Opinión
27 de Junio de 2017Héctor Hernández (HH): “Somos y fuimos unos conchas de su madre en un campo cultural también conchesumadre”
El poeta, ensayista, editor, performista y gestor cultural, considerado uno de los mejores escritores de Latinoamérica- Zurita ha dicho de él: “nadie, en la literatura en castellano, antes de los 30 llegó tan lejos en la poesía”-, acaba de publicar “Buenas noches luciérnagas: materiales para un ensayo de vida”, que lo sacó de su ostracismo de no dar entrevistas durante tres años. Una de las voces representativas de la Novísima, aquel grupo de poetas que surgió de un taller en Balmaceda 1215 y que tomó distancia de la generación del 90. En este libro cierra un capítulo: el de su juventud y tira toda la carne a la parrilla.
Compartir
“Buenas noches luciérnagas: materiales para un ensayo de vida”, el nuevo libro del novísimo Héctor Hernández (1979), podría considerarse un libro raro. De hecho, en algún momento, pensó llamarlo así: Un libro raro. Podría leerse como la crónica literaria de una época, de fines de los 90 y comienzos del nuevo siglo, pero uno se quedaría corto. Podría ser una novela de un poeta en formación, como el mismo HH dice en el libro, que a los 19 años descubre la poesía en Balmaceda 1215, en el taller de Sergio Parra, y comienza a escribir como enfermo mamotretos de hasta mil páginas. “O, incluso, un manifiesto o una arenga”, reconoce. Podría ser también un largo ensayo de la poesía chilena o de crítica literaria. Pero nos quedaríamos nuevamente cortos. El libro, de más de 400 páginas, realmente es variopinto: incluye artículos de prensa, extractos de diarios de vida, apuntes, cartas, notas de viajes, fotografías, recuerdos, sueños, y harto cahuín: es también el tras bambalinas, la radiografía interna de la guerrilla literaria que se gestó cuando no habían redes sociales y los poetas de la generación de los 90 y la Novísima se sacaban la mugre en los diarios. Aquí, HH hace el gesto de publicar íntegramente peleas, que tuvo con sus amigos y detractores a través de messenger y correos electrónicos. Ni él sale bien parado. “Era hacer entrecomillas una justicia poética de que en este libro esté, no solo lo que dije en contra de ellos, sino también muchas cosas que dicen contra mí o la Novísima”, declara.
El libro también viene a cerrar tu etapa juvenil. ¿Por qué a tus 37 años quisiste volver a los 19?
-Yo creo que empecé la crisis de los 40 hace un par de años. Ahí me dio por tomar remedios para el estrés, la depresión y la ansiedad, aunque nunca me sentí deprimido como tal, pero sí ansioso, bueno toda mi vida lo he sido. Tuve un pololo al que quise mucho y sentí que debía estar bien yo para estar bien con él. Al final terminé ahueonándome igual y el Nico se chorió y me bloqueó hasta de Excel. Algo similar me pasó con Javier, me vi sobrepasado por mi propia vida, un ritmo frenético que no se lo doy a nadie, pero del cual no quiero salir. A ambos los nombro en el libro y de algún modo el amor es una historia que corre paralela a la poesía ahí. Con todo esto en la cabeza volví a los 19 años, a pensarme, a sentirme otra vez solo frente al mundo, a las ganas de ser querido. Conscientemente o no, uno se prepara para el segundo tiempo de la vida.
Aun no tienes 40 y hablas como si tuvieras cien.
-Amo ser el poeta más viejo después de Parra. Me gana por casi tres años, ja, ja, ja. Es insoportable ser cuarentón, todo es como patético: Ir al gimnasio o a una disco, tener un pololo más joven, pagar con pase escolar. Por eso los 19 años, que fueron cuando comencé a escribir, son tan lindos, porque no tenía miedo de nada. La poesía, las performances, todo, brotaba de la vida misma con la inocencia y la soberbia que deben tener las cosas.
LA NOVÍSIMA
El libro parte cuando descubres el centro cultural Balmaceda 1215, en 1999.
-Sí. Fue por la Paula Ilabaca que llegué ahí.
A ella la conociste en la Católica.
-Sí. Y nos hicimos amigos altiro. Ella tenía un grupito de amigos que eran el gay, la gordita, y la cuma, que era ella. Y yo que era la mezcla de todos: el gay, el gordito, el raro y el flaite.
No los pescaban los cuicos.
-No. Éramos un grupo aparte. Fue la Paula que me empezó a hablar de autores, me dijo quién era Huidobro, me leyó sus poemas y dije guau, qué bacán, y enganchamos. Y me habló de los talleres en Balmaceda 1215. Como ella se metió en poesía, también lo hice para no estar solo. Y llegamos al taller que hacía Sergio Parra. ¿Y ustedes escriben?, nos preguntó Sergio. “En realidad, vengo a acompañar a la Paula, no escribo”, le dije. En ese tiempo yo quería ser dramaturgo y me había metido a Letras porque un profesor en el liceo me había dicho que esa era la mejor carrera para escribir teatro. Después caché que él andaba más perdido. Y, estando en el taller, Sergio me incitó a escribir.
¿De qué escribías?
-Puras leseras. Pero a mis compañeros les gustaban mis textos, lo que me dio una suerte de confianza. Y, mientras la universidad era fome, aquí era todo bacán. Después del taller, nos íbamos a La Piojera a tomar unos vinos, era como guau: tomar y fumar pitos por primera vez. Me sentía lo máximo. En ese taller también estaba la Gladys González y otros poetas. A la Gladys, de repente, la llegaba a buscar un amigo que yo no sabía si era hombre o mujer, que era el Diego Ramírez, el primer pokemón que vi. Tenía el pelo largo, se maquillaba y andaba con ropa rara. Con ellos formamos una familia.
Ahí surgen los Novísimos.
-Sí. En el 2000, Zurita llega a la universidad a hacer un taller con profesores invitados. Y se gana el Premio Nacional. En la universidad me invitan a que dé un discurso para celebrar al poeta. Ahí leí “No a las respetables putas de la belleza”, un poema de amor, donde hablo de mis amigos, de que nos amamos pero también nos odiamos. Cuando terminé de leerlo, él dijo: “Esto es maravilloso, estoy en un momento histórico, aquí ha comenzado algo”. Al año siguiente, publico el libro NO! y la Alejandra Costamagna me hace una entrevista y habla por primera de la Novísima generación.
¿Qué unía a los Novísimos?
-La amistad. El Diego era amigo con la Gladys, yo era amigo con la Paula. Y en nuestra poesía hablábamos de nuestra familia, pobre, destruida, de nuestro origen social, de nuestra rabia respecto a la desilusión de la “Alegría ya viene”, porque pensábamos que el año 2000 pasaría algo bueno y no fue así. Eran las frustraciones de la esperanza.
¿Cuál fue el aporte de la Novísima?
-Es volver a habitar el campo cultural como se hacía en los ochenta, o sea, con pasión, rabia y deseo, pero también con ternura y honestidad. Los libros, las performances, los encuentros, las puestas en escena, eran para que los 90 no terminaran de matarnos de aburrimiento y decepción. Es probable que mucho de eso haya sido excesivo, como cortarme las manos, pero yo sentí que había que despertar de un estado de coma, de un sueño profundo que es el sentido de la democracia bonsái, maqueteada, artificial, falsa que fue aquella época. Nuestras vidas, sobrevaloradas o insignificantes, da igual, están allí en los poemas y es bonito. Diego Ramírez y su poética de niñitos andróginos, edípicos y bailables, en su libro “Brian”. El centro cultural La Carnicería Punk y las ediciones de Moda y Pueblo, que es otro florilegio de nuevas escrituras, queer, disidentes, lesbofeministas, trans, una nueva sensibilidad de género en la literatura.
¿Cuáles eran sus referentes?
-Sergio Parra nos presentó el lado oscuro de la poesía, como le decíamos a Pedro Lemebel, Carmen Berenguer, Yanko González, Malú Urriola, que eran sus amigos. Los leímos y nos hicimos cercanos. Luego conocimos a Raúl Zurita, Soledad Fariña, Carlos Cociña o Stella Díaz Varín y Antonio Silva, ambos ya fallecidos, con quienes también vivimos una complicidad muy hermosa.
Recital de Sergio Parra y Carmen Berenguer en el Campus Oriente de la Católica en 20 de octubre de 1999. Casi todos eran compañeros en Balmaceda 1215.
Ustedes tomaron distancia de la generación del 90 donde estaban Germán Carrasco, Zambra, Armando Roa, Rafael Rubio…
-Yo leía los libros que hacían ellos y los encontraba fomes, desabridos, insípidos. Tanta traducción, tanto Cela, tanto barroco español, tanto objetivismo gringo, tanto de afuera y tan poco de sus vidas. Si, al final, a esa edad uno está enamorado de la vida de uno y de sus amigos. Y en su escritura no había eso. Era todo plano, como los 90, que generalmente fueron así. La Nueva Narrativa también fue media plana. Sentía que habían perdido la posibilidad de escribir de su infancia y su adolescencia en dictadura. Esa era mi gran rabia. Pudieron haber hecho mucho más. Y no lo escribieron, porque tuvieron miedo.
En esos tiempos, se peleaban en los medios.
-Nunca hubo una pelea frontal como de generaciones opuestas ni mucho menos. Hubo unas escaramuzas hasta chistosas con Germán o con Zambra. Pasados los treinta años, que es la edad que ellos tenían cuando los molestaba, te das cuenta que el campo cultural en Santiago es tan pequeño, que sí o sí te tendras que topar por lo menos un par de décadas más. No son malas personas: poco mocheros, hasta medio invisibles. En todo caso, nunca fue contra ellos, sino contra una época y una escritura con efecto Los Prisioneros.
¿Cómo así?
-Después de los 80, uno quería que todo fuera radical, expuesto y puertas afuera. Y aparecieron los 90 y no era así. Y genera ese efecto de rebote que uno piensa, esto es una mierda, que es lo que uno dice de La Ley, respecto de Los Prisioneros. Quizás tampoco tenía que ser todo contestatario. Evidentemente, había un trauma y no era tan fácil. Ahora lo comprendo. Quizás la poesía no era el espacio para que saliera ese trauma.
En ese tiempo, en el 2008, escribiste un poema donde los dejas fuera de tu fiesta: “Mamá esta noche quiero salir a bailar con mis amigos (…) Quiero que Thalia Paulina Rubio Lynda y la Trevi toquen toda la noche. Quiero que afuera haya un cartel con los nombres de toda la gente que tiene prohibido entrar a esa maravillosa fiesta. Todos los poetas de los noventa y todos los poetas del sesenta…”
-Un poema que cayó pésimo.
Preferías estar con la Trevi antes que con ellos.
-Ja, ja, ja. Sí, al final la gran diferencia de los Novísimos con los 90 era que nosotros éramos divertidos, hacíamos fiestas, lo pasábamos bien y ellos eran lateros.
¿Pero por qué los dejaste fuera?
-A los de los sesenta, el golpe de Estado les truncó la vida literaria, a los de los noventa, quizá fue la dictadura neoliberal, esa a la que no le importa la poesía y su única relación con el campo cultural es la del mercado, el bienestar y la existencia en su formato burgués. Lo decía Parrita, su generación, la de los 80, no tenía vergüenza de decirse marginales, provincianos, colas, etc, nosotros tampoco, pero no es el orgullo de ser pobre porque la pobreza es horrenda, ni el orgullo gay cuando te hicieron bullying toda la infancia. No sentíamos orgullo por nada. No pude empatizar con poetas homosexuales que escribían como Rafael Alberti o con otros del barrio que no se sacaban a Nueva York de la cabeza, o con sus traducciones tan del primer mundo, de las lenguas muertas.
¿Ustedes tenían calle y ellos no?
-Como se dice, nosotros teníamos lleca. La calle es donde todo eso se socializa, la calle como metáfora y como espacio literario, incluso la calle como el propio poema. Y sí, les faltó calle.
Pero Germán Carrasco también venía de la calle.
-Hay cierta poesía del observador, una poesía limpia que contempla. No existe Conchalí, no existe La Florida. Y me mencionas a Germán, por ejemplo, que observa el barrio, los blocks, pero no está ahí, sino que son la traducción de los suburbios gringos. Es como Teillier, no es el sur de Chile sino la campiña francesa o los parajes de Esenin. No estoy hablando de hacer antropología, eso ya lo aprendimos con Yanko. Es escuchar los lugares, no sólo mirarlos. No es volver a la oralidad ni a la coloquialidad sino que justamente su opuesto, dejar que los otros hablen. Eso es lo que intento hacer en el libro, por eso están ahí Germán, Javier Bello, Rafael Rubio, etc. Abrir ese espacio, no escucharse a sí mismo siempre, ni mucho menos creerse.
De esa época rescatas a Fuguet. ¿Por qué?
-De las escrituras de la represión y violencia política la que más me interesa es la suya. Es el único, y en su defecto, el mejor que visibiliza la dictadura neoliberal desde dentro. La pone en escena y la hace hablar, nos hacer ver la publicidad en su fetiche, en el nombre de esa marca. Es la mejor narrativa política, de denuncia, en el mejor sentido del concepto, una denuncia sin culpa.
¿Cómo ves a los poetas que vinieron después de ustedes?
-Estos poetas sub25, que son los nacidos en los 90, me parecen formidables. Están haciendo cosas brillantes. A un grupo de ellos lo antologué en Halo: 19 poetas nacidos en los 90, que apareció en 2014. Tal como siempre dijimos, además de la Novísima siempre hubo mucho más, al igual que hubo más que los Náufragos en los noventa, de hecho, pienso en Morales Monterríos que me parece un poeta extraordinario. Ahora también hay muchísimo más y eso es fantástico.
¿Cómo ves el paisaje de la poesía chilena actual?
-Es el “Infierno” de Dante, el más pecaminoso, pero el más literario y entretenido, incluidos monos nefastos, como los que menciono en el libro.
¿Qué poetas son imprescindibles?
-Ya en Halo están casi todos de los más jóvenes, agregaría un par más, pero me debo una antología que ofrecí hace quince años, Flor de Lepras, que es de poetas nacidos entre 1979 y 1989, o sea, la generación que le antecede. Allí estarían, Carlos Cardani, Víctor Munita de Copiapó y Miguel E. Bórquez de Puerto Natales, que son tres autores que se han atrevido con obras valientes y brillantes de 300, 400 páginas.
¿Algún poeta sobrevalorado?
-El Premio Nacional Manuel Silva Acevedo, no lo admiro para nada. Hay muchos poetas que han sido poco generosos con otros poetas, como el mismo Silva Acevedo, que no hace talleres para jóvenes o no participa en lecturas con jóvenes. El Premio Nacional tiene que darse por su poesía, pero también por el rol que tiene en un campo literario, porque es un premio que da el Estado. Y, por lo menos, que ese autor o autora haya tenido un gesto de amabilidad o generosidad con Chile. Estuve súper en contra de ese premio, porque había otros poetas que se lo merecían: el mismo Elicura, la Carmen Berenguer, que han hecho cosas por otros.
Paula Ilabaca, Diego Ramírez, HH, y Pablo Paredes, Ciudad de México, 2009.
MARÍA, LA DEL BARRIO
En el libro, publicas los chat con amigos, tus peleas por correo electrónico, ¿por qué hacer público algo tan privado?
-Dentro de la escritura caben los correos electrónicos, los sueños, los mails, todo. Y al hacer un libro, en el que hablo de lo que fue una década atrás, están los discursos públicos, lo que sale en los diarios, pero también los privados que son una forma de historizar, aunque hablemos puras leseras: que somos un SQP literario, que nos riamos de alguien o que sobajeo a un tipo de la calle. Todo eso es parte de una escena mayor, que también da cuenta de la humanidad de la cuestión. Pongo un mail de la Paula Ilabaca en que me dice que le copio a Zurita, que estoy donde calienta el sol. No se trata de monumentalizar a mi grupo de amigos, que son bacanes y nos queremos, sino que también tenemos peleas, nos hacemos mierda. No es que fuéramos todos felices. También somos y fuimos unos conchas de su madre en un campo cultural que también fue bien conchesumadre. Y hay un montón de gente que sale ahí, diciendo cosas súper horribles de nosotros y nos hicieron bolsa.
Publicas una serie de mails, del 2013, con el poeta Rafael Rubio donde se pelean por tonteras. Zurita se entera de la “batalla mundial” y les escribe una carta para que se dejen de huevear: “Hay pocas cosas más ridículas en el mundo que las luchas de poder de los que no tienen absolutamente ningún poder y las peleas de poetas son el ejemplo más patético, penoso e irremediablemente ridículo de eso”, les dice.
– Cuando entré a la Católica, Rafael era el poeta de la Católica. Se había ganado un premio, donde Raúl había sido jurado, entonces como que estaba auspiciado por Raúl. Y cuando leo ese poema en el homenaje a Zurita, Raúl comenzó a darme bola a mí y Rafael empezó a sentirse desplazado. Ahí empezó la enemistad. O sea, más de él que mía, porque no me interesa estar enemistado con él. Rafael me presentó a la Stella Díaz Varín y le estoy agradecido de muchas cosas, pero en realidad todo se resume a que nos peleábamos el amor de un padre que era Zurita y nuestras diferencias son por el amor que sentimos por él.
En esto de develar secretos y peleas, ¿te avergüenzas de algo que esté en el libro?
-Sí. Quedo mal cuando cuento que en México gorreo a mi pololo. Nadie está orgulloso de quedar como una maraca, pero es lo que fue, Y no es la idea hacerse el héroe, sino que mostrar las debilidades, los fracasos, las rabias, penas, calenturas, envidias. A pesar que sea todo desastroso, siento que eso es devolverle una humanidad y una dignidad al oficio,
Ahora ya no se arman tantas mochas entre escritores. La última fue cuando Gumucio trató a los escritores de clases populares de llorones.
-Siempre pensé que cuando Gumucio habló de los llorones se refería a mí, cuando supe que no, me dio pena. Yo me siento súper llorón y me gusta.
¿Por qué?
-O sea, esto de contar mi infancia pobre, como si fuera María, la del Barrio, ese síndrome de pobrecita: su papá es chofer de micro, más encima es maricón y lo atropellan y después anda en sillas de ruedas, luego lanza libros y todos lo conocen y lo entrevistan. Esa historia, como de telenovela, me gusta, porque es el formato real que me tocó vivir.
Te tomaste bien las críticas de Gumucio, pero otros escritores se sintieron ofendidos.
-Es que ahora nadie quiere sentirse pobre ni ser marginal. Y mostrarse como llorón, es mal visto. El mundo cultural está muy cuico. Miran feo a quien publica en una editorial independiente, que no sea de las que se ganan todos los fondos del Estado y los reportajes de la prensa con los nuevos autores, tienen en común lo guapa de ellas o lo cool de ellos. Mucha foto linda y ningún escrito. No me imagino con ninguno de ellos tomándome un vino en el parque, cosa que me encanta. Somos finalmente todos burgueses, unos con más, otros con menos plata, pero de que lo somos, lo somos, nos guste o no. Incluso los que la venden de marginales.
¿Qué no te gusta de la escritura cuica?
-Las novelitas todas iguales con historias tan parecidas a sus autores. Mujeres burguesas solas, tipos que recuerdan culposos, infancias y adolescencias en dictadura, que por suerte ya pasaron de moda como tema. Me interesan otras escrituras como el libro de la María José Viera-Gallo con el Maori Pérez, lo de Gonzalo Maier, Juan José Richards, Pablo Fernández, Mike Wilson, la cosa va por allá: romper las expectativas de género. Uno compra un libro por ejemplo de equis autor o autora y ya sabe cómo va a terminar.
¿Te gusta Gumucio?
-Me cae súper bien, aunque sus dichos sobre los adoptados no los quise leer porque se mandó una patinada.
Tú también fuiste bien incorrecto.
-Sí. Pero como no había redes sociales, era llegar curado a una lectura, dar un jugo, era mucho más roteque la incorrección. Era más cuerpo. Era estar ahí. Yo era súper amigo de la Stella Diaz Varín y la vieja era la incorrección total. Era ir a una lectura y decirle al otro que era un estúpido, un fascista, como lo hacía Lemebel. Yo vengo de la escuela de la mocha en persona, de hacer callar a alguien. Lo de redes sociales es entretención.
Paula Ilabaca, Raúl Zurita y Héctor Hernández en Plaza de la Constitución. Santiago, 28 de mayo, 2000.
SER GAY
En el libro hablas de tu homosexualidad, pero dices ser un descreído de la cosa de la identidad. ¿Por qué?
-Lo gay es una manera, entre muchas de ser homosexual, o de ser parte del espectro de los hombres que aman y desean a otros hombres. Generalmente asociado a una especificidad del capitalismo, es decir, librería gay, bar gay, motel gay, disco gay. Es un triunfo del capitalismo. No es el triunfo de la homosexualidad. Para mí, toda identidad es una forma de creer en tu verdad de sí, inamovible y segura, una suerte de jaula de oro en la cual te sientes cómodo porque hay otros como tú, el placebo de una democracia abierta, tolerante. Es como los mapuches.
¿Por qué?
-Se les dan fondos estatales para el arte o asistencia, pero se los asesina en la Araucanía. Tener una identidad es un modo de tener un contrato con el poder. Alguien peligroso hoy es quien no tiene identidad, no sabemos cuál es su género, ni quien es su familia, ni donde trabaja ni en lo que cree. Es la paranoia del terrorismo. Todo aquel que nos es extraño es peligroso. De hecho, los autodenominados disidentes sexuales no son más que gays culposos que aman lo que dicen odiar, como, por ejemplo, la academia y el poder.
¿Dónde y cómo uno se sentiría entonces identificado con sus pares?
-A mí no me gusta el ghetto. El gay quiere una ciudad gay, una nación gay o un mundo gay. Yo prefiero ir a una disco donde hayan heteros, gays, bi, trans. Me gusta convivencia.
¿Qué piensas de los movimientos gays, como Iguales o Movilh?
-Me parece que en Iguales, cinco abogados colas han hecho mucho más que cien mil colas desfilando.
¿No participas de marchas como la del Orgullo Gay?
-No. Apoyo la causa, pero no siento orgullo de ser gay, ni orgullo de ser macho, ni de ser mujer, ni de ser madre. Toda esa cuestión de orgullo de ser algo, me da un poco de nervio.
¿Estás a favor del matrimonio homosexual?
-Sí. Es un derecho ciudadano, civil, que debiera ser igual para todos.
¿Y de la adopción?
-Estoy de acuerdo. Apelando a lo más ordinario que es la cuestión del amor, hay tanta gente que puede darle amor a niños o bebés y que se lo nieguen por su orientación sexual, me parece que es poco empático y de una falta de amor inmensa. Cuando Ossandón responde que es mejor que un niño siga esperando en el Sename, antes que sea adoptado por dos mujeres, eso es no tener ninguna empatía.
¿Te interesa la política?
-Siempre digo que no soy ni de derecha ni de izquierda. Cuando respondes eso, piensan que uno es de derecha. En mi caso, tengo muchas críticas a la izquierda y cuatrocientas más a la derecha.
¿Cuáles son tus críticas?
-Ser de izquierda, de algún modo, es estar a favor de muchas cosas que no te parecen, como Cuba y Venezuela, donde la homofobia, por ejemplo, es atroz y esto te lo digo en carne propia. Me considero antifascista, tanto de allá como de acá. Cualquier persona que se sienta del club de los buenos y que los otros son malos sólo porque no piensa como tú es un fascista. Veganos, feministas, jipis, mariguaneros, etc. Fui a marchas contra Pinochet cuando niño, en mi casa se apoyó el No, nunca le compramos a los gobiernos de la DC y sí le creímos a Bachelet y Lagos, pero fue más de lo mismo. Estuve con Bachelet en La Moneda en la premiación del Neruda Iberoamericano de Zurita. Le conté que me querían rematar la casa los del Consejo de Cultura por un atraso en un proyecto. Se horrorizó. Me cayó bien por eso, aunque luego nadie hizo nada y sigo con el mismo problema. No es una mala persona, pero creo que está rodeada de una corte de garrapatas, sátrapas y lampreas.
Algo que no te pregunté antes: ¿por qué el título “Buenas noches luciérnagas”?
-Es el tercer título que le puse al libro. El anterior era Teoría del duelo, pero se parecía mucho a Teoría de la noche de María Moreno y a Teoría del miedo de Panero y me iban a decir que era copión. El primero era Un libro raro, y aquí fue Zurita quien me dijo que el libro no era raro y tenía razón, no era raro para mí porque era mi vida, lo que hablé y pensé en mis veintitantos. Era una imagen mía en pelotas. Me interesa la desnudez como un modo de conocerse, reconocerse y desconocerse. Algo pasa ahí con el cuerpo, los cuerpos. En torno a eso mismo, a la idea de la luz y la oscuridad, lo decible y lo secreto, apareció un texto que está en el libro que habla sobre las luciérnagas, esos bichos repugnantes de día que al anochecer se convierten en la única forma de vida que le hace peso a las estrellas. Es probable que sea como una imagen del poeta, de la poesía misma, la escritura, el deseo, no sé. Luego uno ya piensa en los referentes, citas, diálogos y el título es la imagen de portada de ese hombre montado en un “satélite ebrio” hablando con las estrellas del cosmos. Es quien las saluda, o de alguna forma, se despide.
BUENAS NOCHES LUCIÉRNAGAS
Héctor Hernández Montecinos
RIL Editores- Ærea, 2017, 428 páginas.