Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

29 de Octubre de 2021

Columna de Álvaro Bisama: Dune: sueños y ruinas

Viste la cinta de Dennis Villaneuve. Tenías miedo. Demasiados actores famosos salidos de otras películas llenas de aún más actores famosos. Demasiadas expectativas, postergaciones, tensiones. Así que pensaste que iba a ser otra película sepultada en las bóvedas del cine pandémico, otro fracaso, otro objeto perdido. Pero respiraste aliviado y feliz cuando terminó.

Álvaro Bisama
Álvaro Bisama
Por

Alguna vez pensaste que nunca iban a poder filmar “Dune”. Fue hace muchos años, luego de leer la novela en una edición de Ultramar tan mal empastada que se deshacía sola entre los dedos. Ya habías visto la versión de David Lynch en la tele, con la pantalla volviendo aún más irreales las imágenes; y revisado los bocetos publicados del proyecto trunco de Jodorowsky en una vieja revista Metal Hurlant española. Era imposible, pensaste. No podía pasar. No podía salir bien.

Y sí, había aciertos. Lynch captaba la belleza de ciertos aspectos parciales, encontraba algo de la extrañeza del libro, quizás la pesadumbre del poder o la idea del poder entendido como una locura alucinógena. Jodorowsky, ídem. Lo suyo era otro relato oral y afiebrado, otro cuento sobre un mundo de monstruos que bien podría haber sido narrado en alguna madrugada del Santiago de los cincuenta, con la pesada fosforescencia de las luces de un bar lleno de humo y espejos. La miniserie del canal Sci Fi te la saltaste. Viste un capítulo o más bien medio capítulo y te dio rabia; apagaste la pantalla cuando te diste cuenta que parecía una versión interpretada por el Cirque du Soleil o, peor aún, un comercial de Fallabella de los noventa. Volviste entonces a la novela, que releíste varias veces a lo largo de los años.

Confirmaste que el libro era otra cosa, una obra episódica que encontraba su forma en la medida que seguía yendo hacia adelante, acumulando los pedazos de su historia central (la de Paul Atreides, el chico vidente destinado a ser a la vez un profeta, un mesías, Edipo y el emperador del universo), pero también siguiendo mil líneas paralelas en el esquema de su rompecabezas argumental. Todo se acumulaba ahí, en el planeta Arrakis y sus planicies de los desiertos habitados por los fremen y los gusanos de arena; en todas las teorías ecológicas que lucían como pseudociencias; en las sucesivas jihads de la trama, en los alucinógenos que cruzaban los sueños y consumían las vidas de los personajes y que servían como combustible para el aliento o la voluntad que tenían el libro y sus dos primeras secuelas para volverse una space opera total. 

Ahora viste la de Dennis Villaneuve. Tenías miedo. Demasiados actores famosos salidos de otras películas llenas de aún más actores famosos. Demasiadas expectativas, postergaciones, tensiones.  Así que pensaste que iba a ser otra película sepultada en las bóvedas del cine pandémico, otro fracaso, otro objeto perdido. Pero respiraste aliviado y feliz cuando terminó.

En algún punto sí confiabas en Villaneuve. Te gusta su cine, quizás porque en sus películas el argumento es un fantasma que está desencajado de las imágenes y existe detrás de ellas, algo que sirve apenas como una excusa para hundirse una y otra vez en ellas, componiéndolas como si fuesen pinturas, a la búsqueda de un aura que el cine comercial perdió hace tiempo. Pura geneaología, su Blade Runner 2049  tiene más de Phil Dick que la original de Riddley Scott. Dick es su Staslisnaw Lem y la cinta es su intento de leer a Andréi Tarkovski, uno de sus maestros. De hecho, te pareció que la cinta entera funcionaba como una respuesta al texto sobre “El sacrificio” que cierra “Esculpir en el tiempo”, el libro de ensayos de Tarkovski

Confirmaste que el libro era otra cosa, una obra episódica que encontraba su forma en la medida que seguía yendo hacia adelante, acumulando los pedazos de su historia central (la de Paul Atreides, el chico vidente destinado a ser a la vez un profeta, un mesías, Edipo y el emperador del universo), pero también siguiendo mil líneas paralelas en el esquema de su rompecabezas argumental.

Pero te desvías. Te gustó tanto la versión nueva de Dune que le perdonaste todo: la estilización de la trama, lo lejanos que suenan los personajes de sí mismos, la condición de obra inconclusa. De hecho, ese aspecto te maravilló. Te encantó verla sin saber si la segunda parte iba a ser filmada alguna vez. Te encantó que la cinta supusiese un salto al vacío, porque en esa falta de certeza descansaba una de las cosas más extrañas y maravillosas de la película: la promesa cifrada en amenaza de que los espectadores tendrían que imaginar su continuación. No te resultó raro abrazar de nuevo la idea que la historia no podía cerrarse y que ésa era su principal virtud. 

Ahora sabes que sí: Legendary Pictures ya confirmó la segunda parte. Pero eso no lo sabías la semana pasada. Por eso, antes que seguir la narración de la cinta, preferiste habitarla. Eso es lo que más te gustó del trabajo de Villaneuve, que no se ocupaba demasiado de los personajes o del viaje del héroe (para eso están las interminables secuelas y versiones de Star Wars), ni que tenía que ver con el gusano como una metáfora jungiana, ni del poder desplegado con fascinación y espanto. Se trataba del paisaje o más bien de la escala desde donde se desplegaba ese paisaje, que en los libros (los que escribió Herbert) aborda varios miles de años y páginas y que la película resuelve sometiendo al espectador a la experiencia de lo monumental como una forma de la extrañeza.

Lo agradeciste: “Dune” siempre te gustó por esa capacidad de invención desmesurada, que acá se presentaba mostrando todos esos salones, dormitorios, habitaciones (con esos techos altísimos donde el barón Harkonnen se pega como un murciélago enfermo) y escalinatas gigantescas, todas esas pistas de aterrizaje y campos de Marte donde los ejércitos aparecían formados hasta el infinito; todos esos edificios de piedra, esa arquitectura que hacía que todas las construcciones lucieran como templos o pirámides funerarias, convertidas y convertidos a la vez en alucinaciones y estructuras concretas, siempre perseguidos por una brisa llena de polvo donde se cruzaban los reflejos de las virutas doradas de la melange, la especia. 

Te gustó tanto la versión nueva de Dune que le perdonaste todo: la estilización de la trama, lo lejanos que suenan los personajes de sí mismos, la condición de obra inconclusa. De hecho, ese aspecto te maravilló. Te encantó verla sin saber si la segunda parte iba a ser filmada alguna vez.

Ahí la monumentalidad se escindía de la trama religiosa de Paul Atreides y el Kwisatz Haderach (el mesías que el personaje estaba destinado a encarnar) para imponerse desde otro lugar, acaso más melancólico: “Dune” era el tour por las ruinas depositadas en el borde de una civilización inventada. No había futuro en ese viaje sino el peso trágico de un pasado apenas entrevisto en todos los sets y decorados donde los personajes y sus movimientos y sus rostros y los ecos de sus voces sólo podían aspirar a perderse en el aire. Ahí toda épica estaba destinada a verse pequeña. Lo que le ofrecía la cinta a los espectadores era lo contrario a un grito de guerra, era más bien la fragilidad de lo humano confrontada a lo magnífico que podía llegar a ser su imaginación, a lo gigantesco de esas ruinas falsas de un mundo perdido pero también falso, un paisaje inventado, una colección de sueños que la película quería que recordaras como verdaderos, terribles y maravillosos a la vez. 

También puedes leer: Columna de Álvaro Bisama: Willian Shatner, nuestro hombre en el espacio


Volver al Home

Notas relacionadas

Deja tu comentario