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Opinión

24 de Octubre de 2019

Columna de Consuelo Ulloa (@miauastral): La violencia en Chile no es novedad

"Chile ya es violento de entrada y esto solamente es una catarsis colectiva de lo que venimos teniendo que soportar hace muchos años" señala la autora es este espacio de opinión.

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La otra vez leí en Twitter que alguien me llamaba cuica progre por leer la carta astral y me cagué de la risa. Absurdo apelativo, pues viví hasta los 25 años en un block en Macul. Era una villa de ex funcionarios de la Universidad Católica que fueron vendiendo o arrendando sus propiedades a principios de los noventa. Estaba rodeada de poblaciones insignes como Lo Hermida, la Santa Julia, la Jaime Eyzaguirre y la Cousiño. Poblaciones pobres y antiguas, en donde algunas había narcotráfico y violencia sistemática. Demás que alguna vez habrán visto hablar de ellas en la crónica roja de la tele.

Crecí alrededor de los problemas sociales que caracterizaban a los pobres. Hasta principios de los 2000, mi pasaje no estaba pavimentado y no había colector de aguas lluvias, por lo que nos inundábamos de lo lindo. Tenía compañeros de curso que vivían en hogares de menores, que llegaban a dormir al colegio porque les pegaban y les obligaban a limpiar las cocinas y baños durante las noches. Tuve que salir a comprar pan al lado de los cabros armando barricadas para el día del joven combatiente y el 11 de septiembre, y mamarme junto a todo el barrio los cortes de luz, el olor a lacrimógena y los balazos a oscuras para esas fechas. La radio a pilas era el único acompañante para entender lo que estaba pasando. Me acostumbré a saludar a gente en situación de calle que dormía en los pasajes aledaños o a los curaos de turno que daban jugo en la plaza para que no me asaltaran, y siempre tuve que devolverme para la casa corriendo o con piedras en los bolsillos después de bajarme de la micro en la noche.

Los problemas estructurales de mi segmento socioeconómico me hicieron naturalizar las situaciones de violencia. Cuando tenía ocho o nueve años, una bala de Carabineros entró volando a mi pieza en la noche y reventó mi televisor. A mis trece, un hombre violó a una niña al lado del paradero donde tomábamos la micro con mi hermana para ir al colegio. A mis dieciséis, un grupo de neonazis apuntó a uno de mis mejores amigos con una pistola en la mitad de la plaza más grande del barrio. A mis veintiuno, el 4 de agosto de 2011, Carabineros le disparó por la espalda a Manuel Gutiérrez y lo mató, a tres cuadras de mi casa. A mis veinticuatro, un día sábado a las diez de la mañana, unos cabros me apuntaron con una pistola y me robaron todo lo que tenía, mientras esperaba la micro para irme a trabajar.

Podría enumerar mil cosas más que se me vienen a la mente. Estos días, con los balazos, los ruidos de sirenas, los pacos y los milicos intimidando a la gente, no puedo sino recordar lo violentas que fueron mi infancia y mi adolescencia en términos estructurales, y cómo las cosas no han cambiado tanto. Pienso con la soltura de boca con la que Chadwick y Piñera se refieren a los “delincuentes” y “violentistas” que se han “aprovechado de la situación”, y con el carerajismo que Carlos Peña habla de nuestra generación y las que siguen, como unos malagradecidos de la bonanza económica.

Me pregunto qué cosas tengo que agradecer. Sí, estudié en un colegio emblemático y en una universidad tradicional, pero el campo laboral es terriblemente limitado para quiénes venimos de abajo, quiénes no tenemos apellido ni contactos para que nos metan en una pega decente en ciencias sociales. Abandoné mi carrera, la sociología, porque estudié para ser alguien en la vida, para no ser “apatronada”, como me decía mi mamá, y terminé cediendo mis aspiraciones profesionales por analizarle datos a cualquiera que me diera un sueldo. Pienso en mi papá, que lleva más de cuarenta años levantándose a las cinco de la mañana para ir a trabajar, que se jubilará ilusionado por descansar y que no sacará ni un tercio de lo que gana actualmente.

Pienso en la cantidad de personas que están endeudadas para poder suplir el estilo de vida que no les alcanza con el sueldo, pero que la publicidad nos vende y nos obliga a tener, sino estamos fuera. Porque ahora todos somos influencer y mostramos lo que consumimos en redes sociales. Pienso en mi profesora de historia electivo de cuarto medio, a quien le querían rechazar la licencia por cáncer en primera instancia y que finalmente murió. Pienso en caleta de conocidos que tienen magíster porque se los vendieron como un 2×1 en el pregrado y no encuentran pega porque están sobrecalificados. Pienso en mis amigas que fueron mamás a los trece o catorce años. Pienso en todas las personas deprimidas de este país que no tienen cobertura para salud mental o en las personas que no tienen agua porque empresarios se la robaron. Pienso en mis compañeros de universidad que viven en el barrio alto, que tenían las mansas casas en donde reinan el silencio y las áreas verdes, y en que yo tuve que aperarme con una mesa con rueditas anclada a mi cama y tapones en los oídos para estudiar sin la música del vecino encima, si es que el tiempo me alcanzaba después de trabajar.

Pienso todo el rato en que Chile no es un país tan pacífico ni noble como nos hacen creer en el gobierno, y que esta violencia vivida estos días no es nada más que un agote absoluto de todo. La gente está muerta de miedo porque los medios de comunicación están todo el rato hablando del acabose y llamándonos a desconfiar de quiénes tenemos al lado, cuando las cifras históricas de desigualdad nos prueban que todos los que estamos abajo estamos igual de sometidos a una estructura política y económica que no nos permite hacer nada, y que cada día más nos está deshaciendo la vida. Chile ya es violento de entrada y esto solamente es una catarsis colectiva de lo que venimos teniendo que soportar hace muchos años.

Nos vendieron la promesa de la libertad, de la bonanza y el consumo, de la educación y el emprendimiento, y nos estamos muriendo al ver que las cosas nunca fueron así. Nos estamos muriendo y estamos enojados. Y nos tratan de violentos porque estamos dejando en claro que nuestra propia forma de vida está radicada en la violencia y en la falta de dignidad; nos tapan a balazos y culetazos, mientras en otros lados más tranquilos arman festivales en forma de protesta. Me parece, con mucha rabia, que eso es sentarse encima de las personas. Ahora y más que nunca, llamo a los líderes de este país a entrar un poco en razón, a dejar de mirarse el ombligo y ver de una vez por todas que ya no estamos para su soberano hueveo. Dejen de contar el vuelto de sus bolsillos para armar reformitas a la pasada que no van a eliminar la rabia que sentimos todos los putos días, y dejen de una vez por todas de matar a su propio pueblo.

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#Piñera#violencia

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