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Opinión

16 de Diciembre de 2019

Columna de Rodrigo De La Fabián: Basta de Cinismo

"Mi impresión es que, buena parte de la indignación ciudadana se vincula con haber percibido que, más que a una cancha, el terreno virtual de la competencia se parece a un coliseo romano: mientras el grupo menos favorecido de la población compite entre sí, la elite, cual patricios romanos, se sienta en el palco a observar el espectáculo", escribe Rodrigo de La Fabián.

Rodrigo De La Fabián
Rodrigo De La Fabián
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Rodrigo De la Fabián es Doctor en Psicopatología Fundamental y Psicoanálisis; Académico Facultad de Psicología UDP

La racionalidad neoliberal se caracteriza por el hecho de promover la competencia como principio normativo rector de la sociedad en todas las esferas y en todas las escalas.  En términos coloquiales, el terreno virtual donde hemos imaginado que la competencia tiene lugar, y en el cual se suponía que todos estábamos, es conocido como “la cancha”. En esta metáfora, de amplia difusión cultural, el Estado sería el encargado de “nivelar la cancha”, de modo de asegurar que las diferencias entre los jugadores no expresen otra cosa que el esfuerzo personal.

Ahora bien, la presente crisis política y social ha puesto en evidencia los límites de esta metáfora para comprender nuestra realidad.  Mi impresión es que, buena parte de la indignación ciudadana se vincula con haber percibido que, más que a una cancha, el terreno virtual de la competencia se parece a un coliseo romano: mientras el grupo menos favorecido de la población compite entre sí, la elite, cual patricios romanos, se sienta en el palco a observar el espectáculo. En efecto, el dinero, los apellidos elegantes o el haber asistido a algún colegio encumbrado, constituyen privilegios que, en nuestro país, no solo inclinan la cancha, sino que permiten salir de ella.

Este muro transparente, que rodea y aprisiona la cancha, está compuesto por salarios miserables, sistemas de seguridad social prácticamente inexistentes y por privilegios sociales y culturales arraigados desde la colonia. Protegidos detrás de él, la elite presencia el espectáculo. A veces con desdén, a veces de manera abiertamente burlesca. Pero también, muchas veces embargados por el espíritu caritativo o de justicia social. Sea cual sea el talante del momento, el muro del cinismo los protege del sudor de los competidores. Por lo tanto, cuando se aburren, toman sus pertenencias intactas y retornan a sus vidas reales, a sus circuitos sociales y laborales, que tienen lugar en otros barrios y bajo las reglas que ellos mismos se dan.  

La defensa obcecada del modelo neoliberal guardaba en su interior un secreto cinismo: fue promovido por una elite que nunca creyó plenamente en él. O bien creyó, pero como un modo de gobernar a los otros y preservar sus privilegios intactos. El neoliberalismo edulcoró el muro para poder conservarlo: reemplazó la lucha de clases, por la retórica melosa del “win-win”; trocó al severo capitalista patriarcal, por empresarios “buena onda” que comen tostadas en los matinales. Pero el muro sigue ahí, más fuerte y cínico que nunca.  

Terminar con este muro cínico, detrás del cual la elite se protege, resulta imprescindible para que las instituciones políticas vuelvan a adquirir cierto grado de legitimidad. De hecho, ha sido la defensa de los privilegios de clase, disfrazada detrás de retóricas obsecuentes con el pueblo, la que ha operado de vaso comunicante entre derechistas, socialdemócratas y de la clase política en su conjunto, llevándola al descrédito actual.

Por lo tanto, para terminar con el cinismo es necesario cambiar la metáfora de la cancha por la de una red que ligue y entreteja las vidas de la elite con las del pueblo. Es decir, es necesario que las condiciones de vida del pueblo dejen de ser, para la elite, un asunto de caridad o solo de justicia social, para pasar a ser relevantes, incluso urgentes, para sus propias vidas. Ningún privilegio debería poder condonar la deuda que tenemos unos con otros, ni inmunizarnos de lo que significa la vida en común. En este sentido, más importante que discutir acerca del sueldo mínimo, es el establecer una proporcionalidad razonable entre sueldos mínimos y máximos. Junto a esto, es fundamental aumentar el poder negociador de los sindicatos; establecer una política de impuestos que grave a los súper ricos y que sea verdaderamente progresiva; un sistema de seguridad social construido en torno a la redistribución de recursos, entre otras.

Después de todo, la fallida metáfora del exministro Nicolás Eyzaguirre parece cobrar un renovado sentido:  mientras la elite no se baje de los patines que le sirven para alejarse del pueblo, no será posible cerrar la herida que el movimiento ha puesto en evidencia.       

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