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Opinión

7 de Junio de 2017

Editorial: 700

Cualquiera que se presentara como mejor que los demás nos rompía los huevos. Desfilaban por nuestras dependencias autoridades de la comunidad judía, del Comité Central del Partido Comunista, de cofradías protectoras de la Virgen del Carmen. Reclamaban respeto por sus causas sagradas. Hasta un rastafari llegó a pegarle a nuestro editor cuando pusimos al senador Nelson Avila en portada con dreadlocks. Nunca supimos quién sería el ofendido que una mañana dejó un zurullo de mierda en la puerta de nuestras dependencias. El mojón, sin embargo, lejos de irritarnos, sirvió para inspirar una nueva sección: La Caca.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Cuando nació The Clinic el año 1998, no teníamos internet. Existía, pero no se había masificado y ninguno de nosotros tenía conexión. Diseñábamos sobre unas mesas blancas en la oficina de Tejeda, pegoteando textos y fotos recortadas de otras revistas. Si necesitábamos una cara de Aylwin debíamos salir a buscarla en publicaciones viejas. Era otro el encargado de digitalizar esas cartulinas. Después con Pato Pozo llevábamos un disquete hasta la imprenta de La Nación, en Pudahuel, y nos quedábamos esperando hasta la madrugaba que nos mostraran las “pruebas de imprenta”.
En esa época, estaban claros los enemigos. El pinochetismo todavía era un buey que rebuznaba y no un lorito que cacarea. Hoy los políticos de derecha mayores de 60 son todos los mismos que solidarizaban con el dictador viajando a Londres o gritando insultos afuera de la embajada inglesa, pero ahora se molestan si uno se los recuerda. ¿Será cierta la ficción acordada de que son enteramente otros, y que por ningún motivo volverían a dar un golpe de Estado? Es de mal gusto decirlo, pero no lo creo.
Cuando al cabo de un año tuvimos nuestra primera oficina, varias veces recibimos amenazas de bomba. Antes de evacuar, yo le pedía a Alejandra, nuestra secretaria, que revisara todos los cajones por si habían drogas. No éramos ningunos niños ejemplares y si los pacos encontraban el menor rastro de ellas no habría sido la dinamita quien nos hubiera destruído. Lo nuestro no era la corrección, sino todo lo contrario. Estábamos hartos de la pechoñería. Mal que mal, quienes pregonaban con más fuerza “la moral y las buenas costumbres” eran los mismos que habían hecho oido sordo con los crímenes y la tortura. También nos aburrían los santones de izquierda. Cualquiera que se presentara como mejor que los demás nos rompía los huevos. Desfilaban por nuestras dependencias autoridades de la comunidad judía, del Comité Central del Partido Comunista, de cofradías protectoras de la Virgen del Carmen. Reclamaban respeto por sus causas sagradas. Hasta un rastafari llegó a pegarle a nuestro editor cuando pusimos al senador Nelson Avila en portada con dreadlocks. Nunca supimos quién sería el ofendido que una mañana dejó un zurullo de mierda en la puerta de nuestras dependencias. El mojón, sin embargo, lejos de irritarnos, sirvió para inspirar una nueva sección: La Caca.
En esos tiempos hasta el condón era un artefacto subversivo. Todo lo que no siguiera las normas y formas del conservaduismo católico recibía el mote de “irreverente”. Era el adjetivo que más se usaba para referirse a nosotros. Como aún no se destapaban los casos de abusos en el clero, los obispos dictaminaban muy sueltos de cuerpo lo que era bueno y lo que era malo. Ya no se trataba de los obispos que habían defendido los derechos humanos en dictadura, para los que el sexo y la borrachera eran parte de la vida, sino de los nombrados por Juan Pablo II, unas especies de señoronas preocuadas de las buenas maneras. Los Legionarios de Cristo tenían seducida a la más alta burguesía, y ser amigo del cura John O’Reilly daba galones de respetabilidad. Lo mismo con Karadima, y ni hablar si alguien tenía una foto con Marcial Maciel. Ver caer a esos pontificadores que se las daban de buenos, y a sus protegidos dudando, y más tarde a los ricos y poderosos desfilando por los mismos tribunales que los rateros, fue, en el fondo, liberador. También fue la constatación de que nuestras convicciones no andaban tan extraviadas. Siempre le hicimos el asco a los paraísos, porque con vernos todos como iguales nos bastaba.
Eso fue lo que a este pasquín, que nació como una performance para festejar la detención de Pinochet en Londres, le terminó encantando del buen periodismo. La posibilidad de demostrar que en todas partes se cuecen habas. Que los buenos pueden ser malos, y las víctimas victimarios. Que en medio de la guerra puede haber grandes fiestas y horrores adentro de las iglesias. Nos ha dado gusto también reirnos del poder. Estamos convencidos de que cuando eso deja de suceder, la democracia es mucho más frágil. Nuestras causas siguen siendo las mismas que al comienzo, sólo que ahora es mucho más difícil enmarcarlas. Aunque a muchos en el Frente Amplio les cueste creerlo, hubo un tiempo en que todos los libertarios circulábamos en torno de la Concertación. Lo otro era el pinochetismo, y lo otro una izquierda irrelevante y minúscula. El tiempo y Soquimich terminaron con ella. Hoy la dispersión es casi total. No es descartable una regresión conservadora, aunque algunos sostienen que después de las primarias Piñera abandonará este tono ultra reaccionario del último tiempo. Cuesta imaginarse a Beatriz Sanchez gobernando. Guillier ya no se entiende: no se sabe quiénes lo rodean, a quiénes les gusta, qué diablos pretende. Siempre se me olvida que Carolina Goic también es candidata. Del centro hacia la izquierda abunda el cacareo.
Quienes debieran ser nuestros más cercanos, andan indignados. Están caídos al melodrama. Todo lo exageran. Les gusta más encontrar enemigos que hacer amigos. Prefieren ponerle atención a sus emociones que abrirse a recorrer el país que les tocó, y aceptar que es de colores.
Lo que es nosotros, estamos felices. Ya llevamos 700 números. El que prefiera, que lo dude, pero no nos manda nadie. Disfrutamos de mirar la realidad con curiosidad. Está rara la cosa. ¡Salud!

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