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Opinión

14 de Mayo de 2017

Columna de Constanza Michelson “Súper yo: la indecencia común”

"La incomodidad que se rumorea estos días, no tiene que ver sólo con un problema de ego, sino que con el lado oscuro de toda moral, el lado opaco de lo que Freud llamó el Súper Yo. Esa instancia moral que todos reconocemos, pero que tiene una falla inherente, un lado obsceno, aunque su contenido parezca puro: su fuerza y su exceso es empujado por pulsiones que pueden ser sádicas".

Constanza Michelson
Constanza Michelson
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Como los secretos familiares que asfixian y que, por miedo o lealtad, no se pueden nombrar, en lo social algo huele mal hace un buen tiempo y hace falta ponerle palabra.

A veces es el arte, una casualidad, la voz de algún loco lo que da cuenta de un ánimo flotante, de un rumor medio impronunciable. Cuando el escritor Rafael Gumucio, en un arrebato en 140 caracteres cuestionó a los rescatistas de animales en un incendio en Valparaíso, luego de ser amenazado con ser él mismo lanzado a las llamas, vino por fin la posibilidad de debatir lo que hasta entonces generaba una incomodidad muda: el animalismo y sus facciones más extremas. Cuestión que hoy es una discusión abierta. El arrebato abrió un portal. Esta vez fue una pelea entre escritores lo que puso un malestar nebuloso sobre la mesa.

El mismo escritor lanzó el primer combo, declarando que le parecía que algunos escritores jóvenes lloran en las entrevistas y caen en la autocomplacencia con su clase social. Apuntando de frente a algo que cuesta reconocer, cuando detrás de un victimismo se crítica todo salvo a uno mismo, como si se fuese un ángel en la historia. Quizás en una mezcla entre el afán polemista del autor que lanza artillería pesada y la tan recurrente lectura de mala fe, de quienes aun cuando sean muy inteligentes acentúan el antagonismo conveniente, se libró una batalla, que en primer lugar se trató de la lucha de clases. Fuego cruzado entre los escritores “pobristas” y los que habrían traicionado un ideal de izquierda por pasar a la élite con demasiada prisa, la “whiskerda”, de la cual este pasquín suele ser acusado como su representante.

Como sea, la trifulca que comenzó, al igual que el incendio por el tema animalista, con posiciones ultra antagónicas entre quienes portarían la verdadera conciencia social y los desalmados, termina en algo menos apasionado, pero interesante. Nombrando una incomodidad que se rumorea a voces cada vez más altas: la lucha de poder que hoy se da bajo la figura de la superioridad, ya sea de la moral puritana, o bien, hablar desde la voz de las víctimas. Lugar confuso, porque ambos son difíciles desde el punto de vista del contenido. ¿Quién podría rebatir con lo que parece moralmente correcto y con quien defiende a las víctimas? Hasta acá quienes sí han podido en el mundo, son la ultra derecha, especialmente la llamada Alt-right, quienes de manera cínica han capitalizado la crítica y la burla hacia la corrección política, precisamente porque no temen ser juzgados por el progresismo. Paradójicamente, aquella herramienta política de Foucault para desnaturalizar el micro poder, hoy es usado como una policía para quienes comparten las mismas causas, el enemigo está en el mismo bando.

Aunque la queja contra el puritanismo contemporáneo se atribuya a una cuestión generacional, se ha hablado de esto en innumerables momentos históricos. Orwell lo retrataba en su novela 1984, interroga la posibilidad de que la revolución también puede ser alienada, y que nada más lejos del espíritu de cambio que el revolucionario puritano, tan poco representativo del ciudadano de a pie, el portador de lo que denominaba “common decency”, la decencia común. La decencia mínima. Quizás son tiempos en que este tipo de subjetividad va en ascenso: súper egos sin fisura, pero que reclaman toda fractura en los demás. Como aclara Gumucio en la calma tras el arrebato, su crítica no es de clase sino hacia una posición subjetiva, aquella autoindulgente, en que el dolor está ubicado a varios metros de distancia de la comodidad moral: “El motor de la novela es la incomodidad de clase, de religión, de sexo. En el centro de lo que escribió Chejov, Proust, Joyce o Kafka están las pertenencias cruzadas que los hacían pertenecer y no pertenecer, ser y no ser. No les dolía Francia, Irlanda, Rusia, Checoslovaquia sino que se dolían en ruso, irlandés o checo” (Gumucio). Subjetividad que antes de ser algo generacional, puede ser efecto del nuevo padre de los tiempos: la técnica. Esa expresión de la ciencia como garante de lo sin límite, que se ahorra en sus promesas omnipotentes, los límites de nuestra condición mortal y de la historia. Padre sin memoria, crea hijos que ubican toda verdad en el cuerpo y el sentir personal, cada uno puede refundar el mundo a la medida de sí mismo.

Pero la incomodidad que se rumorea estos días, no tiene que ver sólo con un problema de ego, sino que con el lado oscuro de toda moral, el lado opaco de lo que Freud llamó el Súper Yo. Esa instancia moral que todos reconocemos, pero que tiene una falla inherente, un lado obsceno, aunque su contenido parezca puro: su fuerza y su exceso es empujado por pulsiones que pueden ser sádicas. Por ejemplo, cuando vemos la transmisión de un crimen que se repudia públicamente, podemos quedar con la impresión que tanto el noticiario como nosotros estamos hipnotizados en el morbo. La moral nunca es aséptica, está infiltrada de pulsiones. De ahí el cebarse en el abuso de poder institucional, la corrupción burocrática, el ensañamiento de los linchamientos. Incluso en su versión solitaria, como quien se castiga y goza a latigazos. Esta es la parte loca de la ley, la indecencia de todo exceso moral.
La voracidad del Súper Yo es inagotable, siempre pide más. Por eso no solo genera miedo y culpa -nunca se está seguro de no ser atrapado en una nueva conducta sancionada, en una nueva palabra censurada- sino que también drena los deseos, es decir, aunque haya coincidencia con la causa, ahuyenta.

Difícil es hoy dirimir el límite entre la visibilización de algún abuso de poder, con la arbitrariedad del recurso del abuso. En la figura de la víctima se genera especialmente un atolladero, porque difícil es poner en cuestión el dolor de alguien. Como dice Badiou, la figura de la víctima es también una cuestión política, y no siempre son los mismos cuerpos los que son considerados bajo ese rótulo, va a depender de las coyunturas. Cada bando político pone al frente del campo de batalla a sus víctimas en su propio beneficio. Además, el mismo autor plantea que hoy para creerle a una víctima, ésta debe ser parte del espectáculo del sufrimiento. Cuestión canalla, porque muchas veces en el trabajo con quienes han sufrido abuso, es central que dejen de identificarse a este rótulo como resumen de su ser para salir adelante. Otras veces se cae en la desfachatez de evadir cualquier crítica al hablar en nombre de las víctimas.

Todas estas cuestiones afortunadamente van dejando de ser sólo un rumor. Incluso para aquellos que han jugado el juego de autoridad moral. Como Jorge Sharp, alcalde del Frente Amplio, quien en un acto autocrítico reconoció que su conglomerado cae en el exceso de creer que con ellos parte el cambio en Chile, “El Frente Amplio no inventó la rueda” afirmó (Revista QP). Relevante, porque la memoria es el patrimonio que nos pone límite, a las locuras del ego y del Súper Ego. Es el patrimonio de la “decencia común” de la que hablaba Orwell, lo contrario a la locura de la superioridad moral. En ese sentido, todo empuje por radical que sea tiene el deber de hacerse cargo del pasado. Quizás sea hoy el conservadurismo crítico, como rescate de la historia, una resistencia (J-C, Michea).

Termino con la intervención de Pedro Cayuqueo en la mocha de los escritores: “En la lonkocracia hereditaria masculina nuestra esto más o menos no existe, es más bien un fenómeno urbano y sobre todo santiaguino. A nivel rural y tradicional se mantiene cierto apego a los linajes y los modos antiguos que a mí en lo personal no me desagrada. Nos ordenan y nos proyectan como pueblo mirando y honrando siempre a quienes fueron antes. Somos porque ellos antes fueron.”

Reconocernos en la historia para pensar el futuro es el mínimo. Creer ser el principio y el fin de la historia es la indecencia común.

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