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Opinión

7 de Abril de 2021

Columna de Manfred Svensson: Un sentido de proporción

Es cierto que el camino a recorrer puede ser largo, pero el hecho de que tenemos vacunas debiera ocupar un espacio más grande en nuestra conversación. Nada de eso quita la necesidad de cautela y de comunicar de modo efectivo los riesgos. Comunicarlo así pasa, sin embargo, por un adecuado sentido de proporción, y la falta de éste es uno de los graves problemas no sólo nuestra vida bajo la pandemia, sino también nuestra vida política.

Manfred Svensson
Manfred Svensson
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En su Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides dedica unas importantes páginas al modo en que Atenas fue asolada por la peste. Es imposible dejar de notar los parecidos con lo que vivimos hoy: hasta el carácter impredecible, que tantos ven como propio del nuevo coronavirus, parece haber estado presente ahí (“a cada cual, comparado con otros, le sucedía algo diferente”, escribe Tucídides). Pero lo suyo no es historia médica, sino política: no hay nada que afligiese tanto a los atenienses como la peste y les arruinara así el poder. Pero es más que el poder lo arruinado. En la tal vez más asombrosa de estas páginas, el autor se vuelca sobre la desmoralización e incivilidad general que trae consigo la pandemia. Como reza la reciente traducción de Roberto Torretti, “ni el temor de los dioses ni la ley de los hombres los cohibían”.

Playas atiborradas, tacos hacia el sur y fenómenos semejantes vienen rápido a nuestra mente. Como en el cuadro pintado por Tucídides, el desprecio por la norma común se vuelve un fenómeno cotidiano. En las fiestas clandestinas, después de todo, se ha encontrado a jóvenes de altos y bajos recursos; y, en fin, no sólo a jóvenes, sino a concejales e incluso fiscales y oficiales de Carabineros. La indignación es justificada, pero debemos advertir que nada de lo que vemos a nuestro alrededor resulta demasiado novedoso. Incluso sin disolución de sociedades tradicionales y sus fuertes vínculos de dependencia, también sin el individualismo moderno que solemos lamentar, ciertas circunstancias parecen invitar a la anomia. Nadie más lejos que Tucídides del discurso moralizante, pero es difícil leerlo -o leer nuestra propia situación- sin concluir que hay algo profundamente torcido en el género humano.

“Playas atiborradas, tacos hacia el sur y fenómenos semejantes vienen rápido a nuestra mente. Como en el cuadro pintado por Tucídides, el desprecio por la norma común se vuelve un fenómeno cotidiano. En las fiestas clandestinas, después de todo, se ha encontrado a jóvenes de altos y bajos recursos; y, en fin, no sólo a jóvenes, sino a concejales e incluso fiscales y oficiales de Carabineros”.

Tal situación es obviamente desesperante en varios niveles. Lo es para quienes están en la primera línea de la atención médica, resulta insultante para aquellos ciudadanos que a pesar de una y mil dificultades procuran cumplir con las restricciones, y es exasperante también para quienes gobiernan. Pero aunque todos concordemos en la irritación, no es fácil saber qué se podría hacer al respecto. Sólo un iluso puede creer que con mejor “comunicación de riesgo” se acabarán las fiestas clandestinas o la indiferencia respecto del prójimo. Repetir que “la catástrofe está aquí”, la catástrofe que “se podría haber evitado”, tal vez da la sensación de haber intentado algo. Pero la tendencia catastrofista también podría reforzar la indiferencia. Al decir de Tucídides, los que ya se sienten como condenados se lanzan a gozar algo de la vida sin temor a juicio o pena alguna.

Tal vez quepa dibujar un camino algo distinto, pensando en la manera en que la discusión sobre la resistencia a las vacunas se volvió secundaria. Cuando apenas estaba en el horizonte la posibilidad de la vacunación, discutíamos bastante sobre quienes se resistían a ellas. El número de los escépticos era alarmante y obviamente eso podía hundir todo el proceso. Es significativo que, sin mediar vociferantes esfuerzos de persuasión, el problema haya pasado a segundo plano. ¿Cómo se produjo ese cambio? Hubo una moderada presión social, sin duda, pero también hay algo contagioso en el simple hecho de ver el proceso avanzar, ver a otros vacunándose con confianza, y atisbar así una luz al final de túnel. ¿No hay algo que aprender de eso? Porque si bien el exitismo ciega –y en eso tienen razón los críticos del gobierno–, el catastrofismo puede tener exactamente la misma consecuencia.

“Sólo un iluso puede creer que con mejor “comunicación de riesgo” se acabarán las fiestas clandestinas o la indiferencia respecto del prójimo. Repetir que “la catástrofe está aquí”, la catástrofe que “se podría haber evitado”, tal vez da la sensación de haber intentado algo. Pero la tendencia catastrofista también podría reforzar la indiferencia”.

No hay que ceder ante la anomia ciudadana, pero conviene pensar bien sobre la actitud que podría remecerla. La sola condena moral no parece hacer mucho, aunque ella con razón pueda reclamar un lugar en nuestro discurso. Pero la esperanza tiene que desempeñar un papel también. Es cierto que el camino a recorrer puede ser largo, pero el sencillo hecho de que tenemos vacunas debiera ocupar un espacio harto más grande en nuestra conversación. Nada de eso quita la necesidad de cautela y de comunicar de modo efectivo los riesgos. Comunicar eso de modo efectivo pasa, sin embargo, por un adecuado sentido de proporción, y la falta de ese sentido es uno de los graves problemas que han afectado no solo nuestra vida bajo la pandemia, sino también nuestra vida política.

Estas consideraciones valen, en efecto, no sólo para los desafíos de la pandemia, sino igualmente para nuestra crisis política. Hoy no hay casi aspecto del debate público que no esté atravesado por declaraciones fuera de toda proporción. Las lanzan al juego indolentes activistas de redes sociales, pero quienes debieran ser más responsables se tientan y se suben a dicha ola (“nos están matando”, escriben irresponsables anónimos, “están saboteando el proceso constituyente”, afirma el presidente de un partido político, y así). Algunos pueden creer que con ello los problemas por fin serán enfrentados. Pero la verdad es que al adquirir proporciones desbordantes, los problemas se vuelven más bien intratables, se derrumba la esperanza, y caemos en total indiferencia moral a la hora de tratarlos. El ejemplo más elocuente tal vez sea el de las pensiones: un problema grande, sin duda, pero que al caer en el ruedo de esta política sin proporciones se volvió víctima de la indiferencia moral resultante, con su futuro socavado de manera brutal.

“Estas consideraciones valen, en efecto, no sólo para los desafíos de la pandemia, sino igualmente para nuestra crisis política. Hoy no hay casi aspecto del debate público que no esté atravesado por declaraciones fuera de toda proporción. Las lanzan al juego indolentes activistas de redes sociales, pero quienes debieran ser más responsables se tientan y se suben a dicha ola”.

Hoy, y debemos recordarlo a cada momento, se está consolidando la psicología bajo la cual por dos años discutiremos las bases de la institucionalidad futura, y tenemos que estar atentos a la calidad de las personas que elegiremos para esa tarea. Algún grado de virtud ciudadana -tal como para enfrentar la pandemia- será condición indispensable también para que ese proceso sea exitoso. Lo uno y lo otro pasa, sin embargo, por recuperar algún sentido de la proporción, que es condición de cualquier esperanza razonable.

*Manfred Svensson es investigador senior del IES y académico Universidad de los Andes. 

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