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Opinión

16 de Enero de 2018

Columna de Patricio Fernández: ¡Llegó el papa!

Hay que tomarse la cosa muy en serio para pasar un día de enero al sol esperando que hable un cura. Este, además, no se caracteriza por sus piezas de oratoria. No es como Girólamo Savonarola que embrujaba a las damas florentinas al interior del Duomo, obligándolas a entregar sus joyas y sus cosméticos. Pero nunca se sabe. Cuando la arrogancia llega a su cima es que seducen los discursos simplones y los buenos deseos. A mí me aburren aunque tengan razón. Me gustaba Benedicto XVI. Prefiero al filósofo que al peronista. Lo único que me merece cierta curiosidad es lo que pase en Temuco.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Recuerdo muy bien la visita de Juan Pablo II en abril de 1987. Comenzaba mi último año de colegio. Yo era un joven cristiano de izquierda, de esos que viven bien pero buscan la compañía de los que viven mal. Me la pasaba en las poblaciones, recolectando frutas y verduras descompuestas que resucitaban en la olla común. En esa época, bastaba ir al Paseo Ahumada y aplaudir para que se armara una protesta. “¡Y va caer!”, ¡”Y va caer!” El Papa se reunió con los pobladores en La Bandera. Tomó el micrófono una mujer y le dijo: “Vengo a contarle de nuestras penas y pocas alegrías. Somos madres y esposas que buscamos el bien de nuestras familias, pero esto que parece tan sencillo, es bien difícil para nosotras. Por la cesantía y los bajos sueldos, queremos una vida digna para todos, sin dictadura. Por lo mismo vamos a visitar a los presos políticos y a los torturados, pedimos que se haga justicia y que vuelvan los exiliados”. Entrevistada 30 años después, Luisa Rivera asegura: “ahora no hay balas, pero hay droga”. Entonces todos querían contarle al Papa lo que estaba sucediendo, se le mandaron montones de cartas muy sentidas que narraban las distintas aristas de una misma tragedia. Cartas de pueblerinos subyugados a un personaje primermundista. Como a Chile no venían extranjeros y las noticias del mundo había que verlas en el cine con 50 años de retardo (El Mundo al Instante), la visita de Juan Pablo II fue un suceso inmenso. Eran tiempos de mucho sufrimiento, pero también de mucha fe. El Estadio Nacional se llenó de jóvenes vírgenes que cuando Wojtila les preguntó si rechazaban el ídolo del sexo, respondieron “no”. Aquí no queríamos prohibiciones, queríamos permisos. Ya ni los paranoicos le temen a la policía secreta. Ahora hay montones de conciertos todas las semanas, cualquier cantidad de cosas que ver además de un Santo Padre. Hay que tomarse la cosa muy en serio para pasar un día de enero al sol esperando que hable un cura. Este, además, no se caracteriza por sus piezas de oratoria. No es como Girólamo Savonarola que embrujaba a las damas florentinas al interior del Duomo, obligándolas a entregar sus joyas y sus cosméticos. Pero nunca se sabe. Cuando la arrogancia llega a su cima es que seducen los discursos simplones y los buenos deseos. A mí me aburren aunque tengan razón. Me gustaba Benedicto XVI. Prefiero al filósofo que al peronista. Lo único que me merece cierta curiosidad es lo que pase en Temuco. De ninguna manera será, sin embargo, como en el Parque O`Higgins el 87. Hasta Juan Pablo II estuvo a punto de desmayarse por las lacrimógenas. La pelea comenzó a palos y al poco rato se convirtió en batalla campal, con tanquetas, zorrillos y guanacos. Diría que cumplimos nuestro objetivo: el papa se fue de Chile sabiendo que estaba la grande. Hoy llega a un país que tiene mucho más y cree mucho menos. La televisión lo sigue sin descanso, aunque parece que no ha tenido buen raiting. Algunos le llaman “Tiempos mejores”.

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