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Libros

28 de Enero de 2022

Columna de Montserrat Martorell: Hablar en voz alta

¿Qué pasa cuando nos damos cuenta de que nos quedamos callados demasiado tiempo? ¿Cuando las cosas que queríamos decir se convirtieron en un polvo viejo? Vuelvo a Virginia Woolf, mi madre literaria, mi referente eterno. En “Un cuarto propio”, publicado en 1929, la escritora inglesa nos habla de un silencio histórico que nos ha rodeado a las mujeres.

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“Me prometí que diría lo que pensaba y que lo diría a mi manera”, escribió Virginia Woolf hace más de ochenta años. He meditado mucho esa frase, esa cita, precisamente porque hay cosas que no decimos nunca. Quizás porque ignoramos que fueran importantes, quizás porque no nos atrevimos, quizás porque sentíamos que no nos estaban viendo. Y qué importante es eso: ver al otro. 

El otro día leía que Jacques Lacan decía algo así como que un gran acto de generosidad era ponerle atención a la persona que estaba contándonos una historia. Y pensé cuántas veces soltamos el presente, cuántas veces el presente se difumina y nos encaminamos hacia espacios donde no nos acompaña el resto. Y lo veo: lo veo cuando estamos con los demás. La tecnología ha irrumpido en nuestra vida. Con la pandemia se ha vuelto aún más dominante. Es difícil abstraerse de eso. Pareciera que nunca estamos solos. Pareciera que nunca podemos estar solos. ¿Y por qué eso debería llamarnos tanto la atención?  Al final uno siempre va caminando, entre galopes de palabras, con sus dudas, con sus cuestionamientos, con sus conversaciones internas, con sus fantasmas sin cabeza. Es lo que pasa con la lectura. Uno piensa que se sumerge en una novela, en un cuento, en un poema, con mucho silencio y con mucha soledad. Pero no es así. Abrimos un libro con la vida abierta, con la herida abierta. Leemos con nuestros miedos, nuestros prejuicios, nuestros muertos vivos, nuestros muertos muertos, con esperanza, con sueño, con deseo. Nunca estamos absolutamente solos. Y por eso la literatura es como la vida. Se aprende viviendo. Se aprende haciendo. Se va bailando en la grieta, se va bailando en la duda. Y es cierto: allí, debajo de nuestros propios infiernos, se encuentran a veces las respuestas, pero hay que saber salir. Hay que romper el mutismo. Hay que hablar en voz alta. Hay que tejer las pausas, transformar las pausas, cultivar las pausas. Nadie se quiere quedar eternamente ahí. Para eso va a estar el resto de nuestra no existencia. Para quedarnos callados. Para que nuestras voces no se escuchen más.

Es lo que pasa con la lectura. Uno piensa que se sumerge en una novela, en un cuento, en un poema, con mucho silencio y con mucha soledad. Pero no es así. Abrimos un libro con la vida abierta, con la herida abierta. Leemos con nuestros miedos, nuestros prejuicios, nuestros muertos vivos, nuestros muertos muertos, con esperanza, con sueño, con deseo. Nunca estamos absolutamente solos.

¿Y en el intertanto? ¿Qué pasa cuando nos damos cuenta de que nos quedamos callados demasiado tiempo? ¿Cuando las cosas que queríamos decir se convirtieron en un polvo viejo, en una sacada en cara que ya nadie quiere nombrar? Vuelvo a Virginia Woolf, mi madre literaria, mi referente eterno. En “Un cuarto propio”, publicado en 1929, la escritora inglesa nos habla de un silencio histórico que nos ha rodeado a las mujeres. Propugna que Anónimo, por ejemplo, ha sido siempre una mujer y que nuestro género ha estado asociado al miedo por mostrarse, al miedo por rebelarse, al miedo por defender, al miedo por gritar, al miedo por acusar, al miedo por enaltecernos frente a los ojos del resto. Y es tajante: “Creo que pasará aún mucho tiempo antes de que una mujer pueda sentarse a escribir un libro sin que surja un fantasma que debe ser asesinado, sin que aparezca la peña contra la que estrellarse”. Ese miedo ha sido impuesto por los hombres y las mujeres víctimas de una cultura que impidió durante mucho tiempo su propia independencia.

Un dato importante: el Premio Nacional de Literatura es nuestro país se entrega desde 1942. Han pasado ochenta años y sin embargo sólo cinco escritoras, cinco escritoras que se cuentan con los dedos de una mano, se lo han ganado: Gabriela Mistral, Marta Brunet, Marcela Paz, Isabel Allende y Diamela Eltit. Y por eso, muchas veces, entendiendo ese camino de piedras y de demonios que nos cierran la boca, le pregunto majaderamente a las personas que leen cuántos libros de autoras tienen en su biblioteca. Créanme, las respuestas los harían llorar.

Y por eso, muchas veces, entendiendo ese camino de piedras y de demonios que nos cierran la boca, le pregunto majaderamente a las personas que leen cuántos libros de autoras tienen en su biblioteca. Créanme, las respuestas los harían llorar.

Hoy hay poderosas narradoras que escriben con fuego, con cuerpo y con corazón. Me refiero a Verónica Zondek y a Soledad Fariña y a Rosabetty Muñoz y Ana María del Río y Teresa Calderón y Elvira Hernández. Y me refiero a Andrea Jeftanovic y María José Ferrada y Sara Bertrand y Mary Rogers. Y me refiero a Valentina Vlanco y June García y Catalina Infante. La lista no se detiene. Y AUCH (Autoras Chilenas) es un ejemplo de ello (un colectivo que tiene casi tres años de existencia y reúne a la mayoría de las narradoras de nuestro país). Yo pertenezco a esa comunidad. Todas somos escritoras que escribimos nuestro tiempo, nuestro cuerpo. Y tratamos de romper los moldes y habitar el espacio público. Así que no, no, no voy a soltar esta idea. Me gustaría que tú, lector, miraras tu velador y te respondieras algunas dudas que me alcanzan:

¿Cuántos libros escritos por mujeres tienes cerca tuyo? ¿Cuántos libros firmados por autoras hay en tu biblioteca? ¿Cuántos libros recomiendas que fueron escritos por ensayistas? ¿Cuántos libros de mujeres regalas a los demás? Cuando empecé mi doctorado en literatura hispanoamericana sabía una cosa: quería profundizar en la narrativa escrita por mujeres. Me parecía que era importante, que era necesario, que era urgente. Que existía una invisibilización del trabajo de nuestras poetas. Por eso me preocupé de que la bibliografía que ocupaba como académica -trabajo a tiempo completo haciendo clases en la universidad- fuera de mujeres. Y cuestionar nuestro canon y replantear nuestro canon y cambiar nuestro canon porque si algo tienen las palabras es su capacidad de moverse, de retorcerse, de encontrar un lugar desde donde germinar y llegar a alguna parte. Y esa parte es nuestra vida. Y esa parte es nuestra historia. Y por eso quiero que haya más Mariana Enriquez, más Sor Juana Inés de la Cruz, más Sylvia Plath, más Lorrie Moore, más Samanta Schweblin, más Ana María Matute y Carmen Martín Gaite y Agota Kristof y Margarita García Robayo y Camila Sosa Villada y Susan Sontag y Elvira Lindo y Alfonsina Storni y Selva Almada y María Monvel. Ayer y hoy. Todas vivas. Ayer y hoy. Todas grandes, sagradas, eternas. Brontë, Austen, Le Guin, Duras. Y la vida y la vida y la vida. Eso hacía Virginia Woolf. Escribía desde su tiempo, afuera de su tiempo, contra su tiempo y nos enseñó algo que nos sigue rodeando a las mujeres de la palabra escrita, a las mujeres de la palabra hablada: “La señora Dalloway decidió que ella misma compraría las flores”. ¿Y tú, me acompañas a buscarlas?

*Montserrat Martorell es periodista y escritora, Máster en Escritura Creativa y Candidata a Doctora en Literatura Hispanoamericana. Es profesora universitaria y hace talleres literarios. Autora de las novelas “La última ceniza”, “Antes del después” y “Empezar a olvidarte”. Actualmente escribe su cuarto libro.

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