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Opinión

12 de Septiembre de 2019

Un 11 de septiembre en Villa Grimaldi

Agencia Uno

En el marco del 46 aniversario del Golpe de Estado hablamos de esos hombres y mujeres que soñaban con una sociedad mejor y junto con ellos esos otros que estaban aquí para destruirlos, sobrepasando todo tipo de límite y todos los Derechos Humanos. La inhumanidad de lo ocurrido no debe postular jamás al olvido ni tampoco a una reconciliación para que se constituya verdaderamente la huella imborrable del NUNCA MÁS.

Fanny Pollarolo
Fanny Pollarolo
Por

Ayer conmemoramos el aniversario 46 del golpe cívico-miltar de 1973 contemplando ataviados el retroceso cultural de la memoria. No hubo gesto humanitario alguno del Gobierno de Sebastián Piñera y tuvimos que horrorizarnos con la lectura de un inserto pagado en El Mercurio que reivindicó la fecha como una gesta épica. En contraste, estuve en el sitio de la memoria Villa Grimaldi, frente al recuerdo de hombres y mujeres dispuestos a enfrentar la barbarie y padecerla en el desgarramiento de sus cuerpos, en la locura de la asfixia y la picana.

Una memoria que nos pide ante todo, detenernos a sentir. Porque es una memoria a la que parece imposible ponerle habla o, más bien, una memoria en la que el lenguaje parece estar acompañado siempre de silencio… Quizás si por esa imposibilidad de comprender, de integrar en la propia vida la dimensión diabólica de lo ocurrido.

Porque aquí estuvo presente, en esta forma tan inconcebible de relación que establece el torturador con el hombre o la mujer torturada, aquello que se mostró permanentemente durante la dictadura: lo mejor del ser humano, pero junto, también, a lo peor de él.

Por una parte hombres y mujeres cuyas identidades y sus vidas que expresaban esa entrega total a la construcción de esa sociedad mas justa, reflejo de la vida buena de los filósofos y que son quienes hoy reciben nuestro homenaje. Aquellos por quienes seguimos demandando toda la verdad y la plena justicia. Ellas y ellos cuyas vidas admiramos y de cuyas memorias recibimos enseñanzas

Y junto a ellos esos otros, los que estaban aquí para destruirlos. En esa tarea monstruosa que se les mandó ejecutar y que cumplieron. Fríos e indiferentes, como si solo se tratara de una tarea más que debe ser cumplida. Exaltados, pareciendo disfrutar de ese rol de verdugo, muchos otros. En todos sin duda la satisfacción de saberse con total poder, sin correr riego alguno y siendo poseedor de total impunidad.

Se les entregó el poder en este bello lugar para convertirlo en el espacio de barbarie. De gritos desgarradores. De cuerpos destrozados.

Nos cuesta detenernos a pensar en ellos. Habitualmente no lo hacemos. Pero, aunque no los identifiquemos, ellos son la manifestación clara y las personas concretas que emergen de este enorme aparataje de asesinos que aún no se logra desmontar. Los conocemos por sus acciones, los que usaban la picana, la asfixia, el quemar, violar, desgarrar. Nos cuesta reflexionar acerca de ellos. Es que no es fácil pensar que fueron compatriotas los preparados para ocuparse de la llamada “labor sucia” de la dictadura.

Hubo diseñadores, financistas y operadores de la masacre. Cabezas pensante de una pirámide de poder que desde las oficinas de Chile y extranjeras sentenciaban la suerte de un país, incluyendo, la definición y necesidad de contar con hombres como los que estuvieron aquí. En este lugar, hombres y también mujeres seguramente seleccionados y también entrenados para cumplir esa aberrante tarea. Pero de eso, ni los diseñadores ni los financistas se encargaron.

Ellos, quienes serían los beneficiarios directos de esta llamada segunda etapa de la modernidad que se instalaba al costo que fuera en nuestro país, requirieron de los portadores de las armas para que se hicieran cargo del uso directo y efectivo del poder. Y fue en especial el ejército el que se encargó de concretar y ejecutar esas terribles decisiones. Una política de Estado que aplicó el terror, la violación más extrema de los derechos humanos fundamentales, llamando a todo ello, sin ningún escrúpulo: “costos de una guerra” y “defensa de la patria en peligro”. Pretendidas explicaciones que fueron justificadas también por tantas y tantos compatriotas nuestros, muchos de ellos que, diciéndose contrarios a las violaciones cometidas, tal parecen no hacerse aún cargo del horror de lo que aquí ocurrió, ni realizan una verdadera revulsión en su psiquismo y en su historia personal de lo que se negaron a ver y a pensar, y de lo que debiendo hacer no hicieron Y las justificaciones las usaron muchos. “Algo habrían hecho” dijeron muchos. O “Porque tampoco eran blancas palomas” dijeron e incluso aún dicen otros.

Si, necesitábamos detenernos un momento en los malvados que estuvieron aquí, en este lugar. Hablar también de los verdugos que aquí actuaron. Detenernos en ellos, pero pensando que el mal tuvo muchos rostros. Y que aunque ya han trascurrido 46 años de ocurrido el golpe y 29 de
instalado el gobierno democrático, las “cenizas del olvido” descritas por Elizabeth Lira no constituyen un cierre de ese tipo de heridas que dejan inevitable huella, que son una señal de memoria que perdura, que las nuevas generaciones quieren conocer, y saber. Generaciones que
deben poder horrorizarse por eso. Para que se constituya verdaderamente la huella imborrable del NUNCA MÁS. Un mensaje al futuro que debe quedar marcado en nuestra identidad colectiva. Un mensaje que debe perdurar. Porque la inhumanidad de lo ocurrido no debe postular jamás al olvido ni tampoco a una reconciliación. Porque atenuar lo ocurrido o realizar ceremoniales que no reflejan verdades ni constituyen reparaciones solo debilitan ese indispensable: NUNCA MÁS.

Ahora podemos hacer memoria de aquellos que amamos, de los y las que movilizan a tantas y tantos que han dado existencia a este hermoso lugar; los y las que lo cultivan y mantienen su serenidad y belleza; los y las que los que lo han trasformado en un impresionante lugar de memoria.

Son los hombres y mujeres que aquí sufrieron los que nos traen hasta acá. Aquellos cuyas vidas, colmadas de sentido de justicia, les hizo aceptar los riesgos y constituirse en eslabón indispensable de esa prolongada lucha que cobró tantas vidas y tanto sufrimiento.

Es a esa memoria que está aquí, en este lugar, a la que quisiera apelar. La memoria que nos dejan los que creían posible ese mundo mejor.

Porque estudiosos nos han dicho que el recordar el pasado tiene siempre una relación con nuestro presente, y que en él es posible vislumbrar caminos, encontrar respuestas a las incertidumbres y temores que nos aquejan hoy. Que los significados compartidos de nuestro pasado pueden ayudarnos y fortalecernos para lo que hoy necesitamos.

Porque los que aquí estuvieron no nos dejaron solo su dolor. Porque en esa voz sufriente estuvo siempre el sonido maravilloso del amor a la vida, cuando ella se comparte. El hondo sentido que ellas y ellos experimentaron al saberse parte de muchos otros; de todos y todas las que allí estaban y sufrían y amaban como el. De los que estaban fuera y gritaban por el y le reclamaban. De los que luchaban en la calle y de los que arriesgaban todo en la clandestinidad.. De todos y todas quienes compartían sus sueños, su ideales. De sus seres más queridos y cercanos, que no lo olvidan, que jamás lo olvidaran.

Es ese lazo del sentido compartido, en el que parece radicar la fuerza del vinculo y del compromiso de las relaciones humanas, lo que quisiera destacar aquí. Porque apunta justamente al vacío de nuestro presente. Un tiempo en el que se ha marcado el valor extrema de la personificación. Instalando la idea que basta el solo empuje y mérito de cada individuo para que sea posible alcanzar el éxito, ahora identificado en el dinero. Cuestión que ya sabemos imposible porque ello dependerá de la escuela a la que asistió, la ubicación de la vivienda y lugar social de los padres. Si a la frustración, y más aún la humillación, que ello produce, sumamos el mensaje permanente que presiona a consumir y por tanto a endeudarse, a ser consumidores y ya no ciudadanos, no nos debiera sorprender el daño de salud mental que se detecta, y la experiencia cotidiana de violencia y mal vivir en que nos encontramos.

Es que se nos arrebató lo que parecía se había venido construyendo a lo largo del siglo recién concluido, donde se desarrollo el valor del compartir, de construir juntos, de soñar sueños colectivos. Es lo que se expresa en la memoria de los que aquí estuvieron, y que se replicó en los 17 años por tantos y tantas que enfrentaron al tirano. Y que donde fuera posible actuar, también en las grandes y pequeñas protestas en las calles compartieron y se apoyaron; se protegieron; se tomaron de la mano y arrancaron juntos; compartieron el limos y la sal; la casa que dio protección; el exilio que envió la ayuda indispensable. Era el sentido colectivo, empapado además de esa experiencia que llamamos solidaridad. De aquello que conforma la moral de la convivencia. El reconocernos parte de una totalidad, en una mutua necesidad.

Se trata de una ética que parece recuperar aquello que acompaño a la libertad y la igualdad de la Revolución francesa, el valor de la fraternidad. Tristemente olvidada en nuestra Declaración Universal de los D.H.

Es de ello lo que nos habla esta memoria que vivimos y compartimos hoy aquí. Y es lo que hoy, cuando debemos enfrentar dificultades mayores y cambios necesarios, cuando la verdad y la justicia aún están lejos de alcanzarse, son estas las señales que pueden orientar las incertidumbres de nuestro presente.

Fanny Pollarolo, Instituto Igualdad

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