Que ciertas preparaciones que se pueden conseguir en el Barrio Italia de Santiago, en una viña de Casablanca o en un hotel boutique en sur sean parecidas o derechamente iguales a las que un turista extranjero puede encontrar en su país de origen es claramente un problema. Y un problema que en Chile se da con mayor frecuencia de lo que pensamos.
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Hace algunas semanas, viendo la serie documental Rompan Todo -que a pesar del amargo llanto de algunos en redes sociales, me gustó y entretuvo mucho-, me llamó la atención lo profundamente argentinos que eran algunos de sus entrevistados. Me explico.
Aparecían hablando personajes como Andrés Calamaro, Billy Bond, Gustavo Santaolalla o Pil Trafa, el vocalista de Los Violadores. Pero resulta que todos ellos viven o han vivido fuera de Argentina hace mucho rato.
Calamaro vive entre Madrid y Buenos Aires desde los noventa; Bond se exilió en Brasil durante la dictadura militar; Santaolalla vive en California desde los setenta y Pil Trafa lleva varias décadas instalado en Lima.
Sin embargo todos ellos, al hablar y gesticular se ven y se escuchan profundamente argentinos, casi como si llevaran toda una vida en su país. Es más, Calamaro de buzo y con el termo del mate bajo el brazo está para una postal turística de Argentina.
Y a propósito de toda esta gente, me puse a pensar que probablemente una de las bases del éxito internacional radica en salir al mundo sin dejar de ser lo que uno es en esencia. En este caso, argentino.
Pienso también en algunos casos de éxito de artistas chilenos. Por ejemplo, Violeta Parra y Raúl Ruiz. Dos chilenos prácticamente universales, pero a la vez profundamente chilenos. Otras dos personas que están haciendo una gran carrera afuera: Alejandro Zambra y Pedro Peirano. Otra vez, muy chilenos los dos. ¿A qué voy con toda esta larga introducción? A que se me viene a la cabeza que en el mundo de la gastronomía, en este caso chilena, uno podría aplicar el mismo principio. Si se quiere triunfar (o ser reconocido internacionalmente) hay que ser auténtico. O mejor dicho, local.
No es que uno quiera que en todo Chile se coma como en El Chancho con Chaleco, todo lo contrario. Es más, en ciudades como Santiago es imperativo tener un abanico de locales con comida de diversas partes del mundo y eso se agradece.
Pero por otro lado, es necesario contar con una matriz centrada en los productos y preparaciones locales. Más aún cuando buena parte de nuestra actividad gastronómica -hoy semi paralizada a causa del COVID 19- se nutre del turismo como uno de sus principales motores.
Porque cuando todo lo que está pasando hoy se acabe, vamos a volver a ver gente de todo el mundo caminando por las calles de Santiago, Valparaíso o Pucón. O tomando un avión para ir a conocer San Pedro de Atacama o Torres del Paine. Y esa gente tiene que comer, pero no puede ser que para comer pescado tenga que ir a un restaurante peruano o para degustar un pedazo de carne tenga que sentarse frente a una parrilla estilo americano donde todo viene bañado en salsa barbacoa.
Tal vez el mejor ejemplo del sin sentido que muchas veces se da en el escenario gastronómico local es lo que pasa en algunas viñas que tienen restaurantes y que reciben -o recibían, en tiempos normales- a cientos de turistas cada día. La gran mayoría, extranjeros. Se come bien, es cierto, pero abundan los insumos importados. He probado exquisitos embutidos italianos y quesos franceses en ciertas viñas, incluso en una comí un reseco atún ecuatoriano a pesar de que nos encontrábamos a menos de treinta kilómetros de la costa y sus productos frescos.
Errores -y horrores- parecidos a los que se dan en algunas viñas nacionales, también se pueden encontrar en varios hoteles. La verdad, hay que pensar un poquito mejor las cosas.
¿Por qué un turista italiano querría comer prosciutto o mozzarella importados desde su país acá, en el fin del mundo?, ¿Por qué un estadounidense va a subirse a un avión para viajar por más de diez horas para terminar comiendo pulled pork en Santiago? ¿Por qué un excursionista japonés va a querer degustar un humeante plato de ramen en la siempre helada Punta Arenas?
Ese tipo de preguntas sería bueno hacérselas para así no seguir cometiendo los mismos errores una y otra vez. Afortunadamente, hay gente que está haciendo las cosas como corresponde.
“He probado exquisitos embutidos italianos y quesos franceses en ciertas viñas, incluso en una comí un reseco atún ecuatoriano a pesar de que nos encontrábamos a menos de treinta kilómetros de la costa y sus productos frescos”.
Rodolfo Guzmán en Boragó y Pilar Rodríguez con su Food&Wine Studio en Cunaco. Cada uno en su estilo y con su propuesta personal, trabajan con técnicas de alta cocina, pero con productos locales. En el caso de Guzmán echando mano muchas veces a lo que recolectan en diversas zonas del país más lo que le entrega una sólida red de pequeños productores que ha logrado armar a lo largo de los años. Pilar, por su parte, le saca brillo a lo que tiene a mano en las provincias de Colchagua y Cardenal Caro, desde el campo hasta el mar, sofisticando y reescribiendo una despensa que para algunos poco informados era considerada pobre -o limitada- hasta hace no muchos años. Ambas propuestas se encuentran muy por sobre la media de la oferta que tiene la escena nacional y, obviamente, son una verdadera joya para el público extranjero, pero a su vez una opción totalmente apetecida para el comensal local. Es decir, un acierto por todos lados.
Ahora bien, hay cosas que siguen sin cambiar y que de alguna manera se han transformado en un verdadero lastre para el despegue de nuestra cocina. Por ejemplo, hace algunos años en un encuentro de prensa especializada chilena y española, un cocinero invitado a un panel de discusión insistió en que la cocina local “es una cocina de producto y no de preparaciones”.
Es decir, según este chef -que en el último tiempo se le ha visto más en las pantallas de televisión que dentro de una cocina- la verdadera gracia de Chile estaba en lo que salía de sus campos y mares, pero en cuanto a cocinarlos no había mucho más que hacer. Si lo trasladamos a un ámbito mayor sería lo mismo que si Chile como país decidiera que exportará eternamente cobre, fruta y pescado; sin avanzar en desarrollos ni agregación de valor sobre estos productos. Raro, ¿no?
Porque eso es justamente lo que el desarrollo de la cocina nacional -proyectándose hacia el extranjero- le puede dar a nuestros productos: valor agregado. Mientras no nos metamos eso en la cabeza, seguiremos exportando los productos prácticamente en bruto y de tanto en tanto nos enteraremos de historias como las del cocinero de marras, cuando hace algunos años en un video promocional de Chile -financiado obviamente con platas públicas- presentaba la muy peruana causa como un plato nacional. Y aunque después se anduvo desdiciendo, el chascarro sucedió y el video aún se puede encontrar en YouTube.
“Hay que dejar bien claras nuestras claves identitarias a la hora de cocinar. Ya sea esto en un preparación de autor de alta cocina o en un sencillo sandwich de fuente de soda”.
Pero como lo dije a comienzo de este texto, no se trata de llenar de hornos de barro y pan amasado nuestras ciudades. Tampoco de escribir el mapa gastronómico de Santiago a punta de malos imitadores del Boragó. No, el mundo hoy es más amplio y diverso que nunca y a eso hay que apuntar. Pero siempre, manteniendo esa raíz de lo que somos, porque no puede ser lo mismo almorzar en la capital chilena que en Lima, el DF, Madrid o Nueva York. Hay que dejar bien claras nuestras claves identitarias a la hora de cocinar. Ya sea esto en un preparación de autor de alta cocina o en un sencillo sandwich de fuente de soda. Tal vez sería bueno volver a mirar a nuestros productores, sobre todos los de la industria alimenticia. Privilegiar nuestros ajíes, salsa de tomates y aliños varios -por solo poner algunos ejemplos al azar- en vez de seguir llenándonos de productos importados. Por otra parte, así como el vino chileno poco a poco comienza a mostrarse afuera con la diversidad y complejidad que posee, ya sería bueno que los cocineros chilenos comenzaran a pensar en cómo transformar alguna de nuestras preparaciones más criollas en platos que se puedan apreciar en todo el mundo. Algo así como lo que hicieron nuestros vecinos peruanos con su ceviche, que hoy se conoce prácticamente en todo el mundo. ¿Por qué no hacer lo mismo, por ejemplo, con nuestro tomaticán? Obviamente habría que analizarlo, reinterpretarlo, mejorarlo, alivianarlo o lo que sea; pero ahí está la matriz, lista para ser desarrollada. Creo que es tiempo de lanzarse.