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Opinión

2 de Mayo de 2019

Columna de Guillermo Pérez Ciudad: El viejo del saco

"El alcalde de Estación Central ha señalado que el municipio tiene un catastro que distingue entre las personas en situación de calle y aquellas que abusan del sistema y viven en carpa sin tener la necesidad de hacerlo. Sin embargo, ese límite parece demasiado difuso".

Guillermo Pérez Ciudad
Guillermo Pérez Ciudad
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Cuando éramos niños, a la mayoría nos metieron miedo con el viejo del saco. Que si nos portábamos mal o no nos comíamos toda la comida vendría a buscarnos este señor andrajoso para meternos en su bolso, llevarnos lejos y no volver nunca más. En cierta medida, todas las personas en situación de calle con las que me topé en la infancia se convirtieron un poco en él, como si cualquiera de ellos pudiera secuestrarme por pelear con mi hermana o robarle la colación a un compañero. Así, bajo esta extendida forma de disciplinar a los niños de los años 80’ y 90’ se revela una fuerte asociación entre indigencia y delincuencia, que parece tener efectos hasta hoy. Basta detenerse un momento en la discusión sobre las carpas que se han instalado en diferentes comunas de la capital para notar que algo de eso hay.

Un paréntesis. No piensen que esta columna busca sacralizar a los sectores desfavorecidos o provocar una especie de lástima. Les haríamos un flaco favor respondiendo una vez más con el gris y archirepetido asistencialismo. Extender esa lógica solo aumenta la distancia y asimetría en las relaciones, obstaculizando un encuentro genuino con el que sufre.

Ahora volvamos al asunto de las carpas. Hemos escuchado bastantes quejas al respecto, sobre todo de quienes aseguran que la gente que las ocupa se dedica a tomar y a drogarse, o que hacen sus necesidades a vista y paciencia de todo el mundo. Es muy probable que así sea. De hecho, un breve paseo por los bandejones centrales de la Alameda sirve para comprobar que las carpas acarrean problemas de convivencia, y dificultan la rutina de quienes transitan por esos lugares. Por lo mismo, algunos alcaldes han propuesto poner freno al fenómeno. El concejo municipal de Estación Central, por ejemplo, aprobó de forma unánime una ordenanza que los multa con hasta $241.000 pesos. Sin embargo, ¿esta medida va al fondo del asunto? O peor aún, ¿hasta qué punto una idea así borra las diferencias entre la persona en situación de calle y el delincuente? ¿No estaremos perpetuando la similitud entre el indigente y el viejo del saco?

Si bien los municipios no tienen las herramientas para resolver por sí solos temas tan complejos, intentar hacerlo a través de propuestas que criminalizan la vulnerabilidad no es el camino. El alcalde de Estación Central ha señalado que el municipio tiene un catastro que distingue entre las personas en situación de calle y aquellas que abusan del sistema y viven en carpa sin tener la necesidad de hacerlo. Sin embargo, ese límite parece demasiado difuso. Que una persona decida irse a vivir a una carpa teniendo un domicilio a su nombre puede ser también signo de marginalidad, de vínculos familiares rotos, o problemas mentales severos. En otras palabras, el factor material no es lo único relevante a la hora de observar la vulnerabilidad.

No se trata de mero buenismo, sino que de decisiones prácticas. Cuando la pobreza se equipara con la delincuencia, ambos fenómenos quedan reducidos a aquellos asuntos en los que se intersectan, provocando que muchas aristas relevantes sean excluidas de la agenda pública. Así, resulta muy sencillo concluir que el problema se agota en sacar las carpas, en multar al pobre o en romper la mercadería de los ambulantes, olvidando que la decisión de instalarse en la calle es un suceso más de toda una existencia marcada por la fragilidad. Lo mismo ocurre con el consumo de alcohol y drogas, que muchas veces es considerado el origen de la vulnerabilidad y no uno de sus efectos.

El año 2011, el gobierno hizo un estudio que revelaba la infancia de las personas en situación de calle. Entre los 8 y los 13 años, un gran porcentaje de ellos ya experimentaba dificultades con el alcohol, las drogas, el maltrato y la deserción escolar. El problema, entonces, no comienza ni termina en una carpa en la Alameda, o en una casa de cartones puesta a la ribera de un río. El abandono, la soledad y una vida de carencias puede ser igual o más doloroso que todo eso.

Por Guillermo Pérez Ciudad, investigador IES.

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