando se ha tenido un primogénito se está moralmente atado profundamente a preocuparse por él, protegerlo del daño, protegerlo de la enfermedad, vestirlo, alimentarlo, soportar sus caprichos, no levantándoles la mano, abrazándolos con cariño y por su propio bien, y nunca, en ningún momento, infligirle algún tipo de crueldad gratuita. El cuidado de Dios por sus hijos terrestres, cada día y cada noche, es lo exactamente opuesto a todo esto, aunque estos “lúcidos” apenas justifican estos crímenes, los condonan, los perdonan, y no los rechazan completamente como crímenes del todo cuando Él tiene que ver. Su país y el mío, es un país interesante, pero no hay nada que sea ni la mitad de interesante como lo es la mente humana.

Entonces, Dios desterró a Adán y a Eva del Jardín, y fue como asesinarlos. Todo por desobedecer una orden que no tenía derecho a pronunciar. Pero no se detuvo allí, como verán. Tiene un código moral para sí, y otro muy diferente para sus hijos. Les pide vivir justa —y gentilmente— con los ofensores, y perdonarlos setenta y siete veces; considerando que Él no se las ve ni justa ni gentilmente con nadie, y que no perdona la ignorancia y espontaneidad de la primera pareja de jóvenes ni siquiera ante su primer desliz y decirles: “Pueden ir libres esta vez, les daré otra oportunidad”.

¡Al contrario! Eligió castigar a sus hijos, a través de los años hasta el fin del tiempo, por una miserable ofensa que otros habían hecho antes de que hubieran nacido. Los está castigando todavía. ¿Con mano blanda? No, durísima.

Cuesta pensar que este tipo de Ser reciba muchos elogios. Desengáñense: el mundo lo llama el Justo, el Recto, el Bondadoso, el Misericordioso, el Indulgente, el Verdadero, el Amor, la Fuente de Toda Moralidad. Estas son las últimas ironías que se dicen en todo el mundo. Pero no son un sarcasmo consciente. No, son dichas seriamente, pronunciadas sin una sonrisa.

Cartas desde la Tierra
Mark Twain
Traducción de Fernando Correa-Navarro
La Pollera, 2016, 88 páginas

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