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11 de Mayo de 2020

Cuentos en Cuarentena: “Rituales”, por Carolina Brown

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El sonido de sus suelas de goma contra el piso se asemejaba a los chasquidos de una boca abierta comiendo chicle: una masa color carne arriba de la lengua, las marcas de los molares cubiertas de reluciente saliva. Sacudió los hombros con los ojos bien cerrados, para pensar en otra cosa y quitarse el asco. Miró la llave en su mano antes de ponerla en la cerradura. Estaba sucia, la había utilizado para marcar los números del ascensor y también para abrir la puerta que daba a la calle. 

Cuando se encontraba con gente en el pasillo se hacía para un lado, dándoles la espalda. Aguantaba la respiración hasta que se alejaban. Si había otra persona esperando el ascensor, subía los nueve pisos por la escalera, cuidando de no tocar el pasamanos.

Dejó las bolsas sobre la mesita junto a entrada, donde antes estaba el teléfono. La “zona sucia” no era más un cuadrado imaginario de un metro por un metro frente a la puerta. Había pensado en marcar el piso con cinta adhesiva, pero no tenía. Las llaves las colgó en un clavo que había dispuesto en la puerta, justo debajo de la mirilla. Se sacó los zapatos de calle y desinfectó las suelas con el aspersor de agua con desinfectante que dejaba junto a la puerta. Miró la botella con el líquido a contraluz, quedaba poco. Después roció las llaves y la tarjeta de crédito que sacó de su bolsillo. Se sacó la mascarilla con cuidado, tomando los elásticos de los bordes. La dejó caer en una bolsa plástica a la que le hizo un doble nudo.

Fue a lavarse las manos, apurada, como si le picaran. Las miró por un momento antes de embetunarlas con jabón antibacteriano, separando bien los dedos desde la base, imaginando una corriente de luz limpiadora, tal como había aprendido en todos esos tutoriales de yoga y meditación que miraba por internet cuando era presa de la angustia por las noches.

Se puso jabón hasta los codos, una capa gruesa como un guante de gala. Cantó el coro de un single pop olvidado, de una artista caída en desgracia hace años. Por si las moscas, lo cantó otra vez. Le gustaba ir variando el repertorio.

Sacó primero las verduras de la bolsa. Lavó los pepinos, tomates, limones y naranjas con abundante agua tibia y jabón. Uno a uno, como si se tratara de una madre cariñosa junto a sus retoños. Los dejó en el secaplatos y fue por las paltas, los huevos y el pan. No sabía si el empaque resistiría el agua y optó por pasarle un paño con cloro por los pliegues y recovecos del plástico. Se aseguró de acariciar hasta la última arruga. Después hizo lo mismo con las cajas de leche descremada.

Le picaba insistentemente la cara. La mascarilla la hacía sudar y tenía la nariz salpicada de granos. Eran rojos y pequeños, se los miraba con atención por las noches, en el espejo del baño, después de lavarse los dientes. Quiso apoyarse en el mesón de la cocina pero se detuvo justo a tiempo, era mejor no tocar nada. El calor incómodo se extendía por la parte baja de la mejilla, casi al llegar a la boca. La zona afectada iba empeorando, el hormigueo iba tomándose el rostro milímetro a milímetro. Trató de resistirse a la tentación de pasarse los dedos, aún le quedaba la mitad de la mercadería por desinfectar. Se le ocurrió soplar aire por la boca, dirigirlo hacia el escozor con los labios, pero no era suficiente. No podía rascarse ahora, eso no, tenía que asumir que todo estaba contaminado, incluso las dos botellas de vino que pensó –ilusamente, eso ahora lo veía muy claro– le durarían toda la semana. Estaba también el helado de chocolate, un tarro de litro, extra premium –que ahora se derretía triste en el pasillo, porque había olvidado ponerlo primero en el freezer– y el kilo de lentejas –ella odiaba las lentejas, pero las había echado al carro igual, de pura frustración. 

Sintió tres cabellos rebeldes caer sobre su cara y rozarle la piel, todavía húmeda por la mascarilla; el agujeo travieso del picor se amplificaba. Los ojos se le cerraron por una fracción de segundo. No pudo detenerlo, estornudó arriba de los pomelos limpios. Se miró horrorizada. Las gotas de saliva brillaban bajo el sol de la tarde, centelleaban como piedras preciosas sobre la cáscara viva de la fruta. 

Llevó la fuente cargada de regreso al lavaplatos y volvió a ponerse jabón hasta los codos, repartiendo la espuma con cuidado. Estaba inquieta y, en vez de cantar una canción, contó hasta treinta y cinco. No se podía estar segura de nada en este mundo, por eso caminó hasta la lavadora donde se quitó la polera de manga larga que utilizaba para salir a la calle. Eso lo hacía siempre al final, pero no importaba, esta vez se metería a la ducha cuando terminara de lavar. Dejó caer la prenda dentro, junto a un chorro más que generoso de detergente líquido y apretó con furia el botón de encendido. Tenía fibras de cobre, por eso la usaba. 

Miró su reflejo en la ventana: había engordado. Sí, había engordado. Y los videos de yoga nada hacían al respecto porque apenas caía la noche se enjuagaba la boca con generosas copas de tinto, en el balcón, mirando la ciudad callada que le ponía los pelos de punta. Le dolían los hombros de tantas posturas con nombre de perro.

Volvió al lavaplatos y se puso jabón en las manos otras vez. La piel la sentía tirante y agrietada. El esmalte del dedo índice se estaba picando. Mejor, lo único que hace el color es esconder la mugre. Encendió la radio antes de ponerse a lavar otra vez la fruta. Necesitaba calmarse, iba a tomar al menos veinte minutos limpiar todo de nuevo. Mientras ajustaba la temperatura del agua, escuchó la voz adormilada del locutor mencionar un lugar lejano llamado Wuhan.

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