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Opinión

25 de Diciembre de 2019

Columna Emilio de la Cerda: Patrimonio en tiempos de crisis

AGENCIA UNO

"Como horizonte de sentido común, debemos encarnar el hecho de que éste no puede ser comprendido como un espacio de exclusión, sino que está llamado a acoger nuevas demandas simbólicas que permitan enriquecer su acervo, integrar a grupos sociales que hoy se sienten excluidos –entre ellos representantes de los pueblos originarios- y ser una herramienta de cohesión y desarrollo integral de la sociedad", dice el Subsecretario de Patrimonio Cultural, Emilio de la Cerda.

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El estallido social ha venido a confirmar, una vez más, que el patrimonio cultural es un campo dinámico y en disputa permanente. En él comparecen estructuras de valor capaces de reconocer la diversidad, complejidad y riqueza de los distintos grupos y personas que formamos sociedad. En él están en juego miradas sobre la manera en que entendemos el desarrollo, la historia, la memoria, la relación con el pasado y la manera en que queremos proyectarnos, porque el patrimonio siempre tiene que ver con el futuro.

Frente a la fuerza de los hechos recientes, puede existir la tentación de ver en el vandalismo ejercido sobre monumentos y bienes culturales una manifestación épica y tangible de ese dinamismo. Relativizar la pérdida de patrimonio como un mal necesario al ciclo histórico, o como un daño colateral que a lo más afecta bienes materiales para instalar nuevos imaginarios de lo posible, sería una consecuencia lógica de esa línea de pensamiento. Sin embargo, en democracia estos hechos deben ser vistos con sentido crítico, porque reemplazan el diálogo republicano por la coerción de minorías, al mismo tiempo que generan una pérdida irrecuperable a la memoria del país y de sus distintas comunidades.

¿Significa lo anterior que el patrimonio cultural puede ser instrumentalizado como una trinchera para resistir la agenda de cambios, reafirmando bajo el argumento de la memoria histórica lo que para muchos es reflejo de un paradigma en crisis y de un discurso hegemónico? 

Nada más alejado de la realidad.

El desafío más bien consiste en señalar que el patrimonio cultural posee herramientas y lógicas que lo sitúan como parte de la solución, ya que es capaz de proponer un horizonte de sentido común a los diversos actores de nuestra sociedad. Por lo anterior, estamos llamados a reconocer el fenómeno que subyace al daño y a las alteraciones ejercidas sobre los bienes patrimoniales, de cara a generar cambios, acciones sensibles y pertinentes que vean en su recuperación y re-significación una nueva forma de hospitalidad, la posibilidad de un proyecto compartido. 

La obsolescencia material y simbólica, así como el advenimiento de nuevos ciclos históricos, no son fenómenos nuevos al ámbito del patrimonio. Algunos de los avances más relevantes, tanto en el plano local como en el internacional, se producen como reacción a eventos históricos que ponen en crisis la integridad, continuidad y representatividad de los acervos culturales.

Fue lo ocurrido luego de la Revolución Francesa, cuando en 1837 se crea la Comisión de Monumentos Históricos de Francia; o, en el contexto de la Revolución Industrial, con la creación en 1877 de la Sociedad de Protección de los Edificios Antiguos de Inglaterra; o luego de la Segunda Guerra Mundial, en que las pérdidas de patrimonio estimulan en 1954 la Convención para la Protección de los Bienes Culturales en Caso de Conflicto Armado, entre muchos otros casos.

El más reciente de esos esfuerzos, que reafirma una de las piedras angulares del sistema UNESCO – para el cual el patrimonio es una herramienta para lograr la justicia, la libertad y la paz de los pueblos-, es la Recomendación de Varsovia para la Recuperación y Reconstrucción de Patrimonio Cultural (2018). Motivada por hechos recientes en que se expresa la vulnerabilidad extrema del patrimonio en contextos de conflictos armados y desastres naturales -destrucción de los bienes arqueológicos de Palmira en Siria, demolición de tumbas y monumentos de Tombuctú en Mali, terremoto de Katmandú en Nepal-, plantea un conjunto de principios que reconocen la legítima aspiración de las comunidades a recuperar sus bienes culturales, como un medio para reafirmar su identidad, restaurar su dignidad y definir las condiciones para una recuperación sustentable en lo social y en lo económico.

Si bien de trata de realidades no comparables en sus dinámicas y en su alcance, situar el escenario local en un plano mayor nos permite contar con marcos adicionales para comprender el fenómeno en curso, a la vez que con una serie de herramientas basadas en la experiencia comparada que pueden resultar útiles a la hora de enfrentar el nuevo ciclo.

En esa línea, especialmente pertinente resulta aprender de experiencias en las cuales se ven afectados bienes culturales de fuerte carga simbólica, vinculados a la historiografía oficial de los pueblos, aquella que se refleja justamente en la estatuaria pública o en los memoriales. La concentración de los ataques de las manifestaciones producidas en Chile en monumentos públicos ubicados en nuestras ciudades es un fenómeno inédito en el plano local, si bien cuenta con antecedentes en otros contextos geográficos. 

La pregunta acerca de quién decide la validez y la importancia simbólica de estos elementos singulares ubicados en nuestras ciudades, así como su vigencia, representatividad o la naturaleza del discurso que cristalizan e intentan irradiar, está de pronto en el centro del debate público. Sin buscar una vía de justificación, ese trasfondo puede explicar en parte las reivindicaciones y re significaciones que han asumido como patrón el tumbar de manera simultánea una serie de monumentos dedicados a conquistadores españoles o a colonos del siglo XIX en ciudades como La Serena, Concepción, Santiago, Collipulli o Punta Arenas. Creer que esa dinámica puntual es solo otra estribación del vandalismo generalizado que hemos visto estas semanas podría constituir un error de diagnóstico y alejarnos de respuestas adecuadas de cara al futuro.

En atención a lo señalado, el desafío que se abre luego de esta crisis para el campo del patrimonio cultural en Chile es enorme. Como horizonte de sentido común, debemos encarnar el hecho de que éste no puede ser comprendido como un espacio de exclusión, sino que está llamado a acoger nuevas demandas simbólicas que permitan enriquecer su acervo, integrar a grupos sociales que hoy se sienten excluidos –entre ellos representantes de los pueblos originarios- y ser una herramienta de cohesión y desarrollo integral de la sociedad. En el fondo, reafirmar el principio doctrinario según el cual cuando hablamos de patrimonio siempre hablamos de bienes públicos.

Para esto se vuelve urgente avanzar en al menos dos frentes prioritarios: la definición de una estrategia de recuperación de los monumentos públicos alterados que amplíe la mirada para entender el fenómeno -sumando actores y metodologías innovadoras para restituir la legitimidad de los que están llamados a ser símbolos de la vida en sociedad-, y la revisión del obsoleto marco conceptual e institucional vigente en el país en la materia desde hace más de medio siglo. En cuanto a este segundo punto, el debate de una nueva ley de patrimonio cultural que hoy se realiza en el parlamento abre una oportunidad histórica para visibilizar e integrar la voz de las comunidades, establecer un foco renovado en la educación, hacer propias las justas demandas de regiones y actualizar el marco de protección y salvaguardia a la gran diversidad de manifestaciones y territorios presentes en el país.

Construir el patrimonio del futuro es una tarea que cada generación está llamada a hacer propia de manera activa. Hacerlo respetando lo que la historia nos ha legado, a la vez que acogiendo nuevas miradas capaces de enriquecer ese acervo, es acaso hoy el mayor desafío que tenemos como sociedad en el campo del patrimonio cultural.

*Por Emilio De la Cerda E., subsecretario del Patrimonio Cultural.


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