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Opinión

17 de Octubre de 2019

Columna de Maliki: El Chucrut de la vida

"En ambos viajes tuve una experiencia amarga que me dejó sin aire y fermentó mi peor miedo: el miedo al castigo, al abuso y a la violencia. Cuando se me activa ese miedo, desato instintivamente un caos interno y me inmovilizo, me siento vulnerable y pienso que merezco lo peor", escribe Marcela Trujillo.

Marcela Trujillo
Marcela Trujillo
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Si corto un repollo crudo en tiras finas, le pongo sal y lo guardo en un frasco de vidrio cerrado por dos meses, se convertirá en chucrut. De ser un vegetal duro y amargo, la sal y la falta de aire lo fermenta en un alimento nutritivo, milenario, popular y eterno. Este mes lo comí dos veces como agregado al plato, en el mercado de Budapest y en un restaurante de Osorno.
Fui a Budapest invitada por la embajada chilena en Hungría y la Dirac, a inaugurar una exposición de mis ilustraciones y cómics al Instituto Cervantes y a dar dos clases magistrales a las universidades Elte y Peter Pazmany.

Nunca había ido a Hungría. Imaginaba Budapest como una película de Kusturica, con gitanos bailando en las calles, pero me encontré con una de las ciudades más hermosas que he conocido. Cuadras enteras de edificios de todas las épocas (medieval, gótica, neoclásica, art nouveau), tiendas de libros antiguos, muñequitas de colores, puentes iluminados, castillos, museos majestuosos, una nutrida red de transporte público, aire limpio y cielos de película me dejaron impresionada y agradecida.

Es inevitable, pero de cien recuerdos lindos de un viaje, el que más recordamos es uno, el desagradable, ese donde quedas sin aire porque te da mucho miedo, pena o rabia, la memoria lo fermenta y lo hace imperecedero. Jamás se te olvida. Como mi primer día en Budapest. Me levanté temprano emocionadísima para cruzar el puente de las cadenas que une Buda con Pest. Como tuve que tomar el trolebús y el metro, calculé mal y llegué 15 minutos tarde a una reunión con una persona “importante” que llamaré X. Me disculpé con simpatía y humildad, argumentando que no tenía internet para llamar y que era mi primer día en una ciudad que no conocía. Esta persona estaba tan molesta que había ido a mi hotel, había pedido entrar a mi pieza y estaba a punto de llamar a la policía. Me manifestó que mi irresponsabilidad era una falta de respeto sin precedentes.

Esa tarde en la inauguración de mi expo volvió a increparme, diciendo que esos 15 minutos fueron una eternidad, que yo ponía en riesgo la credibilidad de Chile ante Hungría, que lo que yo había hecho era imperdonable, que si seguía llegando tarde haría un informe, etcétera. Su importancia me intimidó, me sentí culpable por haber pasado a las tiendas de souvenirs a comprar mamushkas y no pude contestarle nada, quedé sin aire y muda. Avergonzada de mi misma y en plena reacción adictiva, en vez de salir a cenar, pasé a una panadería, me compré tres pasteles de chocolate, me fui al hotel y me los zampé mirando tele húngara. El resto del viaje fue hermoso, lleno de momentos agradables, pero la condena de la persona X fue el hit.

A Osorno fui invitada por la Feria del Libro que organiza una universidad de la zona. Era mi primera vez. Al salir del aeropuerto me impresionaron sus paisajes con tantos verdes, su cielo con nubes como pintadas y el aire con olor a leña característico del sur de Chile. Los ilustradores y escritores que vamos a las ferias muchas veces damos talleres en colegios, y yo los hago feliz porque amo enseñar. Pero esta vez fue diferente. Cuando iba en el taxi me contaron, como si nada, que me habían asignado a un “Liceo Premilitar”. Pensé que era una broma, pero no. Haría una clase de cómics a adolescentes militares. Inmediatamente me puse tan nerviosa que quedé sin aire y se me puso la boca seca. Me compré una botella de agua.

No debo ser la única y no es necesario explicar por qué, pero los militares me generan un miedo cercano al horror. No puedo con ellos. Cuando llegamos los estudiantes estaban formados y tres militares adultos les gritaban con insistencia y con tono de insulto que hicieran flexiones. Crucé el patio tiritando y subí a una escalera que olía a cloro. Llegué a la sala sintiéndome pésimo porque no quería estar ahí. Tomé agua y respiré profundo. Los alumnes, de uniforme azul con su apellido impreso en la chaqueta, boinas y bototos, no tenían la culpa. Les enseñé a hacer un fanzine y les pedí que pensaran en su comida, habilidad, libro y película favorita, en lo que más odiaban o temían, y cómo se imaginaban en el futuro y conseguí que los fotocopiaran en la oficina para que se los intercambiaran entre ellos. Dos horas más tarde nos despedimos con cariño y agradecida del entusiasmo y del café con galletitas, porque me di cuenta que dibujar en grupo les produjo felicidad.

La amargura fermentó al almuerzo, cuando las personas de la Feria me preguntaron cómo me había ido. Mi respuesta fue enérgica. Mi cara y mi tono lo dijeron todo. ¡¿Cómo me enviaron a un liceo premilitar sin avisarme?! Les expliqué que lo militar era abusivo y sórdido para mí, que no me gustó ir, que les habría hecho la clase feliz a los alumnos pero en la feria, no en ese lugar. Se disculparon, pero no entendieron mi dramatismo, mientras me servían un plato de pulpa de cerdo con puré y chucrut. Fue ahí cuando me acordé que en el mercado de Budapest también comí chucrut, pero con pollo a la paprika y arroz, y que no fue la única coincidencia.

En ambos viajes tuve una experiencia amarga que me dejó sin aire y fermentó mi peor miedo: el miedo al castigo, al abuso y a la violencia. Cuando se me activa ese miedo, desato instintivamente un caos interno y me inmovilizo, me siento vulnerable y pienso que merezco lo peor. Afortunadamente la terapia me ha ayudado a entender esos mecanismos, a procesarlos y a fermentarlos en alimentos nutritivos, para que los malos recuerdos se transformen en experiencias, en el chucrut de la vida, que neutralice mis miedos cuando una persona X o un militar vuelvan a cruzarse por mi camino. Repollos hay en todas partes, lo que hacemos con ellos es nuestra decisión.

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