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Opinión

29 de Octubre de 2021

Columna de María José Navia: Las luces de Elizabeth Strout

Strout es magnífica y sorprendente. Magnífica porque su manera de contar de alguna forma se las arregla para hilvanar luz entre pasajes desoladores, porque en medio del dolor alumbra a la ternura, porque sus historias son todas, de una forma profunda y compleja, de amor.

María José Navia
María José Navia
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Nos encontramos cerca de la celebración de Halloween y es usual ver decoraciones y dulces en algunos supermercados. Es usual también ver pasar, por redes sociales, recomendaciones de películas y libros de terror. Yo también pensé hacer una, lo confieso. Pero me pasa que, de un tiempo a esta parte, se ha vuelto muy fácil encontrar notables historias oscuras. No me refiero solamente a novelas o historias de horror, sino que a una literatura en la cual la oscuridad es una presencia poderosa: ya sea por la fuerza de una distopía, por la profundidad con la que se expone la violencia o la paciencia con la que se diseccionan traumas.

No es una crítica: hay mucho y muy bueno.

Pero yo a veces echo de menos la luz.

Una literatura más luminosa.

Me pasa también en mis clases. A veces mis estudiantes me preguntan que cuándo vamos a leer “algo feliz”. Siempre lo preguntan y siempre me sorprendo. Aunque probablemente no debiera sorprenderme tanto. Por lo general estamos acostumbrados a leer grandes novelas y cuentos tristes. La luz cuesta encontrarla.

Quizás por eso fui inmensamente feliz cuando me enteré de que, la semana pasada, por fin salía el nuevo libro de Elizabeth Strout. Se trata de la novela Oh William!, que completa su “serie Amgash” conformada por My name is Lucy Barton y Eveything is Possible (traducidas al español como Me llamo Lucy Barton y Todo es posible). Y es que, si bien la obra de Strout no puede definirse como completamente feliz (la tristeza abunda, a raudales, y en más de una ocasión salimos de sus páginas con el corazón roto) en ella la luz entra por todos lados.

Pero retrocedamos un poco. Déjenme presentarles a Elizabeth Strout (Estados Unidos, 1956), probablemente una de mis escritoras favoritas (y cuya novela Olive Kitteridge, confieso, sirvió de inspiración máxima para mi Kintsugi). Strout es de esos casos raros de escritoras que comienzan “tarde”. Pongo las comillas a propósito porque su primer libro (Amy and Isabelle) lo publicó a los cuarenta y dos años. No es como el caso de una Aurora Venturini, por ejemplo, pero en Estados Unidos se la suele señalar como un caso de “late bloomer”. Para esa industria, Strout se tomó su tiempo.

Y qué bueno que lo hizo.

Y es que, si bien la obra de Strout no puede definirse como completamente feliz (la tristeza abunda, a raudales, y en más de una ocasión salimos de sus páginas con el corazón roto) en ella la luz entra por todos lados.

Porque Strout es magnífica y sorprendente. Magnífica porque, como dije antes, su manera de contar de alguna forma se las arregla para hilvanar luz entre pasajes desoladores, porque en medio del dolor alumbra a la ternura, porque sus historias son todas, de una forma profunda y compleja, de amor. Amor de pareja, entre hermanas, de una madre hacia su hija y viceversa, amor entre una mujer y su ex marido, amor incluso en lugares donde uno no pensaría encontrarlo. Amor que puede durar los breves instantes en que se conversa con una desconocida, o los minutos en que un doctor nos visita en nuestra pieza de hospital. Amor, incluso, que se desenvuelve en la imaginación: en conversaciones que nunca pasaron, en ensoñaciones.

Strout sabe que la vida se compone tanto de lo que pasó como de lo que no lo hizo y a veces incluso aquello que no pasó se queda como pesando sobre nuestros días y, en su obra, sobre las páginas. Como en una de mis escenas preferidas de su novela-en-cuentos (adaptada maravillosamente a serie HBO con Frances McDormand como protagonista y ganadora del Premio Pulitzer) Olive Kitteridge (una historia que también continúa en Olive, Again, traducida al español este año como Luz de febrero), una escena en la que Henry, marido de la complicada Olive, conversa con la nueva dependienta de la farmacia en la que trabaja. Ella se llama Denise, una joven aparentemente simple e inocente, que acaba de quedar viuda. De pronto, en medio de una conversación, ella le pide perdón. Él le pregunta por qué. A lo que ella responde que quiere disculparse por hablar tanto con él en su imaginación. Es sólo un momento, la novela sigue. Pero en medio del dolor y lo confuso de los sentimientos, la escena le abre a la novela una ventana.

Inmensa.

No es la única vez: en la serie de Agmash que acaba de completarse, Lucy Barton es una escritora que vivió una vida de enorme pobreza y abandono, especialmente por parte de una madre muy fría. En la primera entrega de la serie, Lucy está en el hospital y su marido, William, le pide a la madre de ella que viaje a Nueva York a acompañarla en su convalecencia. La madre nunca había viajado en avión y nunca había demostrado mucho cariño por su hija, pero ahí llega a sentarse junto a ella, por días (nunca acepta que le traigan una camilla o que le abran un sillón cama). Lucy, en todos esos años (en que trató varias veces de llamar a su madre por cobro revertido para ver su llamada siempre rechazada), se inventó a una madre con la que habla (en su cabeza) y a quien le pide consejos. Una madre que a veces, si tiene suerte, le dice que la quiere.

Es sólo un momento, la novela sigue. Pero en medio del dolor y lo confuso de los sentimientos, la escena le abre a la novela una ventana.

En la obra de Strout abundan madres que abandonan. Porque dejan a sus hijos y esposos para nunca volver o simplemente se vuelven fantasmas, ausentes. Madres difíciles y complejas que son siempre más que madres. Strout se encarga de mostrarlas en sus múltiples facetas: madres, sí, pero también esposas, también amigas, también vecinas, también amantes o desconocidas por la calle. Madres que continúan en otras historias (como en ese retrato caleidoscópico que es Olive Kitteridge y Olive, again, o también la serie Agmash). Madres que no se acaban nunca. Porque nunca terminaremos de entenderlas. Porque nunca entendemos realmente a nadie. Todo puede pasar (de ahí el nombre del segundo libro de la serie) y siempre seremos un misterio.

Las verdades de Strout son simples, sin disfraces. Hay quien podría decir (y, en realidad, ya hay quienes lo han dicho) que su prosa a veces se acerca peligrosamente a lo cursi. Y es así: se acerca, como todos lo hacemos en nuestras vidas cotidianas, pero siempre para darle una vuelta a los lugares comunes, para entregarnos algo nuevo y que no sabíamos que estábamos buscando. Las historias de Strout, insisto, son historias del corazón (desde su primera novela Amy and Isabelle, con los roces entre una mujer y su madre, el duelo de un predicador y sus hijas en Abide With Me, o los recovecos de una memoria familiar cercana al thriller en The Burgess Boys) y de una simplicidad engañosa. Miremos, por ejemplo, los títulos de sus libros, títulos que no intentan engatusarnos ni convencernos de nada. Son historias de silencios y personajes que tratan, a ratos desesperadamente, de comunicarse y quererse. Personajes que están siempre contándose (y reafirmándose al decir sus nombres, marcando así su lugar en el mundo, saliendo de la invisibilidad), o intentando explicarse, y que construyen su memoria, paseándose por ella como por un paisaje. Porque, la vida, nos dice la narradora de su última novela, consiste, más que nada, en todas esas cosas que no sabemos hasta que es demasiado tarde.

Las verdades de Strout son simples, sin disfraces. Hay quien podría decir (y, en realidad, ya hay quienes lo han dicho) que su prosa a veces se acerca peligrosamente a lo cursi. Y es así: se acerca, como todos lo hacemos en nuestras vidas cotidianas, pero siempre para darle una vuelta a los lugares comunes, para entregarnos algo nuevo y que no sabíamos que estábamos buscando.

Una última escena, ahora de Oh William!: en un momento, Lucy reflexiona sobre las primeras noches que pasó sin su marido, luego de dejarlo. Cuenta que dormía en el departamento de alguien que daba directo a un museo y que, todas las noches, cuando se desvelaba, veía siempre una luz encendida allí. En su fantasía, ella imagina que hay alguien a quien le gusta tanto su trabajo en el museo, algún estudioso que siente tanta pasión por el arte, que se queda hasta tarde investigando. Y esa luz le da esperanza. La hace confiar en que todo saldrá bien. Luego se entera de que esa luz en realidad estaba siempre encendida, pero eso, más que decepcionarla, la hace pensar que es incluso esa esperanza de luz lo que nos salva. O puede salvarnos.

Y, aunque no quiero hacer ningún spoiler, esta última novela termina con la dedicatoria de la autora para su marido y, también, “para todo aquel que lo necesite”.

Oh William! (la novela, luminosa, de una Lucy en duelo por la muerte de su marido, aún repasando su memoria y acompañando a su ex en un viaje para entender a su propia madre) termina con esas palabras: “esto es para ti”.

Y es verdad, es para todos nosotros.

La necesitamos.

Tanta luz.

*María José Navia es escritora y académica en la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

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