Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Cultura

31 de Marzo de 2018

Me enamoré de un narco

El periodista y escritor mexicano Javier Valdez Cárdenas vivía en Culiacán, la capital del Estado de Sinaloa, una zona gobernada por el narcotráfico y el crimen organizado. En el semanario Ríodoce, que él mismo fundó, publicaba periódicamente crónicas escalofriantes sobre la vida cotidiana bajo el imperio narco. Historias de niños embobados con pistolas, de jóvenes que vestían Versace y andaban armados hasta los dientes en sus Hammer del año, de diputados y policías al servicio de la mafia, y de mujeres que se metieron en el mundo de los capos, buscando el glamour y salir de la pobreza. Malayerba (Primera Edición 2016), que acaba de llegar a librerías chilenas, es también el libro de lo que significa morir bajo el narco: ahí, Valdez Cárdenas predice su muerte. Un año después, en mayo de 2017, fue asesinado a tiros camino a su oficina

Por

BUSCO NARCO

Mujer sola. Guapa y joven. Simpática, agradable y jaladora. Con apenas un inconveniente: sus dos hijos.
Así parece decir ella, con esa mirada esperanzadora. Sus ojos no ven la luz del otro lado del túnel oscuro y patético: una soledad que parece devorarse sus mejores años, a sus treintaitantos, y una rutina más terca que los días nublados y las equipatas de diciembre y enero.

Y sí, es una mujer indudablemente guapa. Alta y morena, pelo lacio. Molde de la mujer culichi: generoso patio trasero, unos cerritos frontales 34-b, y ese andar que parece ofrecer sus caderas desde la otra acera.
Pero sola. Muy sola. Y sin lana. Sus dos hijos son más que su única compañía. Los gastos de la escuela, la ropa y alimentación le recuerdan que no le alcanza el dinero que gana vendiendo joyería. Y que por lo tanto necesita quién le ayude a mantenerlos.

Ella se reparte entre ese trabajo que la lleva a buscar a sus clientes a sus negocios, trabajos y casas, y la atención a los niños, sus tareas y necesidades. Pagar para que se los cuiden y los recojan de la escuela no ha sido mala idea. Pero cuesta.

Eso la ha llevado a comentarles a sus amigos. A insistirles, machacarles a sus amigas, clientes y otros conocidos: me urge un narco, de esos que son generosos, no importa que tenga esposa, para que esté conmigo y me mantenga.
Quiero uno que no esté muy viejo. Que me financie viajes a las playas del país y al extranjero. Que me lleve de compras a jiuston y me dé para los niños. Que me tenga una camioneta del año en la cochera y me envíe gigantescos arreglos florales en mi cumpleaños.

De esos que sueltan la lana. Que dejan los bultos de billetes en las bolsas de la ropa que regalan. Que sea buena onda. Y que la vea de vez en cuando, no le hace.

Era su cuento eterno, de hadas. Me urge un narco. Ya parecía que lo ponía en la televisión, en los servicios sociales de canal tres. O en los anuncios clasificados de los periódicos locales: se solicita un narco, buena presentación, buen billete, buena onda. Informes…

Fue tal su insistencia que un día el pez gordo picó, mordió el anzuelo. Se lo presentaron en una fiesta. Ambos sabían del encuentro y ninguno perdió la oportunidad: salieron de ahí juntos y nada se supo de ellos hasta el día siguiente.
El motel les había sentado bien. Las sonrisas de sandía marcaban sus rostros. Ella contó a pocos los detalles de la noche aquella. Pero el saldo todavía era flaco: un fajo de billetes en el pantalón, dos orgasmos y la promesa de que se volverían a ver.

Le mandó flores aquel 14 de febrero. Un ramo que apenas cupo por la puerta. Muchas promesas de días de fiesta y viajes, carros, casas y un nuevo teléfono celular. Él sabía de la necesidad de ella y la quería explotar.

Siguieron a este encuentro los mensajes por teléfono celular y una que otra llamada. Y luego ni eso. Fuego fatuo.
Miró a sus hijos de vuelta, en medio de sus actitudes demandantes. Lo mismo: escuela, ropa, comida y regalos de cumpleaños. Pero no quería verlos como un lastre. Nada estaba resuelto. Una noche motelera no era para ella. Además duraba muy poco.

Y de nuevo sola, solicitante de narcos: uno, uno nada más, que la saque de aquí y la lleve allende las fronteras. A jiuston. Nada más.

RUDA Y BRILLANTE
Apenas faltaba un mes para que terminara la secundaria. A sus dieciséis años acumulaba tantos dieces en su boleta que se dio su lujo: desaparecer de la escuela y huir con ese señor que tanto la invitaba a salir.

Nadie supo a dónde. Sus padres estaban preocupados y sus amigos desconcertados. ¿Cómo era posible que esa niña, acaso una púber, se fuera así nomás, con aquel buchón que tanto la rondaba?

Era una estudiante de buenas calificaciones. Ocurrente y aventada. Su tez era morena clara, pero su estatura y esas formas emergentes en su cuerpo la hacían lucir de dieciocho o quizá veinte. Coqueta e irreverente, se tuteaba con el conserje, el prefecto y el director. Y jugaba igual al fútbol que a la chinchilegua.

Popular, simpática, responsable con las tareas. Participativa en clase y muy formal a la hora de tratar temas de importancia y seriedad frente a sus compañeros, padres y amigos. Todo un caso.

Pero igualmente ambiciosa. Coqueta cuando algo frente a ella brillaba: el oro, las pulseras, las joyas, los diamantes y el dinero. Coqueta y con pretensiones si a unos cuantos metros estaba un auto de lujo, un paseo en limusina por el malecón o esa cara ropa de moda.

Su pata de palo. La codicia la traicionaba. O más bien le ganaba: ésa era ella, una buena parte de su forma de ser, la que hacía mayoría a la hora de tomar las decisiones más importantes.

Qué clases, qué secundaria, qué familia ni qué nada. Vámonos, le contestó a él, afuera de la secundaria. La noticia se esparció como si fuera una fatalidad. Todos supieron de qué se trataba, pero no conocían mucho de él: era un narco, un buchón, anda en una cheroqui y siempre enfierrado.

Y todos a coro se preguntaron ¿pero cómo?, si era casi una niña, con tan buenas calificaciones y tan bien portada en la escuela, tan inteligente y tan simpática y tan…

Los preparativos de la graduación avanzaban con rapidez. El glamour de la ceremonia, de esos vestidos. Y todo sin ella.

Sus padres la buscaron. Denunciaron la desaparición a la policía. Las investigaciones no avanzaron mucho. No era rapto ni secuestro. No la habían forzado. Era menor de edad, sí, pero también era su voluntad.

Un mes exacto. Y apareció. Se presentó ante el director y fue un grato reencuentro, a pesar de que no había pasado mucho tiempo.

Le contó casi todo: de repente estaba en la ciudad y su viejo, con quien vivía, le llamaba en cualquier momento para avisarle que la esperaba una avioneta y que tenía que abordarla, aunque no supiera a dónde se dirigía.
Podía estar en cualquier lugar de Estados Unidos y al otro día en Guadalajara o la Ciudad de México. Cuatro pistoleros la resguardaban y una camioneta de lujo, aparentemente blindada, la esperaba en el estacionamiento.
Traía un pantalón de mezclilla. Le cubría la blusa ínfima una especie de gabardina. Zapatillas y un singular sombrero lucían en sus dos extremos. Le explicó al director que quería el certificado de secundaria. Alcanzó un promedio de ocho, pese a la ausencia.

No hay problema. Y se lo entregaron. Ella abrió la gabardina y asomaron en ambos costados dos pistolas. Sacó de la sobaquera izquierda una cuarentaicinco. Es para usted, profe. De una bolsa del pantalón empuñó dos cargadores. Abastecidos. Límpiela de vez en cuando. Y úsela… cuando se ofrezca. Dio la media vuelta y salió de la oficina como si estuviera en una pasarela. Qué contoneo. Qué pistolón.

LA ENFERMERA
La vida en ese maletín de enfermera. Nada qué ver con los tiempos en que cachaba los ladrillos de cocaína que le aventaban sus vecinos cuando huían de los federales, brincando bardas y aplastando el acelerador.
Pero ella nunca se zafó del negocio. Nunca porque no estuvo dentro. Querían que guardara paquetes, que los transportara, que vendiera. Pero ella siempre se negó. Sólo participó cuando le aventaban los ladrillos y fue solidaria.
Pasaban los federales en chinga. Pistola en mano. Jadeantes y bofeados, cuando correteaban a los narcos vecinos. O desesperados, en el interior de esos carros largos que parecían lanchas.

Ella sentada en la cochera de su casa, en el patio frontal. Los vecinos pasaban corriendo, hechos la mocha. Le aventaban el paquete. Ai te encargo, morra. Y se pelaban. Al ratito llegaban los federales, desconcertados e impotentes.

Oiga, señorita. No ha visto pasar por aquí a unos muchachos. Iban vestidos así. De pelo largo, mediana estatura. Así, morenos. Uno de ellos gordo y el otro esbelto.

Y siempre les contestaba que sí. Sí, sí, claro. Pasaron corriendo y agarraron pallá. Eran dos. Acaban de pasar y andaban como desesperados. Se fueron por esa calle y dieron vuelta en la esquina. Y no traían algo en la mano, preguntaban insistentes los policías.

Y ella les decía que no se había fijado, porque todo había pasado muy rápido. Pero que sí, que eran ellos.
Algunas veces los alcanzaban. La mayoría no. Cuando daban con ellos, calles abajo, era porque ya no traían el cuerpo del delito entre sus manos: todo lo habían tirado en el camino, en los patios de los vecinos, en las cocheras del vecindario.

Se los llevaban en sus carros. Pero siempre volvieron al barrio. Y siempre volvieron con ella, por la mercancía. Ella se encabronaba. Ya me tienen hasta la madre, les dijo cientos, miles de veces.

La Chepa es morena y mediana. No es bonita, pero se impone. Su carácter pesa en esa mirada de ojos cafés y altaneros. Y esa voz de bocina ratson, medio chillona y de mando.

Mira, cabrón. Que sea la última vez. La próxima me vas a dar broncas. Y voy a tener qué decirle a los federales quién eres y dónde vives. Porque luego me agarran a mí con el paquete y no creas que me voy a quedar callada. Yo no quiero broncas.

Llegó a negarles el ladrillo. Cómo apesta esta madre, pero no te lo voy a regresar. Eran sus conocidos de la infancia, los que tenían prisa en su carrera por vivir y por tener dinero. Y no le hacían nada. Sabían que al final se los regresaba.

El mismo que la invitaba le puso la pistola en la cabeza. Ándale pues, cabrón. Jálale, pero jálale. Tenía el cañón de la trescientosochenta enfriándole la sien derecha. Hasta que se reía de ellos y de ella. Y le retiraban la pistola.

Ta bueno. Y les entregaba la coca. Pero que sea la última vez. Y esa última llegó. El jefe de la pandilla se fue a Tijuana. La invitó: no, no le hago, prefiero seguir viviendo tranquila, sin tener qué correr ni esconderme, y además quiero estudiar para enfermera.

Ahora trae ese maletín blanco, igual que su uniforme. De tarde y noche acude al hospital, al área de oftalmología. De mañana vende medicina energizante, de esa que estimula la memoria y sacude las hormonas. Ella no trae mucha lana. Ando perreando, dice. Ella trae su vida en ese maletín. Él, aquel capito de vecindario, fue ejecutado en una «peliculesca» persecución. Eso dicen sus amigos.

(lectura portada libro)
MALAYERBA: LA VIDA BAJO EL NARCO
Javier Valdez Cárdenas
Editorial Jüs, 2017, 198 páginas.

Notas relacionadas