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Opinión

2 de Noviembre de 2019

[Columna] Las chauchas y el Gatopardo

"El plan propuesto por Piñera para aplacar el descontento tiene un costo de 1.200 millones de dólares, pero –según el periódico digital Ciper- se requeriría la cuarta parte de esto solo para reparar el metro. De allí que lo ofrecido por el gobierno, hasta ahora, sean migajas", dice Pablo Azócar en esta columna.

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Por Pablo Azócar

En la mañana del Día de los Muertos, después de 15 días de manifestaciones, volvió por primera vez a Chile una cierta calma, y vimos entonces cómo se iban reacomodando en sus sillones las fuerzas conservadoras: el gatopardismo comenzaba a tomar posiciones otra vez, volvían a aparecer las voces que apelaban al “realismo” amparados en los viejos modos de siempre. Pero se les quitó pronto la sonrisa cuando en la tarde del mismo día miles de personas volvieron tozudamente a salir a las calles.

En 2006 y en 2011 ya habían salido masivamente los estudiantes a la calle, y en aquellas ocasiones los gobiernos declararon haberlos escuchado, se hicieron una foto con ellos en La Moneda y los mandaron de vuelta para la casa. Como en la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, todo cambió para seguir siendo igual.

El engranaje parecía perfecto. Durante la singular democracia chilena que se restableció en 1990, en la prensa se ha podido criticar a los deportistas, a los artistas, a los periodistas, e incluso a los políticos, pero nadie se puede meter con la economía. Las páginas económicas son de otro color y, como en la prensa soviética, en ellas no se critica a nadie: todos son buenos.

Pequeño detalle: resulta que el agua, las universidades, las carreteras y un largo etcétera en Chile no los privatizó la derecha, sino la coalición de centroizquierda en los largos años en que estuvo en el poder desde 1990: el tinglado lo inició Pinochet, pero lo ejecutó y perfeccionó con delectación esa izquierda que se suponía la encargada de velar por los intereses de los más pobres. Solo en el segundo gobierno de Michelle Bachelet (2014-2018) se intentaron modificar algunos de estos parámetros, pero los escándalos de corrupción y la debilidad de sus ejecutores disolvieron esas iniciativas.

Allí está la raíz de la brutal deslegitimación de toda la clase política chilena y las dificultades que plantea la actual situación, en una atmósfera insurreccional con incontables demandas de todos los tipos. Y esto es un problema muy serio porque la única salida posible para esta crisis es política.

La corrupción se ha extendido en Chile a todas las instituciones -incluso el poder judicial, los carabineros y las fuerzas armadas-, un fenómeno que comenzó con escándalos por colusión de grandes empresas y luego con la financiación ilegal de la clase política por parte de grandes empresarios, pero en ambos casos hubo acuerdos bajo la mesa y no se castigó a nadie: otra vez el viejo Gatopardo.

El llamado a encabezar los cambios que pide la ciudadanía debiera ser el parlamento, pero es la institución más desacreditada de todas. Parece mentira, pero los chilenos son con distancia los parlamentarios más caros del mundo, porque son ellos mismos quienes se suben el sueldo. Un estudio reciente del PNUD mostró que un congresista chileno en promedio gana 24.500 dólares al mes, cuatro veces más que un parlamentario en Francia (6.000 aprox.) y seis veces más que uno en España (4.000 aprox.).

La de Chile es la historia anunciada de una bomba de tiempo. Detrás del “milagro” del consumo se estaba creando una masa de chilenos endeudados y enrabiados que a la primera de cambio descubrieron que habían vuelto a ser pobres, o que tal vez nunca habían dejado de serlo, si la pobreza es entendida como desprotección completa en educación, salud y pensiones.

La precarización de los chilenos es tan grande que alcanza incluso a la pequeña burguesía y a la clase media acomodada. Para dar una idea: en el último tiempo se enfermaron de relativa gravedad dos músicos emblemáticos, Mauricio Redolés y Jorge González -seguramente el rockero más importante de las últimas décadas-, y sus amigos debieron hacer colectas para pagar sus hospitalizaciones. Es como si en Gran Bretaña se enfermara Mick Jagger y hubiera que hacer rifas para pagar sus medicamentos. Para muchos profesionales chilenos una operación más o menos complicada o una enfermedad de dos meses significa, sencillamente, el colapso o la quiebra.

Pero donde por primera vez en 47 años se están poniendo los ojos es en la sociedad segregada: el apartheid chileno. Espejo de todo el país, ninguna ciudad del mundo está tan espacialmente estratificada como Santiago. Aquí los más ricos no necesitan salir de los mismos barrios y ni siquiera les ven la cara a los pobres, salvo para los servicios en las casas. Hoy día los pobres pueden tener smartphones o pantallas LED, pero deben esperar años para operarse de una dolencia grave, reciben una jubilación de cien dólares y el sistema de crédito los expulsó completamente. “Nos llaman clase media, pero somos pobres. Les producimos vergüenza, pero desde ahora va a tener que escucharnos, no van a poder hacer el país sin nosotros” (Soledad Mella, líder de los recicladores de cartones). “No sé para qué sacaron a los militares a la calle, cuando los pobres estamos llenos de soldados en nuestras poblaciones. Son todos esos muchachos que eligieron ser ‘soldados de la droga’ por 40 mil pesos al día” (Arturo Guerrero, dirigente de La Vega, el mercado más popular de Santiago).

La rabia es un componente central en este cóctel. Impactó que la destrucción se centrara en el metro (¡25 estaciones incendiadas, siete completamente destruidas!), que es o era el tren subterráneo más desarrollado de América Latina y en él cada día se desplaza más de un millón de personas, en su gran mayoría de sectores populares y clase media. El metro ha sido una empresa estatal modelo, como contraste con el Transantiago (el servicio de buses de la capital), al cual el estado le inyecta enormes cifras de dinero pero es operado por privados y es un auténtico desastre. La crisis de estos días se inició con la subida de 30 pesos en el pasaje del metro, pero casi nadie sabe que la mitad de esos 800 pesos no va al metro sino a las “mafias” que operan el Transantiago (algunos de los operadores de este sistema se han enriquecido en millones de dólares en la última década, y enfrentan procesos por estafa y apropiación indebida).

El plan propuesto por Piñera para aplacar el descontento tiene un costo de 1.200 millones de dólares, pero –según el periódico digital Ciper- se requeriría la cuarta parte de esto solo para reparar el metro. De allí que lo ofrecido por el gobierno, hasta ahora, sean migajas.

Porque Chile está sentado sobre un tonel de dinero, pero lo ha ignorado. Ocurre que el territorio chileno es apenas el 0,5% del mundo, pero tiene bajo tierra entre el 40% y el 50% de las reservas de cobre de todo el planeta (la revolución tecnológica en curso no ha hecho sino aumentar la importancia del cobre). Hasta 1990, cuando se inició la transición democrática, las grandes compañías mineras pagaban impuestos sobre la “renta presunta” (que se calcula según lo que los mercados presumen que van a obtener), pero en una de sus primeras medidas el presidente Patricio Aylwin estableció que esas grandes compañías –no las pequeñas- debían pagar impuestos sobre la “renta real”. En la práctica, según el economista Julián Alcayaga, hasta 2004 ninguna de esas grandes compañías pagó un solo centavo de impuesto -¡todas declararon pérdidas!- y actualmente solo la mitad tributa y en cantidades irrisorias en relación a las ganancias reales.

No son chauchas: en 2018 las grandes mineras privadas del cobre obtuvieron ganancias globales por 13.780 millones de dólares, según la Facultad de Economía de la Universidad de Chile. O sea, en un solo año ingresan trece veces más de lo que cuestan todas las medidas sociales que hasta el momento ha ofrecido Piñera y catorce veces más de lo que cuesta levantar una línea de metro. Algo pavorosamente semejante ocurre con las principales compañías forestales, las grandes pesqueras o las carreteras concesionadas, que pagan impuestos ridículos gracias a leyes y reglamentos diseñados entre gatos y medianoche.

Por ello en estos días también han levantado la voz los pequeños empresarios, que dan trabajo a la gran mayoría de los chilenos y que no tienen ni mucho menos las franquicias y subsidios estatales de las grandes empresas, aunque la ecuación debiera ser al revés.

Lo que en Chile está empezando a morir es la revolución de Pinochet: un modelo económico adoptado como una religión, con una ortodoxia tan salvaje como no se conoció en ninguna otra parte: por algo es el único lugar de la Tierra donde incluso se privatizó el agua. Van a costar mucho los cambios, pues los amarres son infinitos y ya han comenzado a moverse las fuerzas conservadoras –incluyendo la vieja guardia concertacionista- hablando como siempre desde esa aparente neutralidad. Pero, aunque se resistan a aceptarlo, el viejo Gatopardo ya no es posible, el escenario cambió para siempre porque el país se llenó de caras nuevas que nunca habíamos visto, millones de caras de todas las edades y condiciones que ignoraron el miedo y se echaron a la calle y dijeron que quieren ser escuchados, que ya no se puede seguir conversando si no es con ellos en la mesa.

No los van a bajar tan fácilmente.

*Pablo Azócar es periodista y escritor.

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