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Opinión

18 de Octubre de 2016

Columna de Germán Carrasco: El marinero que perdió la gracia del mar

"La forma del asalto me recordó esos manoseos furtivos que se hacen en la adolescencia sin demostrar la intención: como haciéndose el que nada sucede, nuestra mano se desliza por el culo de la chica o el chico que también se hace el o la desentendida".

Germán Carrasco
Germán Carrasco
Por

buenos aires EFE

Salimos de la casa de mi ex mujer en Once, Buenos Aires, y unos delincuentes están asaltando a una mujer. Todos miran, nadie actúa. Un vecino se da cuenta y avisa a los demás, que se limitan a mirar. La forma del asalto me recordó esos manoseos furtivos que se hacen en la adolescencia sin demostrar la intención: como haciéndose el que nada sucede, nuestra mano se desliza por el culo de la chica o el chico que también se hace el o la desentendida. Ninguno de los dos es capaz de aceptar o empezar el juego sexual de forma decente, mirándose a los ojos: un asco de situación. Es mejor el descaro y la frontalidad.

Los vecinos podrían intervenir. Pero la desventaja es que están en la puerta de sus almacenes y sus casas. Si intervienen, los delincuentes ya sabrían exactamente dónde cobrar. El problema de esto: está mi hijo de ocho años mirando todo. Y comenta “qué poco heroica que es la gente”. El segundo problema es que soy extranjero y hace poco unos chilenos asaltaron a balazos un supermercado. Y uno sabe cuándo un delincuente va con todo. Estos, en todo caso, se nota que no. Son lo que en el hampa llaman domésticos. Los de verdad jamás asaltarían a una mujer en el microbús, pero no les importaría disparar a quemarropa contra la policía si se ven perseguidos. No, es obvio que estos son niños mal alimentados y patoteros, parecidos a los que en Santiago hablan de armas en el microbús para intimidar a la gente y no hacen lo que dicen que hacen: no hacen asaltos grandes. O hacen esta cagada de asalto. Son víctimas ellos mismos, y no sería problema enfrentarlos aunque muchas veces el fascismo de los que los enfrentan es una performance de crueldad: una crucifixión. Una vejación al delincuente hecha por otra horda de delincuentes, que a su vez se desquitan por un sistema delictual: el patrón los cuasi tortura y ellos torturan a un delincuente de poca monta. Devuelven el gesto, es la ley de la selva. Los ojos completamente desorbitados de Harboe pidiendo hacer más cárceles dentro de este país que, en sí, es una cárcel. Adolescentes escuálidos que hablan de armas y delitos, pero no logran intimidar, y eso es frustrante para ellos. A veces entre varios logran tomar impulso y hacen un asalto cagón, doméstico.

Otro problema: no es que esté tu hijo de ocho años y diga una frase tremenda ante una escena que le va a marcar la memoria. Eres extranjero. La mujer nerviosa y choqueada no va a estar y los vecinos cerrarán rápidamente puertas y ventanas. Tus papeles quedarán sucios y no podrás volver a ver a tu hijo, que en este momento debe pensar que eres un maricón. Hay un corto británico antologado en Cinema 16 muy certero sobre este tema: un padre que no reacciona ante una humillación con su hijo presente. Es brevísimo y recomendable. Se llama Soft, su director Simon Ellis. Yo cuando escribo, al menos, trato de enfriar las manos. Odio la violencia, que debe tener un espacio codificado, reglado, como en el boxeo. Según los artistas marciales, es así: esos deportes tienen que ver con la paz, con la resistencia. Martín Renó lo sabe y enseña filosofía y puñetes. Tiene un corazón enorme y es un líder natural.

Hay dos imágenes más. Una es la novela “El marinero que perdió la gracia del mar” de Mishima: el marino es idealizado por los niños, pero está cansado del infierno que significa la vida en altamar, donde los barcos son verdaderas cárceles llenas de delincuentes y todo es violencia. Pero es por ese habitar el infierno que los niños lo quieren, y se decepcionan cuando él empieza a convertirse en un ciudadano normal y aburguesado. Y la otra es la clásica escena western donde el “jovencito” les hace una demostración con una Colt y una moneda a los niños cada vez que visita el pueblo. En un momento no acierta y los niños lo miran como si fuera otra persona, con decepción y odio, por primera vez adultos ante el cadáver de su héroe. Creo que la aparición de samuráis y yakuzas en la poesía de Francisco Ide nos habla de la fragilidad de la figura de la poesía en el contexto actual. El mejor poema de Perlongher –“Chorreo de las iluminaciones”- es sobre dos boxeadores peso pesado, uno blanco y otro negro, pero la gaytud tiene ahí una relación de admiración por la fuerza titánica: la ensalza. A una mujer se le ocurre meterse a un lugar peligroso y el tipo tiene que hacer un verdadero acto de templanza con el corazón, la respiración, la actitud y los nervios. Ella haciendo turismo social, y su novio con los nervios en la mano.

Hay que detectar el peligro de inmediato, como mi hermano mayor Mario Rissetti, el mejor olfato que he conocido para las situaciones violentas, que resolvía con elegancia y rapidez, se alejaba y te alejaba de inmediato. Paz y amor.

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