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Opinión

15 de Marzo de 2018

Columna de Constanza Michelson: Un amor fantástico

“Gracias a Dani Vega están hablando sobre nosotras” dice Diego con cierta ambivalencia. A Diego hay algo de este entusiasmo que no la convence del todo. “Dicen que una Mujer Fantástica es una historia de amor. Pero no. Eso es suponer que existe un amor universal, despolitizado, y no es así, no da lo mismo […]

Constanza Michelson
Constanza Michelson
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“Gracias a Dani Vega están hablando sobre nosotras” dice Diego con cierta ambivalencia. A Diego hay algo de este entusiasmo que no la convence del todo. “Dicen que una Mujer Fantástica es una historia de amor. Pero no. Eso es suponer que existe un amor universal, despolitizado, y no es así, no da lo mismo que sea un amor trans. Para nosotras el amor es esquivo”. Alega que en la película ganadora del Oscar, aparece un amor fantástico, excepcional, “generalmente para esos hombres somos un fetiche, quedamos en el patio trasero”.

Dentro de las carencias de las subjetividades trans, precisamente es el amor una que está especialmente invisibilizada. “Es como si el amor no fuera para nosotras, y debemos conformarnos con la soledad”. Explica que la exclusión del amor en las trans femeninas, se debe a que para los hombres cis, ellas siempre terminan siendo reducidas a lo masculino. “Si en la disco bailo con un tipo hetero, rápidamente llegan sus amigos a salvarlo, para los hombres es muy amenazante estar con una, el deseo no basta para atreverse más allá en una relación”. Rechazo que para muchas va fijando su destino al lugar de consumo sexual.

Ella no ha intervenido su cuerpo y mantiene su nombre de nacimiento. Está conforme con su cuerpo, aunque reconoce una relación matizada con su genitalidad: no tiene problemas con su imagen corporal, aunque en la cama prefiere que su pene no tome protagonismo. Se resiste a cumplir con una imagen estereotipada para demostrar su sentirse mujer. Resistencia que no es sin consecuencias, porque ello le suma dificultades a sus posibilidades en el campo amoroso.
Sin embargo, Diego se trata a sí misma con amabilidad. Lo que en su caso es una cuestión política antes que espontánea. Siempre se ha sentido igual, lo que ha ido cambiando en el tiempo es cómo vive ese sentir y cómo lo expresa con otros, “antes tenía menos categorías con las cuales nombrarme, podía ser hombre, mujer o gay, pero no me identificaba a ninguna”. Que lo trans como categoría hoy tenga alguna dignidad en la cultura, ha dado la posibilidad de que Diego entonces, sea generosa consigo misma.

Algunos alegan que la Mujer fantástica retrata un imaginario higienizado de lo trans. Y es cierto que la moral de inclusión puede ser tramposa, cuando la aceptación del otro pasa por volverse como nosotros. Es decir, cuando la diferencia es domesticada para no ser amenazante. Pero también es cierto, que el gesto político de una película como esta, es sacar de los estereotipos que proscriben a ciertos cuerpos a la marginalidad. Los libera del universo en el que están secuestrados, sin palabras amables en las cuales representarse. Como relata Diego, a ellas les falta incluso la posibilidad de soñar con el amor, aceptando entonces el lugar de basurero pulsional de la cultura.

El Pejesapo, la película de José Luis Sepúlveda, es quizá el reverso de la Mujer Fantástica. No estetiza a las minorías, sino que habla de quienes quedaron del otro lado del río de la cultura. Ésta no es una historia más sobre la pobreza, sino que pone en escena una cualidad de los cuerpos al margen: el exceso de carne cruda. En El Pejesapo se filma lo que no debería verse (para algunos no es ni siquiera una película). En ella se profana el cuerpo concebido por la cultura, ese que evita la muerte y erotiza el sexo.

Si la película violenta es porque revela una manera descarnada, con que ciertos cuerpos se despedazan y gozan – cosas que a veces cuesta distinguir – sin piedad. Sin la piedad que otorga el velo que la cultura brinda para cubrir la carne humana. Para un pejesapo no hay categorías amables para pensarse a sí mismo, quedando librado al exceso.

Un pejesapo no tiene un lugar donde alojarse en la cultura. Aun cuando se les otorgue techo y comida – lugares que generalmente rechazan – no tienen como alojarse simbólicamente más que en algún margen. En los llamados no lugares, en la noche de la ciudad.

Algunos ciudadanos transitan a ese otro lado del río, como dice Diego, ahí habita el patio trasero pulsional de algunos. Otros también se mudan para allá, porque encuentran más comprensión en la periferia.
A veces son los pejesapos los que vienen a la ciudad e incomodan. Seguramente saben que incomodan y juegan con el buen ciudadano, lo ponen nervioso, se acercan demasiado. Develando, incluso en el sujeto bienpensante y de buen corazón, ese racismo que habita en todos: cuando el otro no coincide con el imaginario construido para asimilar a los cuerpos periféricos. Cuando las minorías o los cuerpos vulnerables coinciden más con un pejesapo que con una mujer fantástica.

Y cada tanto nos escandalizamos con sus destinos malditos, por ejemplo, cuando sabemos de alguna vulneración grave, una muerte violenta, un abuso brutal, nos horrorizamos para luego olvidar. No podría ser de otro modo. El horror no se puede soportar demasiado porque desgarra la realidad. Luego de ver lo que no se puede ver, tenemos que volver a velar con la vida cotidiana.

Quizá el abandono de los lugares más impensados – los que la razón nos dice que debiesen ser los menos postergados – como la infancia institucionalizada, es porque aquella infancia no es la del imaginario de la inocencia. Es muchas veces la de la carne cruda. Niños a quienes, como al pejesapo, se les puso el corazón duro, y no tal vez no sepamos cómo actuar frente a ello. Niños que han caído en una desgracia demasiado grande, el desamor absoluto desde la cultura. Y como dice Simone Weil, quien ha caído en una desgracia mayor, coloca al ser humano por debajo de la piedad: asco, horror y desprecio. Quizás, digo que sólo quizás, sea esto lo que hace que se repita la negligencia y la vulneración en lugares como el Sename, sin que entendamos porqué sigue sucediendo. Como una inercia mortífera más allá de todas las buenas intenciones de la agenda emocional de la ciudad.

Supongo que la inclusión sí pasa por el gesto político de la Mujer Fantástica: darle orgullo a una identidad que por mucho ha estado en el reverso del río. Pero como en toda política, suelen asimilarse primero los antagonismos que dejan de ser una amenaza. Quedando aún muchos cuerpos que no caben en el imaginario amoroso, que no se aman ni se lloran. Que son, parafraseando a Marguerite Duras, como el perro muerto en la playa, a pleno mediodía, un agujero de carne. Tan visibles pero imposibles de mirar al mismo tiempo, porque no hay palabras para representar su diferencia.

No sé muy bien qué es el amor, pero alguien me dijo que era poner atención al otro. Validar sus palabras, antes que hablar por él y definirlo de antemano. Dar lugar para que el otro exista, podría ser una definición del amor. Dar no lo que se tiene ni lo que se sabe, sino que espacio para que el otro se piense a sí mismo. Que al final es la única posibilidad de vaciarse del exceso de impulso – generalmente de muerte – de quien sólo puede vivirse como carne cruda, sin acceso a la palabra. Como Diego. Ella que puede hoy hacer algo con ese sentir que alguna vez le fue extranjero y que pudo haber sido una condena a muerte.

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