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15 de Junio de 2020

Adelanto “Abandonados. Vida y muerte en los hogares del Sename”: Priscilla

Este es un capítulo del libro “Abandonados. Vida y muerte en los hogares del Sename”, de la periodista Carolina Rojas. Es la historia de la joven se quitó la vida al interior del Centro de Régimen Cerrado CIP-CRC de Limache —ex-Lihuén— el 2 de diciembre de 2008. Tenía diecisiete años. Pese al peligro al que estaba expuesta (ideación suicida, depresión, urgencia de tratamiento psiquiátrico), no recibió atención, fue maltratada y continuó encerrada en una pieza con barrotes. En octubre pasado, la Corte Suprema condenó al Fisco a indemnizar con $ 160 millones a la familia de Priscilla. En fallo unánime, la Tercera Sala de ese tribunal confirmó la sentencia «por falta de servicio del Estado y descartó exposición imprudente al daño de la adolescente bajo la custodia del Sename».

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Es un sábado de febrero. Lo primero que se ve tras subir en auto y llegar a la parte más alta de un largo sendero sinuoso, es una casa de madera color verde agua flanqueada por eucaliptus. En ese lugar vivió Priscilla Donoso Gutiérrez. La vivienda queda, literalmente, en la punta del cerro de la Población Chorrillos de Viña del Mar. Una vez allí, a la puerta se llega a pie por un camino empinado que solo se puede recorrer a través de escaleras construidas a pulso. Arriba golpea la brisa.

Ana Gutiérrez (38), la dueña de casa, es hermana de Priscilla. Ella se mueve con pericia por los atajos de tierra y piedra, como una equilibrista acostumbrada desde la infancia a esas lomas. Tiene el pelo negro y las facciones finas de su hermana.

Retrato de Priscilla. Imagen cedida por la autora, Carolina Rojas.

La Población Chorrillos en su parte más alta —cerca del sector Río Valdivia— no tiene nada que ver con los caserones elegantes y antiguos a los pies de esos mismos cerros, cercanos al Colegio Alemán. Un día antes del encuentro con Ana fue la gala del Festival de Viña y por la alfombra roja cruzaron actores y cantantes. Arriba, lejos del glamur de la Ciudad Jardín, viven familias humildes que acceden a ese mundo solo por la televisión. El cerro parece un enorme alcázar construido a través de varias generaciones, el hogar de mujeres de esfuerzo como las Gutiérrez, que viven allí desde que tienen uso de razón. Desde lo alto, se ve toda la ciudad e incluso un pedazo de mar. Los primeros pobladores llegaron hace más de cinco décadas abriendo paso en un cerro de bosques y quebradas pronunciadas imposibles de habitar. No había servicios de agua ni electricidad. Construyeron sus casas surcando y domando las pendientes para tener acceso al resto de la ciudad. Hubo que talar árboles e ir a buscar agua. «Digamos que ahora se roba el agua a Esval», dice uno de los vecinos. Esta es la otra Viña del Mar, desconocida, que no aparece en ninguna postal turística.

Adentro de la casa, el living está oscuro, pero todos los objetos reposan en un orden singular, como detenido en el recuerdo: fotos de la familia, de Priscilla y de Rosa —su mamá— quien falleció recientemente. Todo está impecable. Ana se esmera en mantener un aseo prolijo y las plantas cuidadas. Antes de la conversación sirve dos vasos de Coca Cola helada.

Ana habla de una infancia pobre, donde en ocasiones incluso no hubo qué comer.

Así crecieron ella y sus hermanos: Fabiola (33), Gonzalo (30), Javier (29) y Priscilla, la menor, «el concho» como dicen ellos. Rosa, su madre, los crio sola hasta que inició una relación con José Donoso, el padrastro de los niños, quien reconoció a Priscilla al año y medio. Rosa sacó adelante a sus hijos recolectando cartones, vendiendo ropa en la feria e incluso fue empleada doméstica. Ana recuerda cómo andaba con sus hijos para todos lados, hasta en las actividades de «cartoneo» o en algún comedor común de la zona.

—La muerte de la Priscilla afectó mucho a mi mamá, ella nunca más fue la misma —recuerda sentada en el living, mientras sostiene el retrato de su hermana entre las manos.

En esa fotografía, una de las últimas que se tomó, aparece con los ojos grandes acentuados por varias capas de rímel, el pelo liso anaranjado y las facciones finas que también se pueden reconocer en el rostro de Ana.

Cuenta que Rosa se sacrificó siempre por ellos, hasta que, por su enfermedad, no pudo más. Un cáncer de tiroides se expandió muy rápido: falleció el 7 de noviembre de 2017.

Ana mira la hora, pero se queda tranquila, recién a las ocho de la tarde comenzará a trabajar. Debe «bajar» a la discotheque Summer donde limpia hasta que se va el último cliente de la pista de baile. En verano, con los turistas, el trabajo aumenta el doble o el triple. Cada vez que desciende por las calles del cerro, recuerda a su hermana: allí está la escuela Violeta Parra y los lugares por donde paseaba en bicicleta.

Priscilla tenía tres años y trastabillaba por los montículos de tierra detrás de Ana, la seguía a sacar cocos de palma y también cuando tuvo sus primeros trabajos. Ella vendía algodones de azúcar en una feria del Estero Marga Marga que se instala cada verano y siempre tenía que llevar a la «Pachi», como le decían en su familia. Una fotografía inmortaliza ese momento: Priscilla, de catorce años, mira a la cámara y atrás se ven los juegos de la feria. Era un lugar feliz: los destellos de luces, la montaña rusa y los autos chocadores. El olor dulce de las cabritas.

Imagen del diario de vida que Priscilla llevaba en el Sename. Imagen cedida por la autora, Carolina Rojas.

Corría el año 2005, y aunque ya era una adolescente, para Navidad le regalaron una bicicleta que no había dejado de pedir durante semanas. Lo primero que hizo fue tirarse cerro abajo, ante la mirada expectante de sus hermanos. Fue tanta la velocidad, que chocó y quedó atrapada entre unas ramas de eucaliptus con la bicicleta hecha añicos.

—Así era, loca, se reía de todo, era la regalona de mi mamá —explica Ana y se le escapa una mueca que es casi una sonrisa.

Reina, una de las primas más cercanas, dirá días después que «la Pachi» era la niña más linda de la población. Tenía los ojos pardos, casi verdes, y una carcajada que siempre terminaba contagiando al resto. Sin embargo, esa personalidad divertida escondía momentos de rabia que nadie lograba entender. Pensaba que era una niña sensible, carretera como las demás adolescentes, con un carácter voluble que domaría con el tiempo, algún pololo o la madurez. Después de largas conversaciones con su prima, Priscilla a veces se perdía en su propia angustia, se encerraba en su pieza, escribía mucho, pasaba todo el día tarareando alguna canción de cumbia villera o de hip hop, fabricando sus propios aros. Reina era dos años mayor y la admiraba.

—Un día, hace poco, mi pareja me reconoció que cuando éramos adolescentes se había fijado en ella, es que era muy linda… —recuerda Reina.

Lo que su familia no sabía es que, cada vez más, estos episodios de ansiedad estaban relacionados con un secreto: fue víctima de abuso sexual a temprana edad y así se revelará en el centro CIP-CRC de Limache, en ese momento conocido como Centro de Orientación y Diagnóstico COD CERECO Lihuén.

—Así era, loca, se reía de todo, era la regalona de mi mamá —explica Ana y se le escapa una mueca que es casi una sonrisa.

***

Priscilla desertó del colegio en octavo básico y todos los años le prometía a su mamá que volvería a estudiar, aunque se sentía más útil haciendo el aseo en la casa y trabajando con las mujeres de su familia en la feria de las pulgas de la avenida Gómez Carreño. Eso le resultaba más provechoso: ganar un poco de plata para poder darse sus gustos, ropa, salir de carrete o comprarse unas zapatillas DC, su marca favorita.

Pero vinieron las malas juntas, la pasta base y todo empezó a cambiar. En esa misma época, cuando Priscilla tenía quince años, hubo una pelea familiar donde una tía le contó que José no era su padre. Ana reconoce que este fue un punto de inflexión en los cambios de temperamento de su hermana y el año en que probablemente empezó el consumo de droga. Las cosas llegaron a buen puerto cuando comenzó a pololear con Gabriel, un niño de la población dos años mayor que trabajaba y estudiaba, lo que le daba un aire más serio comparado con otros jóvenes del sector. Priscilla se puso más tranquila.

Hasta que llegó la buena nueva.

—En marzo de 2008 la Prisci supo que estaba embarazada y eso la ilusionó mucho, tendría una familia, compró algunas cosas: ropa, juguetes y un cascabel —recuerda Ana.

En septiembre tuvo complicaciones y perdió la guagua. Ana cree que desde entonces no tuvo norte, volvió a la calle y al consumo.

Priscilla entró en una crisis profunda, se aisló de todo y de todos. Un lugar del que nadie pudo sacarla. Dormía todo el día en su pieza y solo salía en las noches a juntarse a tomar con sus amigos.

Foto referencial ex centro del Sename. Crédito: Agencia Uno.

***

El 13 de octubre de 2008, Priscilla de diecisiete años, llegó al CIP-CRC Limache, conocido entonces como Centro Lihuén, por una internación provisoria dictada por el Juzgado de Garantía de Viña del Mar. Supuestamente había participado junto a un amigo en el asalto a una pareja cerca del casino de Viña del Mar. Rosa se enteró por un llamado de Gabriel, el exnovio.

—La Pachi está en la cana, tía. No la vamos a poder ver hasta el 15 —le dijo.

Partieron todos a verla. Adentro, Priscilla les mostró las muñecas moradas, los ojos hinchados, lloró un poco y quedó más calmada después de conversar con su familia. Ana sabía que el encierro podría afectar su salud.

Al día siguiente del ingreso, Priscilla fue entrevistada por la asistente social Bianca Noziglia a quien le reconoció, entre otras cosas, que en algunas oportunidades había intentado suicidarse. También, supuestamente confesó el consumo de marihuana, pasta base y cocaína, y que uno de sus dolores más grandes fue la pérdida de su hijo.

Como interventora clínica quedó a cargo Irina Correa. Su expediente deja constancia de que Priscilla ya había estado internada en los hospitales Van Buren, de Valparaíso, y Salvador, de Viña del Mar, debido a problemas psiquiátricos que no se detallan con precisión.

Al interior del Centro Lihuén comenzó a decaer un poco todos los días. Priscilla necesitaba atención psiquiátrica urgente.

El 22 de octubre de 2008, el Sename recibió una copia del informe de derivación enviado por la Corporación Prodel (organismo colaborador). Allí se puso énfasis en la vulnerabilidad de la joven y el alto riesgo de suicidio en que se encontraba. También reconoció un abuso sexual a temprana edad, asociado a más de diez intentos suicidas durante su adolescencia. Tal como creía su hermana, se menciona que, a partir de la pérdida de su hijo, aumentó el consumo de drogas. El informe también indica que, desde su internación en el Sename, la joven llegó en tres ocasiones al Servicio de Urgencia del Hospital Santo Tomás de Limache por un cuadro de abstinencia e idea suicida persistente. La describen como policonsumidora.

La vida en el centro estaba cambiando a Priscilla, se volvió más callada e irascible. La visitaban dos veces por semana, pero siempre estaba rara, como ausente y a la vez hermética respecto de lo que vivía en ese lugar.

Foto referencial ex centro del Sename. Crédito: Agencia Uno.

—No, si estoy bien. No hagan rabiar a mi mami, no se preocupen por mí —le decía a Ana y luego se quedaba pensativa.

Ella cree que su hermana menor no quería preocupar a su mamá, pero a veces, por ciertas cosas que dejaba escapar, se dio cuenta de que Priscilla lo estaba pasando mal. No estaba en condiciones de resistir el encierro y, además, recibía constantes maltratos de los cuidadores.

—Una vez una compañera le tiró un jarro de agua caliente en la cara en medio de una pelea. La «Pachi» quedó muy mal psicológicamente, lloraba y ni siquiera la llevaron al doctor —recuerda.

Ese fue el día en que Priscilla acusó a los gendarmes de haberla golpeado y castigado, aislándola, semidesnuda, en una pieza.

El 23 de octubre de 2008, el doctor Rodrigo Vela del Hospital de Limache, la atendió en el Centro Lihuén y le prescribió Diazepam y Clorpromazina, durante treinta días, por el cuadro de abstinencia de pasta base. Le dieron control médico para el 27 de noviembre, lo que finalmente no ocurrió, porque el doctor Vela no asistió ese día.

La vida en el centro estaba cambiando a Priscilla, se volvió más callada e irascible. La visitaban dos veces por semana, pero siempre estaba rara, como ausente y a la vez hermética respecto de lo que vivía en ese lugar.

El 28 de octubre de 2008 la Coordinación Regional de Conace le pidió al director de unidad de corta estadía del Instituto Psiquiátrico Dr. José Horwitz de Santiago, el ingreso de Priscilla de forma urgente por síndrome de abstinencia y descompensación psiquiátrica. La petición fue recibida y denegada por la asistente social del hospital, quien respondió la imposibilidad de separar a hombres y mujeres: la joven no pudo ser atendida y quedó abandonada a su suerte.

***

Priscilla tenía un cuaderno donde en cada hoja —pintada de un color distinto— contaba lo que pasaba al interior del Centro Lihuén. Fue su diario de vida donde registró todo o casi todo.

Ana lo abrió tiempo después de su muerte y ahí supo de los castigos, que la habían aislado en una de las piezas, del dolor que sentía. A Priscilla la salvaba la escritura, era su vía de escape y ese cuaderno se convirtió en el tesoro más preciado de Ana para entender el mundo de su hermana, que a ella le era tan ajeno.

Su prosa tiene tintes de niña, faltas de ortografía, sus estados de ánimo alternan entre la angustia, la rabia y las ganas de suicidarse en medio del encierro. Al final, llega a la convicción de su muerte y las últimas páginas avanzan hacia una despedida.

16 de octubre. «Hoy es día jueves, día de llamado, qué rico hablarle a mi «xanxito». Estoy llorando se acaba el tiempo de llamados y no pude hablar con mi guatón, quiero que llegue el domingo. Hoy jueves 16 de octubre mi guagüita lleva un mes de fallecida, me la he sufrido toda porque me siento muy mal, echo de menos mi calle, mi población y familia (…)».

17 de octubre. «Ya es viernes y no lo he pasado muy bien, cuando me venga a verme mi pololo, trataré de ser fuerte y que no me vea mal…».

22 de octubre. «Quedé un poquito tiritona, pero será no más poh’, me vino a ver mi mamita y la Fabiola mi hermana, con la cual peleaba tanto. Lloramos un rato, pero luego traté de hacerlas reír con mis tonteras locas que de repente me salen cuando finjo (…)».

23 de octubre. «Hoy lavé y me caí, me dejaron encerrá, no kiero salir al patio, nos paliabramos con la Cristina. Escribí muchas canciones de cumbia villera y me queda terminar una de hip hop (…) Me quiero matar, no quiero existir (sic)».

4 de noviembre. «Amanecí pa’ la cagá, estoy esperando que me dejan salir de esta pieza que está entera cochina y las tías no me da ni bola (…) Rompí los barrotes acrílicos, las tías me dijeron que les pegué y les tiré el pelo pero no me acuerdo, perdí mi santito y mi pulsera verde (…)».

En las últimas páginas de su cuaderno, Priscilla describe sus nervios, cómo trata de paliar los impulsos con cigarro, el insomnio, el miedo, las peleas que la confunden: «Disculpa, le pido disculpas a todos pero me dan ganas de no existir, pero la cabeza me da a pensar que el dolor es tan grande (…)».

«Bueno mamita y hermanitos, me estoy despidiendo con un gran dolor en mi alma, cuídense y les encargo a mi viejita linda, ya. Besitos de la loca Paxy, su Priscy por siempre», dice en la última hoja.

El día 2 de diciembre de 2008, a la 01.30 de la madrugada, la cuidadora Shina Sepúlveda escuchó ruidos en la pieza y llamó por radio a otros compañeros. Cuando entró en la habitación encontró a Priscilla ahorcada con los cordones de sus zapatillas, los que había amarrado a los barrotes de la ventana. Shina llevaba hablando media hora con una interna, lo que devela su falta de preocupación.

23 de octubre. «Hoy lavé y me caí, me dejaron encerrá, no kiero salir al patio, nos paliabramos con la Cristina. Escribí muchas canciones de cumbia villera y me queda terminar una de hip hop (…) Me quiero matar, no quiero existir (sic)».

A las 6.30 de la mañana llamaron a Rosa, la madre.

—Señora, usted es la mamá de Priscilla, su hija falleció —le dijeron desde el centro al otro lado de la línea, sin más, dice Ana.

Ella soltó el teléfono. No podía con la noticia.

En el Hospital de Quillota, la psicóloga Irina Correa les dijo que tenían que estar tranquilos.

—¡Mentirosa, mentirosa, usted me prometió que la cuidaría! —le gritó Rosa.

Ana aún recuerda la tarjeta de la corona de flores: «Sentidas condolencias, reciba usted nuestro más sincero respeto en este momento de dolor, Servicio Nacional de Menores».

Carlos Wendt era el director regional del Sename de Valparaíso en ese momento. Tras el suicidio hizo algunas declaraciones, pero nunca mencionó el tratamiento que se le negó a Priscilla: «La joven tenía antecedentes psiquiátricos importantes, tenía intentos de suicidios anteriores (…) Estaba siendo tratada médicamente pero bueno, estas cosas ocurren y son lamentables», dijo a la prensa.

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—Priscilla llega por un tema delictual y una medida que termina con ella interna en el centro, porque no existía un lugar idóneo donde ser derivada. El hecho de que no haya sido escuchada, cada vez que ella manifestó ideación suicida, nadie la tomó en cuenta —sentencia la abogada Vanessa Pérez.

En marzo de 2018, en su estudio de la calle Arturo Prat de Valparaíso, hojea el expediente marcado de post it de colores. Reconoce que el caso es uno de los tantos donde la pobreza golpea a las familias, en la región donde más se conocen situaciones de abusos respecto de la infancia. Vanessa es la abogada querellante por parte de la familia en el caso de Priscilla y tiene otros casos del mismo tenor, donde pide reparación para niños egresados del Sename.

La abogada relata que un tratamiento médico adecuado habría impedido su institucionalización o encierro. Recalca que en el Instituto Psiquiátrico Dr. José Horwitz hubo comunicación vía email, donde se pedía un cupo especial para ella y en el que se lo negaron y dijeron «Más adelante», sin darle la urgencia que se requería, a pesar de que Priscilla estaba anunciando que se iba a matar.

—Su caso lo tomaron como un papeleo, como un correo electrónico, es decir como información de intercambio entre las autoridades, pero nadie consideró que lo que estaba pasando con Priscilla era un problema real. Aquí ella era una delincuente para los ojos de todo el mundo, además por un delito que nunca se comprobó. No tomaron en cuenta lo que la niña estaba advirtiendo. Ella pidió ayuda, quedó consignado lo que necesitaba y aun así no fue escuchada —comenta.

Para Vanessa, en la Región de Valparaíso están los lugares insignes de vulneración a los niños. Lugares con profesionales que no están capacitados para el resguardo de su seguridad.

—Aquí no hubo médicos y una falta total en las educadoras de trato directo que tenían que revisar, cerciorarse de que ella estuviera bien. En su diario de vida ella relató esas faltas de cuidado. Fue invisibilizada —explica con los documentos extendidos en la mesa.

Tres años después de la muerte de Priscilla, un acta de visita —para las observaciones— del Ministerio de Justicia del 29 de noviembre de 2011 reveló que, a pesar de todos los antecedentes, nada había cambiado en el CIP-CRC de Limache. En caso de crisis, para su contención, los adolescentes eran derivados a la Casa número ocho ubicada en la parte posterior del Centro, frente a la enfermería. Se relata que el lugar solo cuenta con dos celdas sin luz natural, con un par de colchones sucios y húmedos. «Existe un espacio para que permanezca un educador de trato directo y un patio separado, pequeño, que está cubierto por rejillas, que puede ser utilizado por los jóvenes que van allí con ideación suicida».

Fue en ese mismo espacio donde ocurrió el suicidio de Juan Luis Aguilera, quien fue enviado a esta sala de castigo y, al igual que Priscilla, se ahorcó con los cordones de sus zapatillas. Padecía esquizofrenia. Se suicidó el 7 de marzo de 2011.

En el documento del Ministerio de Justicia también se reconoce la inexistencia de un sistema para comprobar que los educadores de trato directo estén siempre en su lugar de trabajo, sobre todo cuando hay presencia de jóvenes descompensados o que intentan quitarse la vida.

Tampoco existe un protocolo escrito para la derivación de los jóvenes que tienen diagnóstico psicológico problemático. Lo que se hace es derivar al Programa de Salud Mental en el Hospital de Limache, donde solo hay un médico general. Este médico deriva a la Unidad de Salud Mental del Hospital de Quilpué y, en casos muy graves, se realiza interconsulta al Hospital Psiquiátrico Philippe Pinel de Putaendo, donde reciben evaluación psiquiátrica de urgencia. Una psiquiatra del Hospital Salvador también los atiende de «buena voluntad».

El atardecer se ve por la puerta entreabierta, Ana deja los vasos en la cocina y dice que la pena ya hizo lo suyo. Tras el suicidio de Priscilla, Rosa nunca más fue la misma, apenas hablaba y dejó de trabajar. Rara vez salía de la casa a saludar a alguna vecina. Fue difícil sacarla de la depresión. Priscilla era su hija regalona.

No entendía de diagnósticos ni de tratamientos. Era analfabeta. Solo sabía que a su hija le habían afectado algunas cosas, por ejemplo, enterarse de que su padre era, en realidad, su padrastro.

Después de la muerte de Rosa, la familia se vino abajo. José sufrió un accidente vascular, no habla y le cuesta caminar. El hombre está en el jardín, perdido en un punto fijo del ocaso.

—Quizá ese hijo la habría salvado. Si lo hubiese tenido, nada de esto habría pasado —reflexiona Ana mientras se levanta del sillón para salir a trabajar.

Está cansada y aún tiene que bajar el cerro. Afuera ya empieza a oscurecer.

El 25 de octubre la Corte Suprema condenó al Fisco a indemnizar con $ 160 millones a la familia de Priscilla. En fallo unánime, la Tercera Sala de ese tribunal confirmó la sentencia «por falta de servicio del Estado y descartó exposición imprudente al daño de la adolescente bajo la custodia del Sename», según información del Poder Judicial.

Entre los hechos en los que se basó el tribunal, se expone que la adolescente «se encontraba aquejada por una aguda patología mental y de un severo cuadro de abstinencia, que ponían en riesgo inminente su vida, situación que era conocida por el órgano administrativo que la tenía bajo su cuidado desde el momento en que fue internada y en cuyas dependencias realizó un intento de suicidio frustrado».

Por lo mismo, la Corte Suprema consideró que el Sename, teniendo conocimiento de estos antecedentes, «no desplegó una mínima diligencia a fin de evitar el resultado dañoso». En decir que, «no actuó conforme lo que debe ser un servicio público moderno», dice el fallo.

Finalmente se concluye que «el infortunado evento no se debió a un acto consciente de la víctima, cuya culpa pueda compensarse con la del Sename, sino que exclusivamente a la inobservancia por parte de este último del deber de vigilancia y seguridad que le incumbe».


Ficha del libro
Título: “Abandonados. Vida y muerte al interior del Sename”
Autora: Carolina Rojas
Sello. Ediciones B
Páginas: 230
Precio: $12.000

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