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Nacional

4 de Enero de 2019

Mís líderes del 2018, por Alejandra Matus

Ximena Moraga La Ximena tiene 72 años y más vida que una liceana. Fue asistente social en consultorios de La Legua y allí la agarró el golpe. Se mudó al sur por un tiempo y a su regreso se incorporó a ginecología del Hospital Barros Luco, donde estuvo hasta el 2010 y vio y conoció […]

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Ximena Moraga

La Ximena tiene 72 años y más vida que una liceana. Fue asistente social en consultorios de La Legua y allí la agarró el golpe. Se mudó al sur por un tiempo y a su regreso se incorporó a ginecología del Hospital Barros Luco, donde estuvo hasta el 2010 y vio y conoció todas las penas, desgracias y miserias de las mujeres y niños chilenos.

Estuvo casada 25 años con un hombre que la hacía sufrir y que convirtió su vida en pesadilla, especialmente durante los últimos cinco años que estuvieron juntos. En ese tiempo, era una esclava de su marido y tenía que luchar para que él la dejara ir a sus ensayos, pues siempre ha sido folklorista. Con la autoestima por los suelos, se deprimió y hasta pensó en suicidarse. Un psiquiatra la puso en tratamiento y le recomendó que, a las infidelidades del marido, respondiera buscando también amantes. Cumplió el consejo, pero con poco entusiasmo, hasta que al fin se separó. Al tiempo, encontró una nueva pareja que la respeta y reconoce su derecho a hacer todo lo que quiera: baila flamenco y es acordeonista y bajista en el grupo Lemunantu de la Municipalidad de Santiago y en el taller de canto instrumental folklórico latinoamericano de la Caja de los Andes. Ha estado ya en más de veinte conjuntos y hasta clases de baile Rapa Nui ha tomado.

En el grupo de baile flamenco donde la conocí, es quien se preocupa de llevar el pisco sour para que se nos pasen los nervios antes de alguna presentación. Es el alma de nuestras fiestas y la que siempre nos regala los consejos más sabios, nuestra gurú. La admiro porque sabe vivir y transformar las penas en fiesta.

Don Rufino Manquecura Callupi:

Es mi vecino. Tiene 83 años y atiende un almacén sin nombre en la esquina de Santiago Concha con Sargento Aldea, al sur de Avenida Matta, en Santiago. Llegó al barrio en 1956. Por 40 años trabajó como panadero para un español y paralelamente instaló el almacén que también ha administrado por cuarenta años. Su patrón en la panadería lo quería tanto, que visitaba a su exempleado periódica y religiosamente en el almacén, hasta que murió.

Don Rufino se pone sombrero todos los días. Habla poco, pero tiene un letrero que destaca que nuestro barrio es patrimonial, que es una manera silente de decir que resistiremos a los malls y a las inmobiliarias hasta que se pueda. No es condescendiente con los clientes, ni fía, pero si a uno le faltan monedas para pagar la compra, te dice: “Después me lo trae”. Si no tiene lo que buscas, te recomienda otro almacén donde puedes encontrarlo.

Un joven haitiano le ayuda de vez en cuando y a él no le preocupa que algunos clientes se le espanten. No se le notan los dolores, pero los tiene. Una de sus hijas murió a los 11 años, “de un ataque cerebral”. Todavía la llora. Creo que es como podríamos ser todos, si supiéramos distinguir lo principal de lo secundario: no perfectos, pero lo suficientemente buenos.

Patricia Vigueras:

Conocí a la Paty en Iquique, cuando éramos pavas y pintábamos a mano poleras que decían: “Jesús te ama”. Bueno, después crecimos, pero ella creció más que yo y antes de que fuera noticia, comenzó a defender los derechos de las mujeres y de los pueblos originarios. Ella nació en la oficina salitrera Victoria, en el norte grande, y es hija de Gilberto Vigueras Arroyo y Silvia Cherres, destacados profesores normalistas pampinos, presidente y directora, respectivamente del coro de la Oficina Victoria por más de 30 años. Venían llegando a Iquique, tras el cierre de la oficina, cuando yo la conocí en el Liceo 11 de Iquique.

La Paty estudió enfermería en Concepción, mientras yo estudiaba periodismo en Santiago. Luego continuó un doctorado en Antropología médica en España y desde su fundación participa en la Red de Mujeres del Norte Grande, organización que reúne principalmente a dirigentes vecinales desde Arica hasta Calama, y donde conversan de sus problemas de género y ciudadanos. También participó en la fundación del equipo de trabajo e investigación en salud colectiva, ETISC, que reúne a profesionales de la salud y las ciencias sociales en un intento transdisciplinario por comprender el proceso de salud/enfermedad/atención desde diversas culturas, especialmente del mundo andino tarapaqueño. Por supuesto, cómo no, canta y compone. Participa como guitarrista en el grupo de rescate de las raíces y la música afrotarapaqueña Bandelé: “nacida fuera de casa”, con otras mujeres músicas y bailarinas. Y también, entre otras cosas, es académica en la Universidad Arturo Prat de Iquique y es madre de Luna (24 años) graduada de producción cinematográfica en la Escuela de Cine de Barcelona y Pablo (30), Antropólogo de la Universidad de Concepción. Háganse esa.

Ester Herrera, 37 años, una hija:

La conocí por casualidad, reporteando los casos de hijos arrebatados a sus madres en hospitales, en procesos de adopción ilegales, en dictadura y también en otras épocas. Me contó que era periodista de la Chile, pero en realidad ha estado casi siempre alejada de los medios. Hace siete años trabaja como encargada de comunicaciones internas de la subsecretaría del Ministerio de Obras Públicas.

Durante su adolescencia supo que era adoptada y mientras estudiaba periodismo, se dio cuenta de que el proceso había sido ilegal, pues en su certificado de parto aparecía el nombre de su madre adoptiva y no el de su madre biológica, como hubiera ocurrido en una adopción normal. Siempre pensó que su caso era único, hasta que en 2014 conoció a otras personas en la misma situación, tras la aparición en la prensa del reportaje de Ciper sobre las adopciones ilegales que facilitó el sacerdote Gerardo Joannon. Entonces comenzó una intensa búsqueda en redes sociales y se coordinó con otras personas con similares sospechas, quienes crearon la agrupación Hijos y Madres del Silencio. La agrupación que reúne a víctimas del tráfico de niños y de las adopciones irregulares en Chile y en el extranjero, tiene cerca de 5.400 miembros y 13 mil seguidores en Facebook, ha realizado 120 encuentros y logró que la Cámara de Diputados aprobara una comisión Investigadora sobre el tema. Pero Ester sigue buscando.

La admiro por esa manera callada de soportar la angustia y buscar respuestas, ayudando a otros. Hace unos años escribió una carta a su madre biológica en que le decía: “Mi imaginación siempre te recrea en el otoño del 81, sentada en el banco de un jardín acariciándome en tu vientre. ¿Y si no fue así? ¿Y si de verdad no me querías tener? ¿Y si nací producto de una relación pasajera o de una violación? No importa… estoy preparada para tu verdad, pero por favor no me la sigas ocultando más (…) No te asustes, sólo quiero mirarte a los ojos y descubrir una parte de mí en ellos”

Vicente Bárzana:

Es el protagonista de un reportaje que escribí para The Clinic en 2014, bajo el título: “Un héroe improbable”, en que contaba la historia de cómo este hombre, a quien presentaba como “el menos influyente de los ciudadanos”, logró llevar a juicio a un grupo de intocables oficiales de la Armada por torturas contra una mujer embarazada.

Vicente Laureano Bárzana Yutronic, compró en 2004 un ejemplar de la desaparecida revista Plan B, en que se contaba la historia de las horrendas torturas que sufrió Haydée Oberreuter. El abogado, que era considerado por sus compañeros de generación un fastidioso que podía sacar de sus casillas al abogado más comprometido con los derechos humanos, por sus insistentes visitas para proponer toda clase de presentaciones ante la justicia internacional, hizo lo que hacía todos los días: reclamar por la indiferencia de la justicia en Chile. Su método era presentar escritos que redactaba en una vieja máquina de escribir, con la ayuda de su esposa. Sus fundamentos eran impecables, pero por la forma, porque lo hacía a nombre de personas que ni siquiera conocía, tenían una probabilidad casi cercana a cero de ser atendidos. Salvo esa vez.

Sin que el denunciante lo supiera, su querella avanzó por los vericuetos de la justicia y llegó a Santiago, a manos del magistrado Alejandro Solís (otro señor que merece su monumento), quien dictó una emblemática condena por torturas contra los oficiales de la Armada que no solo torturaron a Haydée, sino que le abrieron el vientre con un corvo y le quitaron la vida a su guagua de cinco meses, Sebastián. En 2013, unos meses antes de escribir ese artículo, Haydée y yo visitamos a este ciudadano ejemplar para conocerlo y para contarle los milagros que había obrado su presentación, pero él no pareció reparar en los méritos de su obra. Había enviudado recién y extrañaba a su esposa. Este año volvimos para celebrar el quinto año de nuestro primer encuentro y allí seguía: a sus 79 años, solo, en el departamento interior en que vive en La Florida, atento a las noticias, con su Remington a mano por si alguna injusticia requiriera de su intervención.

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