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Opinión

7 de Marzo de 2022

Columna Montserrat Martorell: Mujeres deseantes

La imagen muestra a Montserrat Martorell frente a varias mujeres

Una vez, conversando con la escritora española Julia Navarro, me dijo que el que no era feminista era un antidemócrata. Tenía razón. Y por eso escribo hoy sobre el rol de nosotras las mujeres, sobre nuestros desafíos, sobre el campo literario y sobre el mundo académico, que son los lugares que conozco.

Montserrat Martorell
Montserrat Martorell
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Me gusta el #8M. Me gusta salir a la calle, caminar junto con mis amigas, con desconocidas, con mujeres que están cruzadas por el mismo tiempo. Reunirme con mis colegas de la universidad, trabajar criterios que nos ayuden a mejorar las políticas de género, leer textos en voz alta, cantar, compartir, discutir, tejer esa intimidad colectiva que es también política, que tiene sentido, que abre espacios. El feminismo nos ayuda a todas. El feminismo nos hace bien a todos.

Me acuerdo de que una vez, conversando con la escritora española Julia Navarro, me dijo que el que no era feminista era un antidemócrata. Tenía razón. Y por eso escribo hoy, ocho de marzo de 2022, sobre el rol de nosotras las mujeres, sobre nuestros desafíos, sobre el campo literario y sobre el mundo académico, que son los lugares en que me muevo, que son los lugares que conozco. Y siento que nos falta. Que falta camino todavía, pero que avanzamos. Que cada mes, en cada librería, aparecen nuevas autoras, que en muchas clases que hago, como profesora universitaria, a veces veo más alumnas que alumnos.

Y siento que nos falta. Que falta camino todavía, pero que avanzamos. Que cada mes, en cada librería, aparecen nuevas autoras, que en muchas clases que hago, como profesora universitaria, a veces veo más alumnas que alumnos.

Esa observación no es menor. ¿Cuántas de sus abuelas ingresaron a la educación superior? Varias veces he preguntado eso en las salas de clases. Una, dos, tres personas levantan la mano. No más. El resto: silencio. Ustedes, les digo, están también cambiando la vida de sus familias, de su genealogía, homenajeando a todas las mujeres de su linaje que se encontraron con un mundo que no estaba diseñado para que fueran las protagonistas de sus propias vidas y que aun así dieron sus batallas para que las generaciones de hoy reescriban sus historias, busquen sus propias formas de relacionarse, busquen sus propios modos de amor y de vínculos y de independencia. Vivir implica encontrar nuevos ritmos y saber que venimos de un lugar -que ese lugar no nace con una y que ese lugar merece respeto, reconocimiento y memoria-. Y eso es importante porque a las mujeres nos ha costado ocupar los espacios públicos.

¿Sabían que siete años duró el debate en el Congreso que nos permitió entrar a la universidad? Era 1877. ¿Sabían que recién en 1949 se reconoció legalmente nuestro derecho a voto? ¿Que pudimos divorciarnos en 2004? ¿Que en 2017 se despenalizó parcialmente el aborto? Díganme si el camino para tener nuestra propia autonomía no ha sido difícil y que aún así, a veces, nuestros feminismos, los tuyos, los míos, se ven amenazados por ese ADN patriarcal que nos cuela y que nos sigue pegando fuerte: en las oficinas, en las casas, en nuestras relaciones de pareja.

Escribo esto y no puedo dejar de pensar en Amanda Labarca, la primera mujer que fue profesora en nuestro país. Nació en 1886, murió en 1975, fue escritora, embajadora y se dedicó a la política. ¿Su gran bandera? El sufragio femenino. Fue subdirectora de la Escuela Normal Número 3, viajó a Estados Unidos, específicamente a la Universidad de Columbia, donde perfeccionó sus estudios. Después continuó con su especialización en La Sorbonne y reflexionó y pensó y se organizó colectivamente (en 1915, incluso, formó un Círculo de Lectura que se transformó posteriormente en el Consejo Nacional de Mujeres). Fue militante del Partido Radical y la primera latinoamericana en tener una cátedra en la universidad -de filosofía, más encima-. Una intelectual que ejerció la crítica literaria, que luchó por nuestros derechos civiles -contribuyendo a la abolición de las incapacidades legales que nos mantenían como menores de edad-. Una mujer rebelde que en realidad se llamaba Amanda Pinto, pero que cambió su nombre porque su familia la amenazó con desheredarla si no se casaba con el que fue su pareja, el escritor Guillermo Labarca.

No puedo dejar de pensar en Amanda Labarca, la primera mujer que fue profesora en nuestro país. Nació en 1886, murió en 1975, fue escritora, embajadora y se dedicó a la política. ¿Su gran bandera? El sufragio femenino.

Aplaudo a esa mujer. Aplaudo su arrojo, su valentía, su pensamiento que trascendió su propia vida. Aplaudo su sensibilidad, su fuerza, su temple. Y no fue la única. Pienso en Eloísa Díaz, Rebeca Matte y Michelle Bachelet. Pienso en Ana González, Elena Caffarena y Violeta Parra. Pienso en Gabriela Mistral. Pienso en María Monvel. Pienso en Isidora Aguirre. Pienso en Julieta Kirkwood. Pienso en esas 14 mujeres que van a asumir 14 ministerios el próximo 11 de marzo. Pienso en mi tatarabuela, Emilia Guitart, que siempre quiso ser actriz y que no pudo. Su primo hermano, en cambio, Enrique, se convirtió en uno de los más importantes de Barcelona. Cómo no compararla con Judith, la hermana ficticia de Shakespeare, de la que nos habla Virginia Woolf en Una habitación propia y que nos dice que “hubiera sido imposible, del todo imposible, a una mujer escribir las obras de Shakespeare en la época de Shakespeare”.

Cito:

“Tenía el mismo espíritu de aventura, la misma imaginación, la misma ansia de ver el mundo que él. Pero no la mandaron a la escuela. No tuvo oportunidad de aprender la gramática ni la lógica, ya no digamos de leer a Horacio ni a Virgilio. De vez en cuando cogía un libro, uno de su hermano quizás, y leía unas cuantas páginas. Pero entonces entraban sus padres y le decían que se zurciera las medias o vigilara el guisado y no perdiera el tiempo con libros y papeles”.

Pienso en mi bisabuela, Gilda Capparelli Dadino, que con sólo 19 años cruzó sola el Atlántico para llegar a América llena de esperanza. Pienso en Eliana y Elsa, mis abuelas mágicas, que arribaron a Santiago desde Valdivia y desde Buenos Aires y que me enseñaron la vida simple, la vida compleja. Pienso en mi madre, Ilsen, que partió a Argentina a estudiar periodismo cuando tenía solo 18 o en mi hermana Florencia que es médica y que hace del día a día un lugar para ella y para los otros. Y tantas más.

¡Tantos rostros, tantas épocas, tantos años, tantas geografías y tantos nombres que se nos escapan! Y voy dibujando sus iniciales con admiración, pero también con rabia. Porque las puertas han sido cerradas a las mujeres a lo largo de la historia, porque cuando uno ve la lista que compone quiénes han sido rectores de la Universidad de Chile se da cuenta de que son solamente hombres. Desde 1843 a 2022 no ha habido una sola mujer. ¿Por qué sucedió eso? ¿Por qué sigue pasando? Me genera alivio y esperanza saber que eso va a cambiar durante este año y que las mujeres vamos a seguir multiplicándonos, haciendo ruido, haciendo un ruido sabio, un ruido sano, ese que contribuye, que aporta, que tiende puentes, que dialoga, que se acerca, que reflexiona, que es crítico y observador. Que es humano. Que está vivo.

Cuando uno ve la lista que compone quiénes han sido rectores de la Universidad de Chile se da cuenta de que son solamente hombres. Desde 1843 a 2022 no ha habido una sola mujer. ¿Por qué sucedió eso? ¿Por qué sigue pasando?

En este #8M quiero imaginarme un mundo sin violencia intrafamiliar, un mundo sin acoso, sin abusos, sin maltratos, sin invisibilizaciones, sin palabras mudas. ¿Vieron la película “Todo sobre mi madre” de Pedro Almodóvar? Ahí, La Agrado, personaje inolvidable, confiesa una frase de esas que dan ganas de tatuarse en la frente: “Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”. Qué ganas de que todas las niñas lleguen a convertirse en mujeres que se sientan así, orgullosas y dueñas de su destino, orgullosas y dueñas de su cuerpo, de su cabeza, de sus ideas, de sus ambiciones, de sus anhelos, de sus sensibilidades, de sus sentires, de sí mismas. Mujeres deseantes. Eso es lo que quiero hoy. Eso es lo que quiero siempre. Y que ese mundo nos reciba sin discriminación y con justicia, sin golpes y con igualdad, porque como dijo la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie: “Todos deberíamos ser feministas”. Que no se nos olvide eso.

*Montserrat Martorell es periodista y escritora, Máster en Escritura Creativa y Candidata a Doctora en Literatura Hispanoamericana. Es profesora universitaria y hace talleres literarios. Autora de las novelas “La última ceniza”, “Antes del después” y “Empezar a olvidarte”. Actualmente escribe su cuarto libro.

También puedes leer: EXTRACTO. “El feminismo made in Chile”, de Yanira Zúñiga


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