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Opinión

23 de Enero de 2017

El 18 Brumario de la Nueva Mayoría: ¿Un nuevo centro político?

El polo progresista ha revelado una ausencia de creatividad y una mudez insospechada para profundizar la democracia. Ahora, contra todo pronóstico, se busca empujar a los partidos a operar como policía de reformas (en el sentido formulado por Rancière) ficcionando una nueva articulación de pactos para mantener la cohesión e integrar la nueva morfología de los antagonismos.

Mauro Salazar
Mauro Salazar
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Un clima de indulgencias, penitencias y ex/comuniones nos hace recordar que los personajes de la historia aparecen dos veces. En muchos casos oscilan entre la farsa y la comedia. La impudicia de nuestra clase política nos transporta hasta los Borgia: Orsini o el Gute, Sforza o Insulza, Otonne y El Príncipe de Maquiavelo, Donna Lucrecia y las vocerías de Palacio y nuestro Cardenal vitalicio (PPD) quien persiste –más allá de todo «principio de realidad»- en abrir las «Grandes Alamedas», eso sí, a los Grandes empresarios que le dan “credenciales de gobernabilidad”. Y así, parafraseando a Marx, los espíritus del pasado toman prestados sus nombres con este disfraz de vejez venerable y con este lenguaje prestado [pretenden] representar la nueva escena de la historia [política]. “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Es la resurrección de los muertos. Si recordamos las tramas de la elite en la historia de occidente, luego del Concilio de Constanza (1418) y ante la queja puritana por la vida Licenciosa de los Papas, Pierre D’Ailly dijo con vehemencia: “¡Cuando sólo el demonio en persona puede salvar a la Iglesia católica, vosotros pedís ángeles!” –Karadima mediante-.

Este retrato sobre la devocionalidad nos permite pernoctar las distorsiones de nuestra élite política durante el año 2017 y el nuevo arreglo de reformas traducido en un «partido del orden». Hemos presenciado un tiempo saturado de mecenazgos y diezmos, de influencias y dadivas. El polo progresista ha revelado una ausencia de creatividad y una mudez insospechada para profundizar la democracia. Ahora, contra todo pronóstico, se busca empujar a los partidos a operar como policía de reformas (en el sentido formulado por Rancière) ficcionando una nueva articulación de pactos para mantener la cohesión e integrar la nueva morfología de los antagonismos. Ha llegado el momento de restituir cuotas de gobernabilidad, aquietar a la elite y administrar la insurgencia que se avecina. Las disputas discursivas de la interna socialista son un síntoma novedoso de este movimiento hacia una institucionalidad de la reforma que pretende reencausar la legitimidad ciudadana. De un lado, vendrá la amnistía de los actos incestuosos acaecidos bajo el reinado de la Nueva Mayoría (esa promesa de articular un nuevo bloque izquierda-centro que fuera más allá del ancestral realismo centro-izquierda) que intentaba pautear a la ciudadanía con un enternecedor relato igualitario, so pena que se haya rehusado a comportarse como una coalición transformadora.

Qué duda cabe. De modo inusitado nuestro paisaje político experimentará un voraz movimiento donde los feligreses anuncian la disputa por conquistar el «centro» bajo una nueva arquitectura socio-política. Pero antes de eso: ¿a cuál centro político hacemos mención? De suyo, no hablamos de un centro canónico o moderno, sino de un nuevo descentramiento. El nuevo centrismo (lingüístico, distopico y desregulado) supone la construcción de un nuevo espacio discursivo que debe estar atemperado con el ciudadano líquido de nuestra modernización. Tras esta operación son las fuerzas progresistas o comprometidas con un tibio reformismo las que buscan disputar un nicho en la nueva microfísica del poder. No es fácil recordar un proceso donde la izquierda ensaye su reinvención desde una peculiar apropiación del centro político para autoproclamarse como una «coalición de reformas».

Pese a la relevancia histórica del Frente Popular, los manuales politológicos nos dicen que, en el siglo XX chileno, el Partido Radical se comportó como un «centro pragmático». Y sí, esa familia bonapartista, pequeña en magnitud y que nunca termina de morir, ahora se apresta para ser la base de operaciones de los ingenieros electorales del universo progresista. Los manuales también nos enseñan que la DC, en el contexto de los tres tercios, derivó en un «centro ideológico» que dio lugar al programa populista de Radomiro Tomic –so pena de que su estadista, Eduardo Frei Montalva, golpeaba los cuarteles y murmuraba la devolución de las piochas republicanas. Y fue ese ‘centro envalentonado’, aquel cristianismo de la reforma, el que “obligo” a la izquierda a comportarse como izquierda. De esa amalgama irrumpió la Unidad Popular y una fauna interminable de símbolos teológicos y lenguajes tipo Savonarola. Pero ya sabemos la historia: luego de tres décadas vino la moderación, el eurocomunismo, Felipe González (PSOE), la agraviante burocratización de la cortina de hierro y la caída del muro –Hayek como campeón en tierras post-comunistas. Todo ello impactó en la consciencia de las izquierdas y obligó a una revisión de las voces de la redención. Más tarde, y ya ubicados en la década de los 90’, conocimos de cerca ese «apareo» donde debemos tener el coraje de explicarnos esa obstinación laguista (escalonista, et al) por hacer del realismo una narrativa mesiánica. La facticidad ha sido refrendada como un mito de estabilidad institucional, como un orden ético que no debemos olvidar si no queremos padecer el ‘temible populismo’.

La persistencia del laguismo, aquello que le impide al propio Lagos pensar en un buen libro de memorias, escrito con reposo, lucidez y espera del tiempo, guarda relación con la narcisista «teoría de la gobernabilidad» (prudencia, orden, consensos, rutinas de sociabilidad y sutilidades de palacio) que retorna espectralmente por estos días. Pero cuál es el gran acontecimiento del último año, qué decir sobre el movimiento centrista puesto en curso desde hace un mes (CEP mediante). A no olvidar, desde los años 90’, bajo aquel largo bostezo, el maridaje transicional suponía que el «centro político» era la esfera que, prudencialmente, concedía favores y privilegios a la izquierda y mediante ese recurso (alter/ego) se cerraban los «pactos de gobernabilidad». Ese fue el juego transiciónal que cubrió dos decenios de “nuestra historia republicana” y que se nutría de mutuas granjerías. La Nueva Mayoría trato de romper con ese concubinato, pero le fue mal. Ahora debe repensar otra forma de consensos: el reclamo institucional de los últimos meses y la necesidad de mesurar el polo deliberativo nos revela un deseo de «gobernabilidad centrista».

Muy lejos del retrato de los medios más involucrados en las redes del poder financiero, debemos recordar que Alejandro Guillier tiene atributos propios del establishment, facticidades y rictus profundamente conservadores, manejo de redes comunicacionales y, sin embargo, goza de un empoderamiento en la retórica ciudadana, de un vocabulario más regional y pedestre, pero por sobre todo representa la posibilidad de vertebrar a la izquierda institucional desde el mismo centro político, abriendo, contra los discursos tremendistas, una nueva arquitectura de la gobernabilidad en un tono socialdemócrata más fluido y dispuesto a establecer un nuevo retrato de los acuerdos. Guillier pone en práctica la necesidad de gobernar bajo una nueva «economía mediática» que levanta un campo de reformas desde el nuevo centro ficcionando una distancia hacia las elites. Y el Senador Radical ya expreso sus más íntimos deseos para pavimentar una regresión histórica: “la política democrática siempre es construir acuerdos, construir consensos con una característica: que hay momentos en la historia muy singulares” (sic).

Dicho ligeramente, el 2011 ya no es más nuestra inevitable «pantalla moral» (¡por exceso de épica¡) sino el último residuo de aquel imaginario de protestas que se abrió a fines de los 80’ y que gozo de tibias expresiones hacia fines de los consensuados años 90’. De otro lado, la crisis de legitimidad del PC no es un dato menor, se trata de una izquierda prosaica raptada por un ‘sicariato ideológico’ capaz de ofertar la simbolicidad de los oprimidos para garantizar su permanencia en la modernización coronada en 1990. La disputa será por el new deal de un nuevo relato democratizador, pero funcional al pacto de gobernanza visado por la elite. Una crisis de confianza supone fungir desde un orden ético (indulgencias mediantes) y ello comprende restituir una «izquierda moderada» para replicar el estado de insurgencia que se avecina en la sociedad chilena, a saber, una protesta invertebrada que no pretende administrar ningún programa sociopolítico, ni menos reconstituir tejidos colectivos, sino más bien perturbar el establishment.

El enigma es la DC y la estrechez de su actual imaginario, qué pasa con el ciudadano DC si convenimos que se trata de un centro gobernado por un lenguaje progresista (o disparatadamente «libertario»). En un contexto hedonista y bajo la debacle de paradigmas la confraternidad no resulta muy preciada. Y es bueno que Carolina Goic tome nota de estos trastornos en el epicentro del nuevo centro, pues de otro modo terminará como Catalina Sforza –sumida en Casa de Borjas y sometida a todo tipo de servicios (centro progresista, liberal, libertario, modernizador, etcétera). En El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1854) hay una frase de Marx que por estos días ha estado muy de moda, “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”. La tragedia hizo pedazos nuestra convivencia por cuanto agudizo la fase neoliberal bajo la rúbrica de la Concertación, por su parte la Nueva Mayoría y su perfomance igualitaria representan la Farsa. Con todo, es tarea de Guillier salvar la gobernabilidad.

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