Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

4 de Julio de 2018

Primer denunciante del arzobispo Cox ante la Fiscalía: “Me pasaba la lengua por la cara”

El año 2002, Hernán Godoy Ángel se convirtió en la primera persona en hablar públicamente sobre los abusos cometidos por el arzobispo emérito de La Serena, Francisco José Cox. En ese entonces, en el Chile pre Karadima, Hernán sufrió burlas, humillaciones e, incluso, el maltrato de la prensa. “Era otros tiempos”, reflexiona hoy. El 19 de junio de este año, interpuso la primera denuncia ante Fiscalía en contra de Cox, por el delito de abuso sexual a un menor de edad. En exclusiva, Godoy contó a The Clinic detalles del desconocido episodio que vivió con el arzobispo, y expone por qué decidió poner fin a su prolongado silencio en tribunales: “Yo sé que a Cox no lo van a traer de Alemania, yo hago esto para que nadie más pase por lo que yo pasé”.

Benjamín Miranda y Jonás Romero
Benjamín Miranda y Jonás Romero
Por

Mi nombre es Hernán Florentino Godoy Ángel y tengo 45 años. Nací en La Serena en el sector de Las Compañías Bajo, un lugar que se podría calificar como popular. Crecí con mi mamá y mi abuela, en una familia muy católica y apegada a la Iglesia, de buenos valores. Por lo mismo, también crecí muy ligado a ella.

Parte de mis primeros recuerdos están relacionados con la vida en la Iglesia. A parte de asistir a misas, a los nueve años formé parte de Moani, un movimiento apostólico de niños dirigido por personas laicas. Jóvenes con buenos valores que organizaban juegos y dinámicas grupales para pequeños de nuestra edad. Me gustaba mucho participar en la Iglesia, hablar de Dios y sentirme parte de ese mundo.

El paso natural era convertirse en acólito, algo que hice cuando estaban los Salesianos en la Iglesia de Las Compañías, a los 12 años. Ahí, por ejemplo, compartí con Ricardo Ezzati cuando era sólo un pastor.

Conocí a Francisco José Cox a los 13 años. Por motivo del aniversario de mi colegio, se hizo una misa de campaña a la que fue invitado. Recuerdo el alboroto que se provocó a su alrededor. Entre tanto cura amargado y serio, él parecía distinto: un viejo lindo, a la pinta, amoroso incluso. Un viejo que jugaba con nosotros.

Luego de la misa con Cox, él nos invitó a que fuéramos a verlo al Arzobispado, en el centro de la ciudad. Con un grupo de amigos fuimos caminando. Cuando llegamos, él nos tenía un mesón gigante lleno de cosas ricas para tomar la once.
Estábamos encantados. En esos años, a mediados de los 80’, en nuestras casas con suerte teníamos mantequilla para echarle al pan. Para nosotros, eso era un banquete.

Cuando nos sentamos, antes de comer, pasó tomándonos y dándonos un beso con lengua a cada uno.

“Yo soy Papelucho”

Luego del episodio de la once, seguimos frecuentando el Arzobispado para ver a Cox. Era el año 1985, y él figuraba como arzobispo coadjutor, es decir, el futuro reemplazante de Bernardino Piñera.

En un comienzo, los besos en la boca no nos parecieron extraños, porque venían de alguien muy grande, de un pastor que nos parecía lo mejor. Incluso, la cosa fue escalando hasta las palmadas en el trasero. Después de las visitas solía irnos a dejar en una camioneta Chevrolet color celeste. Él manejaba y nosotros nos subíamos atrás, afirmándonos de unas barandas.

Esto siguió por algunos meses. Un día, me dio plata para que fuera a comprar dulces. A mitad de camino me devolví a su oficina y, cuando entré, lo pillé con un muchacho. Estaban métele besos en el escritorio, abrazados. Cox estaba con la camisa abierta y tocando al niño. Yo me hice hacia atrás y cerré la puerta, pero supe que me había visto.

Es algo difícil de explicar, pero lo primero que me afectó fue la vergüenza de haberlos pillado. Como niño me sentí mal por haber entrado imprudentemente y haberlos visto, y por eso me alejé. Decidí no ir más.

Al poco tiempo, Cox comenzó a enviarme cartas. Que por qué había dejado de ir a verlo, que por qué no nos juntábamos y conversábamos. Después de un tiempo, acepté. Volví al Arzobispado con un grupo de niños.

Esa vez volvió a hacer una vieja costumbre que tenía: pegarnos un papel que decía “esclavo” en el pecho. Nosotros lo tomábamos como un juego. Antes de entrar a su oficina en el segundo piso, me lo pegó a mí.

Recuerdo que me di algunas vueltas por su escritorio, leyendo algunos de los ejemplares de Papelucho que Cox coleccionaba. Siempre nos contaba que Marcela Paz era su tía y que la historia de Papelucho estaba basada en su vida, que era una caricatura inspirada en él. “Este soy yo. Yo soy Papelucho”, decía.

Mientras el resto de los cabros estaban jugando a la pelota, nosotros estábamos solos adentro. Me pidió que me sentara en sus piernas, y yo le hice caso.

Comenzó a pasarme la lengua por la cara y yo sentí su respiración acelerada, cómo el hombre temblaba. Traté infructuosamente de zafar. Después de eso nunca más volví al Arzobispado. Por años, recibí cartas suyas para Navidad.

“A tu papá se lo violó el cura”

Muchas veces, mientras crecía, me topé con Cox en La Serena. Recuerdo que se acercaba, me pellizcaba por la espalda y me decía “cabro imbécil, malagradecido”. En ese entonces, siendo adolescente, aún le tenía mucho miedo.

El año 2002, estaba en mi trabajo cuando recibí una llamada. Era un periodista de Televisión Nacional, y quería saber lo que había vivido con Cox. Me sorprendí. A mis 30 años, sólo había hablado de lo sucedido en el Arzobispado con mis cercanos y con algunos jóvenes a quienes les advertí que no se acercaran a la Catedral.

Sin pensarlo, le largué todo. Todo lo que había vivido.

Hablé con todos los medios que me pidieron una entrevista. Yo caminaba y se me acercaban, me tomaban fotos desde los autos, no sé de dónde salía tanta gente.

Pero eso me trajo costos. Primero fueron las burlas en mi trabajo, en la calle, en mi barrio. Si no me gritaban, me dejaban papeles pegados en la reja de mi casa. “A vo’ te comió el Cox”, decían unos. “No hablís tanto, acuérdate que tenís familia”, decían otros.

Yo me había casado y a mi hija mayor, que entonces era muy pequeña, una profesora le preguntó: “¿a tu papá se lo violó el cura?”. Eran otros tiempos, un Chile muy distinto. Hoy a nadie se le ocurriría hablar así de un Murillo o Hamilton. Yo pagué el costo de haber hablado sin pensar en las consecuencias. Ahora pienso que fue un error.

Ese año tuve que renunciar a la empresa donde trabajaba y, al poco tiempo, terminé separándome. Es que no teníamos en dónde apoyarnos. Si hasta el día de hoy mi madre católica me pide que no hable estos temas en mi propia casa. En ese momento, ni yo ni mi pareja supimos cómo llevar esto.

Ya no tengo miedo

El año 2002, visité nuevamente el Arzobispado. Fue todo muy rápido. Luego de hablar con la prensa, el entonces arzobispo Manuel Donoso me recibió para hablar del caso Cox. Tuve que entrar corriendo para evitar el asedio de los periodistas y camarógrafos que me esperaban. Del encuentro, recuerdo algunas palabras de Donoso que me tranquilizaron.

Para ese entonces, la Conferencia Episcopal ya había comunicado la salida de Cox del país. Aún recuerdo parte del comunicado firmado por Francisco Javier Errázuriz y Ricardo Ezzati, entre otros. “No es nuestra intención emitir juicios sobre lo ocurrido en la intimidad de su conciencia”, dijeron, y citaron una frase del propio Cox: “Pido perdón por ese lado oscuro que hay en mí y que se opone al Evangelio”.

No volví a poner un pie en la Catedral hasta junio de este año. Luego de la visita del Papa y las publicaciones que comenzaron a circular acerca de Cox, decidí interponer una denuncia por abuso sexual en el Ministerio Público en su contra. Fui a la Fiscalía porque quise hacer las cosas bien. Me dije, “esta es mi oportunidad de limpiar esta mancha que llevo por tantos años”.

La sicóloga del Ministerio Público me dijo que me quedara tranquilo. Que el propio fiscal nacional, Jorge Abbott, había ordenado que estos casos se investigaran hasta el final. Cuando hice mi relato en Fiscalía recordé el olor asqueroso que Cox me dejó aquél día en su oficina, a cura encerrado y a baba.

Luego de realizar la denuncia, quedé en reunirme con el actual arzobispo René Rebolledo. Me acompañó uno de los voceros de los laicos de La Serena, Juan Rojas. Estaba nervioso.

A diferencia de la visita que hice en 2002, encontré todo muy silencioso. Esta vez no había periodistas.
Cuando entré, pude recordar muchas de las cosas que había visto siendo niño. Los pisos rojos donde jugábamos a resbalarnos, las barandas por las que nos deslizábamos desde el segundo piso, todo. Sentí angustia, pena, rabia. “¿Por qué estoy acá?”, me pregunté.

Yo sé que a Cox no lo van a traer, y eso lo tengo claro. Alguna cosa va a alegar, que está viejo, que tiene demencia. Pero yo hago esto para que nadie más pase por lo que yo pasé, y para que más personas se animen a contar lo que vivieron en La Serena.

Hoy, tengo una muy buena relación con mi expareja. Curiosamente, ella ha sido una de las personas que más me ha apoyado en todo esto, al igual que mis hijos. Hasta el día de hoy, mi madre no sabe lo que me ocurrió en el Arzobispado.

Ahora pienso que sí me gustaría tener a Cox de frente. Decirle que ya no tengo miedo y que tiene que pagar por lo que hizo. Recién ahora, 32 años después, me siento con las agallas para hacerlo.

Notas relacionadas

Deja tu comentario