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Opinión

8 de Junio de 2018

Columna de Cristóbal Bellolio: Piñera, la derecha y el feminismo

“Será interesante observar cuál será el camino que tomará la vanguardia del movimiento: amplitud de convocatoria a costa de intensidad política, o intensidad política a costa de amplitud de convocatoria”.

Cristóbal Bellolio
Cristóbal Bellolio
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“No sé lo que significa feminismo”, reconoció con inusual sinceridad el presidente Sebastián Piñera hace algunos días. Luego matizó, agregando que “si significa creer en igualdad de derechos, deberes y dignidad entre hombres y mujeres”, entonces sí calificaría de feminista. Esa sería, en sus palabras, “una aspiración de todos los hombres y mujeres de buena voluntad”. La respuesta a la pregunta de si acaso Piñera es feminista es también la respuesta a la pregunta de si acaso la derecha puede ser considerada feminista. Aunque parezca una cuestión de etiquetas, no es un asunto menor. Si la respuesta es afirmativa, entonces el gobierno de Piñera no es el adversario de la ‘ola feminista’. Si la respuesta es negativa, entonces la vanguardia del movimiento insistirá en antagonizar con La Moneda.

El feminismo chileno se encuentra en la misma encrucijada que enfrentan muchos movimientos sociales: si opta por ampliarse a todos los sectores políticos, gana en convocatoria pero probablemente pierde en profundidad ideológica. Si opta por intensificar su identidad política, gana en densidad pero probablemente excluye parte de su base de apoyo.

Si todos caben -incluyendo a Isabel Plá, Cecilia Morel, Cathy Barriga, Ximena Ossandón y eventualmente hasta Pilar Molina-, entonces el feminismo se vuelve moneda corriente. Cualquier discurso que busque promover la situación de las mujeres bastaría para ganarse el apelativo. Es la crítica que hace Jessa Crispin en su reciente “Why I Am Not a Feminist”. No es que Crispin le tenga miedo al término para no asustar a los hombres. Al revés: cree que el término se ha vuelto inofensivo y banal. Su universalización le ha quitado dientes. Y sin dientes, es inútil. En Chile, una crítica similar hizo Laura Quintana a propósito de la portada de una revista de mujeres donde aparecen cinco hombres de tacón: cuidado con el feminismo pop, ligero y buena onda. Es fácil de digerir pero es escasamente transformador.

La otra opción es profundizar el vínculo entre feminismo y socialismo. Varias dirigentas ya lo están haciendo. “Una mujer con conciencia feminista, muy probablemente es anticapitalista”, señaló la diputada comunista Karol Cariola en un panel televisivo. En esta lectura, la lucha por derrocar la estructura de subordinación de clase —amparada por el capitalismo— sería inseparable de la lucha por derrocar la estructura de subordinación de género —promovida por el patriarcado—. Simone de Beauvoir y Kate Millett habrían estado de acuerdo. La misma idea expusieron Francisca Millán y Daniela Carvacho -ambas de Revolución Democrática- en una reciente columna: rechazan la tesis de que todas caben en el movimiento por el hecho de haber sufrido alguna vez la violencia machista, y en cambio favorecen un feminismo radical que apunte a desmontar el modelo en todas sus dimensiones. Concluyen que la derecha no puede, en consecuencia, llamarse feminista —mucho menos después de haberse opuesto al divorcio, la píldora y el aborto en tres causales, entre otras—. El feminismo, rematan, no es un “mujerismo vacío”. En ese sentido, no les sirve la retórica de emparejar la cancha para que hombres y mujeres compitan en igualdad de condiciones, pues en dicho esquema los ganadores siempre impondrán su peso sobre los perdedores, cualquiera sea el género. Es la filosofía de Daenerys Targaryen: todos compiten por ser el rayo de la rueda que desde arriba aplasta a los demás; lo que hay que hacer el romper la rueda. Es también la crítica que hizo en su momento la teórica neo-marxista Nancy Fraser contra la narrativa del empoderamiento femenino. Según Fraser, el feminismo de segunda generación inadvertidamente terminó aliándose con la lógica neoliberal, promoviendo un modelo de mujeres fuertes dedicadas al emprendimiento y la promoción de sus carreras individuales. Siempre fue una posibilidad, reconoce Fraser: o transformábamos el mundo en un paraíso donde la emancipación de género fuera de la mano con mayor participación democrática y solidaridad, o construíamos las bases de un nuevo liberalismo que entregara a hombres y mujeres la misma posibilidad de autonomía personal, mayor poder de elección y progreso meritocrático. Resultó lo segundo, se lamenta. La vanguardia ideológica del actual movimiento feminista chileno busca que esta vez no ocurra lo mismo.

Ahí radica uno de los mayores problemas de la derecha y del piñerismo para conectar con el movimiento feminista (uno de los problemas, porque sin duda hay otros tantos que se relacionan con la resistencia de los sectores conservadores para abandonar categorías esencialistas respecto del orden biológico ‘natural’). Porque Piñera no sólo cree que la narrativa que Fraser critica es legítima sino que es normativamente deseable. Será también un problema para aquella derecha incipientemente liberal —especialmente desde Evópoli— que busca conectarse con el legado feminista decimonónico de Stuart Mill y Mary Wollstonecraft. Este es un tipo de feminismo que inevitablemente entra en contradicción con el feminismo radical, al menos en la dimensión teórica. Ahora bien, los movimientos sociales y las teorías filosóficas que los inspiran pueden tratarse por separado. Pero será interesante observar cuál será el camino que tomará la vanguardia del movimiento: amplitud de convocatoria a costa de intensidad política, o intensidad política a costa de amplitud de convocatoria. Si es lo último, es muy posible que Piñera y la derecha queden fuera.

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