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Opinión

15 de Julio de 2019

Columna de Leonor Lovera: La más mujer

“No hay espacio para la hibridez de las identidades, adoptándose un discurso que apunta a la linealidad del yo y que imposibilita, por ejemplo, ver lo normado en alguien que se define como disidente y lo disruptivo en alguien que se considera conservador. Pero, al final, nadie es tan disidente, nadie es tan conservador, nadie es tan no binario, nadie es tan hétero, nadie es tan trans, nadie es tan mujer, nadie es tan bueno, nadie es tan inteligente, nadie es tan eso que dice ser”. Escribe la socióloga Leonor Lovera.

Leonor Lovera
Leonor Lovera
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Hace poco me llegaban críticas por estar heteronormada desde la mirada de ciertas personas que se identifican como disidentes, lo que hizo preguntarme si ¿se puede ser binaria?, en un contexto que empieza a tensionar la heteroromatividad, con justa razón, debido a la opresión y exclusión que crea en aquellos que no cumplen con el estereotipo de hombre o mujer, es decir, con el binarismo de género. En este escenario, se cuestionan los intentos de modificar el cuerpo en función de ciertos imaginarios que dictan cómo hay que lucir; se ubica en el lugar de regalonas del patriarcado a quienes aumentan sus senos o estereotipan su imagen; se genera la división entre corporalidades binarias y no binarias, centrándose la pelea, en ciertos espacios, sobre quién es la más monstruosa y la menos normada, donde unas parecieran estar más alienadas que las otras. Sin embargo, me pregunto si los postulados del filósofo queer y trans español, Paul Preciado, ¿pierden peso por habitar actualmente una masculinidad que podríamos denominar tradicional? Sería erróneo decir que da lo mismo ser binaria o no binaria, como si habitáramos un contexto neutral en el que cada elección fuese válida, cuando no lo es. Me parece que la vida se hace menos costosa, en algunos aspectos, cuando se habita una imagen leíble para los códigos culturales de cada sociedad, lo que no quiere decir que una propuesta sea más genuina que otra, o más verdadera por no adherirse a los cánones tradicionales.

Es cosa de ver el revuelo que generó en los programas de farándula el cambio de look de Tonka Tomicic porque, detrás de eso, se esconde la asociación resistente de que el pelo corto es para hombres. De lo contrario, la persona debe estar atravesando un mal momento, asociándolo a causas negativas, cuando lo único negativo para esas mentalidades es que Tonka ya no luce tan femenina, ya no luce tan mujer, ante una perspectiva conservadora y limitada. Por tanto, efectivamente hay, en términos sociales, propuestas más legítimas que otras, pero no más verdaderas, porque toda propuesta está atravesada por la cultura en algún punto.

Sin embargo, en los países occidentales prima la idea de lo genuino, siendo el ideal del cuerpo la naturalidad que, según la socióloga noruega Annick Prieur, es una idea en base a una ética protestante. De hecho, las iglesias protestantes carecen de adornos, debido a que no debe haber nada que distraiga la relación entre el individuo y Dios. De esta manera, se desprende una cultura que entra en conflicto con las transformaciones corporales, en donde el discurso de fondo apunta a la aceptación del cuerpo tal como es. Las únicas transformaciones aceptables, son aquellas que se logran mediante el esfuerzo, el sudor y la renuncia, como bajar de peso y hacer ejercicio, debido a que son prácticas no enfocadas solo en la superficie, sino que ahí la apariencia responde a cualidades interiores como la fuerza de voluntad.

Por el contrario, en las sociedades tradicionales o en ciertas culturas no occidentales, no hay conflictos con las intervenciones en el cuerpo, debido a que éste se entiende como una obra de arte aún no terminada que debe pasar de naturaleza a cultura, sin presentarse una idealización de la imagen natural, según el sociólogo finlandés Pasi Falk. Por su parte, el sociólogo francés Jean Baudrillard postula que las sociedades tradicionales valoraban los signos y los rituales colectivos, rindiéndose a la seducción de los rituales, siendo la belleza ritual la seductora, no la natural. Es decir, aquella que adorna, pinta, enmascara e incluso mutila al cuerpo de algún modo, a través de prácticas carentes de sentido, en donde lo que se adquiere no tiene menos valor que lo natural. En cambio, según él, las sociedades modernas se han centrado en la búsqueda de verdades profundas, con una mirada lineal de las cosas que mata incluso todo intento de seducción, porque seducir implica adornar, entrar en un juego de mostrar y ocultar, de dar y quitar. Pero ahora hay que transparentar las intenciones de inmediato, porque no hay espacio para ambigüedades, todo debe ser literal. De lo contrario, se expone al yo a un terreno que puede llevarlo a perder el control.

De esta manera, la tensión con las modificaciones corporales se puede unir con lo yoico de nuestros tiempos, aceptándose solo aquello que realce la fuerza del yo. Por ende, cualquier grasa extra, muestra de vejez o incluso la presencia de algunas enfermedades, hablan de una falta de voluntad, en donde la naturalidad de esos sucesos se convierte en una opción en el marco de la responsabilidad personal. Es así como Annick alega que las actividades que antes se consideraban juegos, como los deportes, se han transformado en obligaciones ante la idea que existe un deber con una misma de estar en buenas condiciones; el placer sexual se convierte en un punto de enseñanza y entrenamiento, moralizándose la relación entre cuerpo y sujeto, lo que deviene en racionalización. Moralización y racionalización que, por lo demás, no está exenta de los espacios que cuestionan la heteronorma, pasando de lo reivindicativo de las corporalidades no digeridas por la cultura dominante, a lo normativo sobre cómo es ser disidente, cómo luce lo disidente, cómo vive el o la disidente y, finalmente, moldeando la disidencia; donde la búsqueda religiosa de lo genuino, en contraposición a lo (hetero)normado, refleja al verdadero yo que está en condiciones neoliberales para controlar desde su deseo hasta su imagen, teniéndose como único referente a sí mismo, ya que las elecciones no pueden estar contaminadas del entorno, porque, al parecer, nos bastaríamos con nosotros mismos.

En definitiva, no hay espacio para la hibridez de las identidades, adoptándose un discurso que apunta a la linealidad del yo y que imposibilita, por ejemplo, ver lo normado en alguien que se define como disidente y lo disruptivo en alguien que se considera conservador. Pero, al final, nadie es tan disidente, nadie es tan conservador, nadie es tan no binario, nadie es tan hétero, nadie es tan trans, nadie es tan mujer, nadie es tan bueno, nadie es tan inteligente, nadie es tan eso que dice ser.

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