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30 de Agosto de 2019

Entrevista a José Luis Villacañas: “Creo que Europa no puede asumir una experiencia trágica más, ha producido ya demasiado dolor en el mundo para hacerlo”

José Luis Villacañas es catedrático en el departamento de Filosofía y Sociedad en la Universidad Complutense de Madrid y su faceta pública como escritor y fino analista le ha convertido en uno de los intelectuales públicos de referencia.

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Atendiendo el centenario de la República de Weimar y que por otro lado, sabemos que en 1919 Max Weber pronunció una conferencia fundamental, “La política como vocación” (1919), en la antesala de la debacle alemana. Dado que usted es uno de los lectores más cualificados de la obra del sociólogo alemán en lengua castellana, nos interesa comenzar por aquí ¿Qué tendría que decir Weber de nuestro presente teniendo en cuenta la tesis sobre el carisma en “La política como vocación”?

-No creo que Weber pudiera hablar hoy de carisma en los mismos términos que en 1919. Ya en su tiempo, procuró distinguir diversas formas de carisma y encontrar el sentido específico del carisma en la época de las masas. Frente al honoratiore y el hombre carismático de la época del genio, él acuñó el concepto de carisma anti-autoritario, que era el adecuado a la época de las masas. Mi impresión es que Weber, como vio muy bien Gramsci, es el teórico capaz de ofrecer el mapa conceptual de la época del fordismo, de las masas industriales, y se dejó inspirar por el americanismo, porque comprendía que ahí es donde se estaba dando de forma ejemplar todos estos fenómenos. El carisma democrático y anti-autoritario era el del presidente de los USA. Ahora bien, ese carisma tenía formas comunicativas muy precisas, de las que él era consciente: discurso directo ante las masas, discurso parlamentario, escritura en prensa periódica. Hoy, las formas de comunicación neutralizan casi siempre la presencia. Esos figurantes que aparecen en los mensajes y los discursos son sencillamente eso, figurantes.

Simbolizan que la comunicación va dirigida a seres humanos, pero no son seres humanos. Mantener el carisma hoy en esas condiciones es imposible. La formación de séquito, que es lo que caracteriza a fin de cuentas el carisma, se entrega hoy a los robot de reproducción de mensajes en la red. Por tanto, a fuerzas anónimas e invisibles, potencias anti-carismáticas. Pues no hay que olvidar que el carisma tenía que ver con la dimensión insuperablemente personal de la autoridad y de la política. Hoy todo esto queda desactivado. Esta desactivación está al servicio de la forma igualmente oculta y anónima en la que se gestionan las cosas políticas. Eso hace de la forma democrática presente una farsa que mantiene un viejo teatro, cuyo texto ya nadie cree. Es como el sacramento de la misa. Mantiene una ritualidad vacía, que no produce emoción alguna en las almas. Así que decididamente, no. No creo que Weber hablase hoy de carisma salvo como una impostura. La mediación ingente de la técnica, ya en vigor desde la propaganda nazi, impide en realidad ese concepto. Creo que sería mejor rebajarlo a elementos menores de sinceridad, persuasión, distinción, humildad, todo lo que tiene que ver con veracidad. Pero incluso en este caso, es muy difícil que este tipo de cualidad se abra paso en la época de Twitter.

Usted ha afirmado que el presente, como Weimar, está dominado por la indigestión de pasado ¿Es necesaria, por tanto, una genealogía que resuelva las contradicciones de la vida histórica? Si esto es así, ¿podríamos afirmar que, usando los términos de Alexanadre Kojève, en realidad vivimos en pueblos posthistóricos? ¿Es esto lo que justifica volver a mirar hacia Weimar?

-Sí, se trata del problema de las épocas y de los umbrales de época. Este asunto ha sido abordado por Blumenberg y funciona bien cuando el umbral de época es la Revolución Copernicana. Pero cuando queremos ser más finos y concretos en el análisis, cuando queremos marcar épocas en la Modernidad, nos damos cuenta de que el criterio de Blumenberg, la irreversibilidad, no funciona del todo. Eso se ve con claridad cuando analizamos por ejemplo la Sattelzeit de Koselleck. Nos damos cuenta, como vieron los estudiosos del Antiguo Régimen, que muchas cosas de él sobrevivieron y se introdujeron en la Sattelzeit. Por eso creo que es más productivo el análisis geológico que Koselleck adoptó en Estratos de Tiempo. Por supuesto que la sucesión de esos estratos geológicos es irreversible, pero todos los estratos pueden estar operando y ofreciendo el suelo sobre el que nos movemos. En relación con esto, no creo en los diagnósticos en términos de post-historia. Eso es lo propio de una época que goza de cierta estabilidad inercial. En nuestro caso, como menciona, esa estabilidad se deriva de la profunda sensación de éxito histórico que acompañó a la Europa de postguerra, y de la que Kojève creía ser el espíritu objetivo. Ahora bien, tan pronto se diluye esa estabilidad, y se disuelven las ilusiones, volvemos a la historia. Weimar es relevante porque muestra hasta qué punto puede irrumpir la crisis y arrastrar todas las imágenes de estabilidad. Por tanto, es un seguro para recordarnos la condición histórica insuperable de nuestras sociedades. Esto tiene que ver con el carácter sobrevenido de la revolución moderna. Esta es su fundación originaria y sigue siendo su destino. Vivimos en la época de los efectos sobrevenidos. Eso es seguro. Y no la abandonaremos fácilmente porque el efecto sobrevenido, que no puede dejar de serlo, es el capitalismo. Así que mientras haya capitalismo viviremos la época histórica moderna. Pero en ella se acumulan estratos del fordismo, de la democracia social y de la época del Estado junto con la época del neoliberalismo, en profunda tensión con la anterior. Weimar es importante porque mostró los increíbles efectos sobrevenidos del capitalismo y su destrucción creadora sobre la esfera de la política y la enorme capacidad de impacto de la elevación de política a esfera absoluta, consecuencia de la incapacidad de prever los efectos sociales del capitalismo. Esta estructura, que es la moderna, no ha cambiado y por eso seguimos en la época histórica, pero cada vez más compleja por la acumulación de herencias y su efecto en los aparatos psíquicos. Como nuestros abuelos de Weimar. Por eso es tan importante esta época. Y por otra cosa: porque Weimar muestra (y por eso es realmente decisivo Weber) que podemos disminuir las tragedias si mantenemos una democracia social como base de un Estado comprometido con la rule of law. Pero no debemos soñar con mantener ese Estado sin democracia social, esto es, sin socialización de los beneficios del capitalismo. Weimar es un aviso a la burguesía capitalista. Si no quieren socializar beneficios, tendrán que buscar protectores. Y Weimar avisa de que esos protectores (como Hitler) salen mucho más caros que socializar beneficios. Por eso Weimar es un seguro de conciencia histórica y nos evitar caer en la ilusiones de la poshistoria. Eso hace de ella una experiencia inolvidable.

Tras estas dos primeras preguntas, queríamos detenernos en una cuestión fundamental de la cual usted se ha venido ocupando a lo largo de su trayectoria académica; en particular, en La inteligencia hispana (2017). Parece, por otro lado, que vivimos en un momento de crisis antropológica de las élites. ¿Han abdicado las élites europeas su destino histórico?

-Con esta pregunta nos seguimos moviendo en la órbita weberiana. En realidad, la pregunta es muy compleja y difícil. Al principio mismo de mi primer volumen de Inteligencia hispana, recuerdo la cita de Schmitt según la cual la elite es aquel grupo social que por lo general impide que se escriba su biografía. Esto lo han llevado a rajatabla las elites hispanas, que salvo excepciones no han tenido historia propia ni han permitido que se escriba. Esto es resultado de una angostura de elites muy característica de España. Aquí ha existido solo dirigencia política que ha usado el poder del Estado para mejorar sus posibilidades económicas, ya que siempre hemos tenido dificultades para construir una economía productiva sin que los poderes políticos se hayan comportado como buitres. Así que estas elites políticas, bastante violentas, se ha encargado de impedir que emergieran élites operativas en otros ámbitos con las que habría tenido que pactar y distribuir una riqueza muy escasa. Por eso, no han permitido elites económicas autónomas, ni elites letradas independientes. Sólo la Iglesia ha generado una elite alternativa y con relativa independencia, pero unidas ambas por una conciencia de su fragilidad. Ese es el sentido de la destrucción del pueblo sefardita entre nosotros y de la entrega de la dirección intelectual a elites plebeyas de frailes sin distinción, independencia ni autoridad, capaces de contrarrestar una inteligencia libre. En el resto de Europa la situación es un poco más compleja porque, cuanto menos, han existido tres elites: las económicas, las políticas y las elites letradas, al inicio religiosas, pero pronto capaces de impulsar un proceso secularizador. La forma en que estas elites se han ordenado ha dependido de las instituciones que las acogiesen. Pactar o debatir entre estas elites es lo propio de los Parlamentos y donde estos han existido esas elites han sido respetadas en su liderazgo, como lo muestra el ejemplo característico de Gran Bretaña.

Así que podemos decir que la modernidad es la tensión acordada de élites económicas, políticas e intelectuales. Cuando se produjo un nuevo acuerdo, una revolución interna a la modernidad fue inevitable, como la Francesa. Ahora bien, tras el proceso de fordismo y desde luego en la época de la economía financiera virtual, la tensión entre las élites económicas y las políticas, así como las culturales, ha conocido formas inusitadas porque mientras que el fordismo necesita del Estado, no está claro que la economía financiera virtual lo siga haciendo. Por supuesto, el desplazamiento continuo de las elites culturales a los estudios culturales y a la industria del entretenimiento, viene a apoyar la retirada de las elites culturales clásicas de la época de la responsabilidad weberiana. La consecuencia es que la lucha de elites ahora adquiere la forma política que corresponde a lo que Marx llamaba la subsunción real. Esto implica la aspiración de la esfera económica a convertirse en la esfera absoluta y por tanto la reducción de la esfera política a una espectralidad. La esfera de la virtualidad se cierra como sistema absoluto, con las monedas virtuales, la deslocalización de los procesos industriales, la digitalización de la cultura y la memoria y la gestión de big data de información que produce el propio mundo virtual. Pero el estrato del fordismo, de la materialidad, de la industria, sigue operando, porque en la modernidad los estratos siguen activos. Y eso genera demandas populares que reclaman que la esfera política supere su ficcionalidad. En la lucha entre materialidad y virtualidad tenemos el terreno de la lucha de elites del futuro, la lucha de estratos y épocas. Como siempre, se tratará de ver si esas elites son capaces de algún pacto. Weimar, de nuevo: si la modernidad no es capaz de ordenar sus estratos, los movimientos sísmicos van a ser tremendos. Pensad en los millones de cuerpos que se van a ver afectados en sus carnes con el cambio climático. Frente a ellos, los millones de espectadores digitales contemplando la catástrofe. Es un escenario que recuerda el gozo de los salvados mirando a los condenados en el infierno. Sin embargo, ya nadie sabe dónde acabará estando y nadie cree de verdad en lo que sostenía estas representaciones: la conciencia de culpa. La cultura neoliberal no es suficiente fuerte como para sustituir a la iglesia en esa tarea.

Concretemos este punto. Sin querer entrar mucho en los argumentos específicos de su nuevo libro Imperiofilia (2019), podríamos decir que una de las maneras en que podemos entender la crisis de las élites españolas es a través de su imaginario imperial católico en función de un patrimonialismo de estado. Un imaginario imperial que ha impedido la consolidación de un poder constituyente moderno, desarrollando formas de contención muy efectivas contra cualquier tipo de reformismo político. ¿Es así España, respecto a sus élites, una excepción en el contexto europeo?

-El imaginario imperial hispano es una elaboración teórica muy reducida y depende del contenido específico de la mentalidad de la casa de Austria. La única huella material real de este imaginario es la sala elipsoidal del Museo del Prado en el que se exponen los cuadros principales de Velázquez sobre diversos personajes de esta casa. Ahí se aprecia todavía un resto de sacralidad, de reyes austeros y sacrificados, como ese retrato de Felipe IV en el que la golilla parece que haya cortado la cabeza del rey y la ofrezca en una bandeja. Esta ideología dice que la casa de Austria acompañará a la Iglesia católica hasta el final de los tiempos, como dos instituciones fundamentales de la iglesia visible, capaces ambas de conectar con la Jerusalén celestial. Ese es el fundamento de su providencialismo. Sin embargo, es un providencialismo sobre la elección de la Casa, y no implica elección de pueblo, porque los Austria son poderes desarraigados y sin tierra propia. Por tanto, su capacidad de adaptación al cambio y a la novedad histórica es muy limitada. Sobre este imaginario no se puede construir una comunidad nacional, como de hecho no la construyeron. Por lo demás, su estructura institucional es muy simple y limitada, tomada de la corona de Aragón, el sistema de virreyes, funcional a su escuálida administración. Sin embargo, este sistema deja en libertad bastante realidades, que ellos tienen que equilibrar para mantener su capacidad de arbitraje. Eso permitió la identificación colonial con la corona, porque era un seguro de estabilidad en la jerarquía social. Por tanto, podemos decir que mientras que la modernidad se encaminaba al prestigio del cambio, la construcción del poder hispano se enderezó a la formación de estabilidad, la forma en que se refleja la eternidad en el tiempo.

Por supuesto, las élites que puedan surgir de aquí son reactivas a todo cambio, y por eso tienen necesidad de mantenerse atadas, consciente o inconscientemente, a este imaginario. Eso no quiere decir que no tengan capacidad de cambio. Sin embargo, ese cambio tiene que ser introducido de forma imperceptible sin impugnar los grandes esquemas de estabilidad. En realidad, los dos dispositivos de selección de los cambios históricos, siempre controlados, son el derecho histórico y la ortodoxia católica. De este modo, tenemos siempre una adaptación a los cambios históricos pautados desde esa forma específica de revolución pasiva. El ejemplo más clamoroso es cuando la burguesía impugna el derecho histórico de las propiedades de las órdenes y elimina las tierras en manos muertas. Esa violación del derecho histórico tiene que hacerse en el marco de la ortodoxia católica y por eso ha de ser compensada entregando la educación de los españoles a las mismas órdenes religiosas. Ambos elementos, derecho histórico y ortodoxia católica son meta-constitucionales y ningún poder constituyente del pueblo puede alterarlos. Con ello se cuela el mundo histórico completo en el seno de cualquier ensayo constitucional.

Durante mucho tiempo realeza, aristocracia, iglesia y órdenes se vieron como la verdadera Verfassung que el pueblo no podía alterar. Esta estrategia de dominación ha sido muy efectiva y llega hasta Franco, la revolución pasiva capaz de instaurar el fordismo en España. En la actualidad, esas elites quieren volver a proponer que hay algo sobre lo que los españoles no pueden decidir: su catolicidad tradicional. Como siempre, tienen que ajustar los cambios propios de la época neoliberal a la ortodoxia católica y esta es la misión de los partidos conservadores y sus intelectuales. Para ello es fundamental la escuela de Salamanca, la verdadera fundadora del liberalismo económico, de la globalización, del valor de la moneda, y de la necesidad de luchar contra la inflación. Aquí es donde hay que situar la lucha de elites actual entre Vox y PP por un lado y Ciudadanos por otro. Por supuesto, los tres comparten el imaginario español y por eso sus electorados son traspasables. Pero C’s son liberales y no defensores de los valores católicos. Y ahí está el punto de diferencia. Eso se puede ver en la hostilidad a C’s de un periódico digital como Hispanidad. Eso hace que la gente sencilla de España prefiera al PP que a C’s, porque el neoliberalismo de los populares siempre estará un poco más atemperado por su catolicismo, como se vio con Rajoy. Todo esto no es que sea una excepción. Es sencillamente singular. Cuando se mira a fondo dentro de los demás países se observa también sus singularidades. La modernidad no es un camino normativo regulado, sino un proceso de autoafirmación. Y cada uno se autoafirma con lo que tiene a mano. El problema de las élites hispanas es que se han autoafirmado con herramientas arcaicas desde el principio, porque sólo así se sienten seguras de controlar políticamente el proceso de cambio.

Volvamos a Weimar: nación tardía, fractura entre estado y pueblo, entre trabajador y soldado. Visto desde el presente, ¿merece la pena conservar la idea de Europa como fuerza política para reordenar la situación? Veíamos que hace unas semanas atrás Massimo Cacciari proponía a “Dante” como referencia para articular un mito errante, algo similar a lo propuesto recientemente Mónica Ferrando en su libro Il regno errante (2019). ¿Puede España ofrecer otro mito para Europa?

-Weimar es la tragedia de Europa. Su caída significó la caída de la democracia en toda Europa. Los españoles lo sabemos muy bien. Con la república de Weimar viva, la república española habría sobrevivido y la república francesa habría sido otra cosa. Por supuesto, me he dejado llevar por esta conversación sobre el de Europa. Pero aquí sigo a Blumenberg. No se puede disciplinar el mito en dogma. No se puede evitar la proliferación de los mitos. Ni siquiera desde el punto de vista existencial podemos hablar de un mito humanista. La pluralidad del mito es insoslayable, tan irreductible como las esferas de acción. Pero no podemos dejarnos llevar por el mito unitario de Dionisos. De este mito ha estado viviendo la filosofía europea del siglo XX, desde Nietzsche. La genealogía de este mito es muy curiosa y desde luego tiene que ver con el final del mito cristiano, aunque en cierto modo viene a cumplir su misma función, la reserva frente a la autoafirmación del singular, evitando la oferta de Freud de una autoafirmación medida. Cuando vemos que este mito de la disolución de la vida y su regresión a formas arcaicas, ya no puede tenerse en pie porque vemos demasiado cerca sus efectos, buscamos otros mitos, pero sólo pueden ser mitos parciales. No creo en un mito utópico como el de Monica Ferrando, ni en uno que no puede evitar la teleología, el gran mito cristiano de la Divina Comedia. Respecto de todos los ideales y su potencia devastadora he propuesto el mito de Epimeteo, porque conviene a la naturaleza trágica, prometeica y destructora de Europa. En realidad, creo que Cervantes ya proyectó un talante epimeteico sobre su Don Quijote y esto nos dice que no podemos configurar ningún superyó sin el humor. Freud aquí es decisivo y sorprende que su análisis del Quijote no sea tan famoso como el de Edipo. Por supuesto, su hermenéutica de los dos mitos está diseñada para evitar la tragedia. Creo que Europa no puede ya asumir una experiencia trágica más. Ha producido ya demasiado dolor en el mundo para hacerlo.

Sigamos en este camino de la geopolítica europea. En una entrevista reciente a Wolf Lepenies decía que, dadas las nuevas configuraciones de sentimiento antieuropeo, dominante desde Rusia hasta Hungría, pasando por Italia, incluso hasta China, el intento de forjar un imperio del Mediterráneo es imposible. Se vuelve, de ese modo, un poco anacrónico hablar de un imperio Latino bajo la tutela de una pulcherrima Roma. ¿Estamos realmente ante pretensiones imperiales en Europa o se trata de un mero gesto teatral?

-No creo que sea enteramente un gesto teatral, puesto que tiene detrás sustancia histórica. Sin embargo, sí creo que es un gesto equivocado justo porque no reflexiona de forma adecuada sobre esa misma sustancia histórica. Las grandes fracturas europeas han sido aquellas en las que no se ha encontrado de forma adecuada la forma de tejer lazos entre el norte y el sur. Eso es lo que logró el imperio carolingio, así como luego el Sacro imperio Romano Germánico. La administración de esta herencia por parte de España fue un desastre porque los poderes hispanos no estaban preparados para algo tan complejo. Por eso tuvieron que dividir las casas en Viena y en Madrid y por eso no se logró mantener el tejido de ciudades y tierras que vinculaba Nápoles con las bocas del Rin, pasando por Milán, la espina de Europa. Si eso no se teje bien, no será posible sumar al proyecto europeo ni el catolicismo eslavo ni el mundo ortodoxo no ruso, desde Grecia a Ucrania, la frontera de siempre del Imperio. Esto es lo que no entiende los imperiofílicos españoles: que con las categorías imperiales hispanas este mundo no se puede pensar. El fracaso histórico de Carlos V, que es la clave del fracaso histórico de la monarquía de los Austrias, procede de ahí. Pero los problemas estructurales son los mismos, agravados por el paso de la historia. Ahí la tensión entre la dimensión germánica y la dimensión romana del Imperio nunca ha cesado. Cuando en la Goldene Bulle se traza el recorrido que debe llevar el emperador para ser coronado en Roma, se selecciona muy bien las ciudades gibelinas, anti-papales, pero a pesar de todo se recomienda al emperador que lleve su propio cocinero para evitar el veneno.

Por supuesto, el Papa, excepto en el tiempo de lo Francos y los Otones, se resistió cuanto pudo a celebrar coronaciones, y por supuesto que impulsó tan pronto pudo el dispositivo de los reinos para destruir la competencia del Imperio. Así que Roma fue siempre una potencia anti-imperial, algo que no han comprendido tampoco los imperiofílicos españoles. Pero durante la Edad media, Roma se podía presentar como una potencia universal alternativa al Imperio. Hoy, con la fractura de la Reforma, ya no puede proponerse tal tarea. Así que un imperio latino sería un imperio católico. Los hispanos y latinos tendrían mucho peso en este proyecto. Para nosotros sería una ayuda a las élites que nos han gobernado desde siglos y no veo motivo para fortalecerlas. Prefiero el mundo alemán por varios motivos. Primero porque materialmente no podemos entender el tejido industrial del sur sin Alemania; segundo porque ellos ya han impulsado un proceso secularizador que ha asentado el ecumenismo de forma muy firme superando la división de reformados y católicos, algo a lo que resiste la iglesia del sur de Europa, que todavía goza de amplios privilegios; y tercero porque Alemania tiene una política comprometida con la superación del antisemitismo, que le lleve también a combatir la islamofobia, lo que no estoy seguro que sea así en el sur. Así que desde luego creo que el programa del imperio latino, que fue una ocurrencia antialemana de Kojève, es una mala idea para el presente. Al menos para el sur. Creo, por el contrario, que obedece a resistencia histórica y sustanciales y que debería ser considerado un síntoma por parte del norte. Eso le debería inducir a generar políticas de reconocimiento y de respeto al sur para impedir que estos síntomas empeoren. Pues de algo no cabe duda: esas diferencias existen y es preciso un esfuerzo de comprensión recíproca sin humillaciones innecesarias. De eso ya ha habido bastante.

Otro de los grandes intérpretes de la crisis constitucional de Weimar fue Carl Schmitt: ¿debemos recuperar a Weber como antídoto contra Schmitt para desplazar la centralidad del decisionismo político a los mecanismos de legitimidad? ¿Podemos seguir hablando del concepto de “legitimidad” en una época que parece haber caído en la producción infinita del valor?

-Como es sabido, los autores que reflexionaron en los sesenta sobre Weber lo vieron como el origen del nacionalismo alemán y lo situaron en el origen de las patologías alemanas que después tuvieron lugar. Hoy comenzamos a ver que aquellas posiciones eran un exceso producido por la presión de la culpabilización que recayó sobre la cultura alemana. Me estoy refiriendo a Mommsen y a Löwith, por ejemplo. Pero si vamos a analistas que estuvieron cerca de los hechos, descubrimos que se pensaba de otra manera. Por ejemplo, Helmuth Plessner consideró en lo que luego titularía como La Nación tardía (1959) que la genealogía más precisa del nazismo fue el miedo de la burguesía que buscó incondicionalmente un protector frente a la revolución marxista. Habermas mismo compró el argumento en su reseña de aquel libro memorable. Pero ese fue exactamente el diagnóstico de Weber respecto de la evolución probable de Alemania hacia la dictadura autoritaria de los círculos que estaban cerca del Káiser y la clave de su enfrentamiento a Ludendorf. Por tanto, hay que negar con toda claridad la continuidad de Weber y de Carl Schmitt. Eso es una leyenda que el propio Schmitt utilizó a veces, aunque en otras tuvo la decencia de reconocer que él había optado por otro camino muy distante de lo que llamó el “ascetismo científico” de Heidelberg, en referencia directa a Max Weber. Se puede ver en su esbozo autobiográfico escrito en los años de Núremberg en el que recrea la Universidad berlinesa de 1907. Aquí debemos contraponer “ascetismo científico” al “aventurero intelectual” que fue Schmitt. El propio Löwith, en su primer artículo sobre el oportunismo de Carl Schmitt, tiene dificultades para poner a Weber en continuidad con Schmitt. Se puede decir cualquier cosa de Weber, pero no que fuese un oportunista, ocasionalista o que mantuviese la flexibilidad de Schmitt.

Respecto de Weimar, Weber siempre marcó un objetivo: la socialización, lo que implicaba racionalización de la economía desde el Estado, guiado por un pacto claro de la burguesía progresista y los socialistas. Esto no tiene nada que ver con los fines que buscaba Schmitt, una neutralización de la esfera económica de corte liberal protegida por un Estado autoritario. Weber apostaba por el cumplimiento estricto de la Rule of Law, mientras que Schmitt apostaba por una violación de la ley que llevara a un cambio constitucional. Por supuesto que Weber procedía de una cultura donde el nacionalismo era la referencia central. Sin embargo, fue muy consciente de las mutaciones que tenía que adoptar el Estado nacional alemán en la época del industrialismo, del fordismo y de una economía mundial. Por supuesto que esto le preocupaba, pero era muy consciente de que se trataba de un camino nuevo. Si se mira de cerca, nos damos cuenta de que Weber aspiraba a organizar una constitución muy parecida a la Norteamericana, a esa constitución que permitió el New Deal, algo muy parecido a lo que pensaba Weber con el programa de socialización. Por supuesto, para él un presidente plebiscitario sometido a la ley, en tensión con un legislativo potente que lo sometiera a control, pero con capacidad de hacer evolucionar el derecho en sentido material (y no solo formal) ofrecía el esquema de una legitimidad democrática, que según Stefan Breuer, era la fórmula que buscaba Weber para superar la mera noción de legitimidad formal-racional.

Tenemos la certeza de que ese el camino que buscaba Weber en los duros días entre la escritura de Parlamento y Gobierno y La Nueva Alemania, o el Presidente del Reich. Legitimidad es un concepto que en mi opinión sigue operativo, pero debe ser entendido en toda su amplitud. La legitimidad necesita un contexto de validez de las órdenes del Estado y este marco de validez es algo que se comprende mejor desde la noción de hegemonía [Hace años, no tantos, sería incapaz de expresarse de ese modo]. Si se lee bien a Gramsci, la hegemonía tiene poco que ver con el poder concreto, la formación de mayorías, o un sistema de dominación determinado. Tiene más que ver con los principios civilizatorios que otorgan validez a determinadas orientaciones de las instituciones en general. La socialización como programa asumido por las instituciones estatales habría sido la fundación de hegemonía. Desgraciadamente, se impuso la raza o la clase, que si uno lo mira bien no pueden ser verdaderos aspirantes a la hegemonía porque no pueden ofrecer un principio civilizatorio general. De ahí su violencia extrema. No ver la hegemonía en el ámbito de la validez histórica de una propuesta, e interpretarla como una forma de ejercer el dominio, es una de las confusiones más graves en las que han caído algunas posiciones que se reclaman post-hegemónicas. Hacerlo precisamente en el momento en que la lucha está entre la opción neoliberal, que es pura dominación, y alguna forma de validez general para nuestras sociedades, es desarmarse de una herramienta central en la construcción del futuro y de comprensión de la historicidad a la que todavía estamos sometidos. Todas las formas derivadas del pensamiento de la post-hegemonía implican una des-anclaje radical de la historicidad radical en la que estamos y una apuesta por el absolutismo del presente. Desde esta esta apuesta surge la producción infinita de valor, la última forma de la modernidad en tanto autoafirmación existencial inmediata. Pero los grupos humanos sobrevivieron por una mirada capaz de trascender esta inmediatez. Los grupos que adopten esta mirada sabrán distinguir entre producción infinita de valor y la conquista de una validez históricamente condicionada y por tanto capaz de contemplar el futuro. Y eso producirá legitimidad.

¿Hegemonía o soberanismo? En su último libro, Sovranita (2019) Carlo Galli corrige el nuevo soberanismo de derechas en Europa apostando por una soberanía construida a partir de un nuevo “momento Polanyi” como voluntad general contra las debilidades de la dominación económica. Por otro lado, en otras ocasiones, usted ha tratado un problema convergente: el federalismo. ¿Puede el federalismo constituirse hoy como solución nacional o postnacional para los problemas que atraviesan a Europa?

-Simpatizo con las posiciones de Galli, un pensador al que he seguido de cerca y a quien he tenido oportunidad de escuchar en diversas ocasiones. Y por supuesto, comparto la relevancia de Karl Polanyi, uno de los verdaderos continuadores de una inteligencia armada con los esquemas y formas de mirar de Weber. Su apuesta en cierto modo tiene que reconocer una dependencia del último Schmitt, y quizá de la aportación más valiosa, la de El nomos de la tierra. Por supuesto que Polanyi debe ser actualizado. Sus críticas a la utopía del mercado son decisivas, pero no atienden a la situación actual, dominada por la economía financiera. De la misma manera que en su tiempo liberarse de la utopía del mercado era emancipador, hoy liberarse de la economía financiera propia de la época digital es un objetivo emancipador sobre el que debería haber consenso hegemónico. Sobre él deberíamos hacer reposar las dimensiones de validez y legitimidad. No podemos depender en nuestras vidas de las decisiones de fondos de inversión anónimos, de cuyos hilos tiran unos pocos seres humanos sin representatividad. Sin embargo, parece que el Estado ya no tiene fuerza (quizá nunca la ha tenido) para liberarse de estos flujos de capital, acerca de los que tenemos constancia que hacia ellos afluye la basura del mundo blanqueada en paraísos fiscales. No hay sentido de emancipación humana, de libertad, de dignidad, de una mínima igualdad, si no somos capaces de liberarnos de eso. De ahí la validez de la noción de gran espacio de Schmitt y la necesaria pluralidad de estos grandes espacios. Esto nos lleva a un orden mundial que comienza a delinearse con fuerza. La dimensión mítica del Nomos tiene que ver con lo que podemos llamar los pilares de la Tierra: Rusia, India y China. Frente a estos pilares Estados Unidos siente todavía la ansiedad del futuro, porque no sabe lo que devendrá América. Eso es lo que se revela en Trump y el odio al hispano. Todo lo demás es frágil y también lo son los intersticios.

Aquí es donde entramos en la cuestión del federalismo. Excepto estos grandes espacios, lo demás tendrá que ordenarse de forma federal porque está condicionado por una historia demasiado larga de potencias estatales en lucha. No hay otro modo de generar grandes espacios en el resto de la tierra que por medio de dinámicas federales. Esto significa que las opciones imperiales van a ser cada vez más difíciles. Por volver a la pregunta anterior: el norte de Europa debe entender que o Europa se embarca en un proceso federalizante o no hay salida. Por supuesto esto no lo entendió Carl Schmitt que siguió aferrado al concepto de Reich con fuerte dominación interna. Pero esto no puede suceder bajo forma democrática, como resulta evidente. Así que ya no podemos volver al mundo en el que el sur se deprimía asfixiado por el sentido de la muerte del barroco mientras el norte sajón se entregaba al activismo entusiasta de los puritanos. Una federación implica algún tipo de construcción de una sociedad civil común europea y eso pasa por cambiar todos un poco. Aquí invocaría los diagnósticos de mi libro La Nación y la Guerra, y la actualización de la propuesta kantiana. Ese es también el reto de Iberoamérica, con independencia de la presión de Estados Unidos, que no cesará de crecer en el futuro. Sabemos los reflejos de los imperios en decadencia. Ahí el dilema es subalternidad radical de Estados Unidos o proceso de federación con apertura a otros grandes espacios. Pero Iberoamérica nada ganará frente a esta subalternidad plural si no tiene un concepto propio y una forma federalizante de llevarlo adelante. La expresión, que uso a menudo, de Euroamérica (de la que soy consciente de sus limitaciones) sería la forma de equilibrar de forma no imperial los tres grandes espacios que emergieron de la impronta Ilustración: Norteamérica, Iberoamérica y Europa. En todo caso, ese mundo plural -algo que tampoco vio Schmitt- tendrá formas no imperiales de promover la unidad del mundo, relaciones muy complejas en varias direcciones, de asociaciones intensificadas trasversales. Sin embargo, creo que deberíamos excluir las asociaciones oportunistas que no generan sino callejones sin salida (p. e. la relación ruso-cubana o ruso-venezolana). Y, por supuesto, queda la cuestión que agita los mismos pilares de la tierra, el orden del mundo musulmán, cuyas posibilidades federativas son muy remotas por la ausencia real de tradiciones capaces de unificar el chiismo y el sunismo. En fin, que si alguien apuesta por una post-historia tiene bastantes probabilidades de perder.

Una última pregunta. Nos gustaría terminar comentando algún aspecto de la coyuntura política española. Ahora que el ciclo electoral ha concluido, ¿qué sabor le deja el papel de un partido como Podemos que, a pesar de haber surgido para reformar el sistema heredado del pacto del 78, no parece estar en condiciones de ofrecer una salida madura a medio plazo? ¿Podemos seguir hablando de un “lento aprendizaje” o ha tocado su fin? ¿No se descubren aquí límites a la noción de hegemonía como pivote transformador de nuestras sociedades?

-Respecto de España creo que los meses que han seguido a las elecciones autonómicas de mayo muestran con claridad que el ciclo electoral no ha concluido. Esto por dos razones: primero, porque en verdad la fidelidad del electorado es frágil, como se ve en las grandes variaciones de porcentajes de los partidos; y segundo porque los grandes partidos fomentan la sensación de provisionalidad en la definición de la representación porque en el fondo aspiran a reconstruir el bipartidismo. Así que los errores de los nuevos partidos, con pocas raíces en un fondo pantanoso, son aprovechados por el PP y el PSOE para una forzada pedagogía popular que pretende demostrar que con el bipartidismo vivíamos mejor. Todo menos tener que pactar con élites políticas nuevas que impondrían condiciones nuevas. Ante este escenario, no es solo que se hayan eclipsado las posibilidades de reformar la constitución del 78 en un sentido federal (también económico), sino que se han abierto posibilidades de involución. En este sentido, es muy importante analizar la posición de Vox en el tablero, pues muestra con claridad una operación de contar con representación propia de las elites vinculadas a una comprensión nacional-católica e imperial de España. Por supuesto, a corto plazo esta posición retira votos a C’s, porque ya no es el foco de convergencia de todos los que defienden una idea fuerte de España, forjada como respuesta al problema catalán. Por supuesto, esta operación beneficia al PP, pues impide que el partido de Rivera sea el primero de la derecha. Además, desde luego, genera el espacio en el que los votos pueden intercambiarse con una línea roja: se puede votar a Vox, C’s o PP porque comparten la idea de España, frente al PSOE (y no digamos Unidas Podemos) al que se acusa de coquetear con los independentistas. Esto es así porque esta comprensión común a la derecha no puede permitir las consecuencias económicas que se derivarían de una España federal y que reduciría el papel de Madrid de algún modo. Por eso la batalla por Madrid es tan intensa (además de por la corrupción). Ese denominador común sin embargo no excluye la batalla interna, diseñada para dotar de centralidad al PP. Pues en efecto, aunque Vox pone en primer plano la idea de España y el ideario católico, y eso le permite diferenciarse de C’s, en el fondo todos comparten en neoliberalismo. Eso hace que el PP sea la complexio oppositorum: es católico y neoliberal y todo tiende a que de nuevo alcance la prioridad en la derecha, el verdadero punto de confluencia. A esa operación ayudará el PSOE porque obligaría a la izquierda a converger bajo su dirección si quería tener chances de gobernar alguna vez. Entonces el bipartidismo estaría reconstruido y la situación de crisis quedaría cerrada.

Por supuesto en este escenario, el mayor factor de estabilización ha sido Unidas Podemos. Al negarse al ocupar el espacio de la integración y la transversalidad, al refugiarse en la posición de Izquierda Unida, que era parte estructural del bipartidismo, Unidas Podemos ha perfilado antes que ningún otro partido el regreso a la situación política anticrisis. Esto se le debemos a la opción de Iglesias, específicamente comunista, de mantener la organización bajo férreo control como valor político supremo. Esto se ve estos mismos días cuando Iglesias convoca el Referéndum para apoyar su gestión con el PSOE para lograr un pacto de gobierno. Por supuesto, el valor político de esa consulta es nulo, excepto para garantizar el control interno de la organización. Esto quiere decir que si hiciera una crónica de la evolución política de Podemos desde Vistalegre II hasta el presente, tendría que abandonar en el título la idea de aprendizaje. Iglesias tiene demasiada pulsionalidad como para aprender. Esto se ha visto bien en la negociación del pacto de gobierno con el PSOE. No ha entendido que la gente común no está interesada en quien ocupa una silla en el consejo de ministros, y ha seguido insistiendo en que todo pasa por su nombramiento como vicepresidente. No ha desplegado una negociación política clara y transparente, de medidas transformadoras, sino una negociación ad hominem. Y después de un proceso que en modo alguno ha sido transparente le pide a las bases que se pronuncien con dos preguntas que no son verdaderamente alternativas. Eso significa exclusivamente la demanda de un acto de fe en lo que ha llevado a cabo, lo que tiene como efecto el control del aparato interno. Así que no, ya no hay aprendizaje de Podemos porque se ha inclinado definitivamente a favor de las viejas prácticas de Izquierda Unida. Y esto significa una apuesta de todo concentrar todo el capital político en la personalidad del Secretario General del partido. Pero en política uno solo no puede aprender. Iglesias es Podemos. Y por eso Podemos está condenado a producir error tras error ya sin capacidad de aprendizaje.

En realidad, todos los actores políticos operan de la misma manera. Saben que deben controlar la organización porque de ese modo controlan la oferta. Así se olvidan de las demandas amplias de la población a la que conducen al aburrimiento y al desánimo, y obligan a la gente a elegir siempre bajo el síndrome de lo menos malo. Ese es el sentir de la inmensa mayoría de la ciudadanía que ve al sistema político como un trágala. Este es el verdadero problema político y no el de la búsqueda de la hegemonía. Por supuesto, apenas nadie ha comprendido lo que significa de verdad hegemonía, en el sentido en que antes apuntaba. Se ha confundido hegemonía con una mayoría irreversible. O como la inversión de una dominación anterior. Nada de eso es hegemonía, como dije. Hegemonía es impulsar un principio civilizatorio con aspiraciones de validez general, y esto significa con capacidad de integrar a diversos sectores sociales que inicialmente no estarían predispuestos a cooperar entre sí, pero que comprenden que tienen que cooperar en los nuevos objetivos. Hegemonía es un largo proceso hacia la construcción de una forma de vida capaz de estabilizar provisionalmente.

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