Opinión
25 de Marzo de 2022Columna de Diana Aurenque: Marzo, Música y Marcianeke
Marzo ¿musicalmente político? Tal cual. Marcó el inicio del nuevo gobierno de Gabriel Boric y, en paralelo, fue mes de la música; del apogeo de conciertos y eventos musicales por mucho tiempo postergados. Entre ellos, el Lollapalooza, probablemente tan esperado como el cambio de gobierno.
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Marzo sobrepasó marzo. Porque no sólo marcó la vuelta a los establecimientos educacionales y el fin de las vacaciones, sino que, esta vez, fue un mes lleno de política y música.
Marzo ¿musicalmente político? Tal cual.
Porque marzo se caracterizó por el inicio del nuevo gobierno de Gabriel Boric, un hecho histórico, pero, en paralelo, fue mes de la música; del apogeo de conciertos y eventos musicales por mucho tiempo postergados. Entre ellos, el Lollapalooza, uno probablemente tan esperado como el cambio de gobierno.
Ese hecho musical, tan trivial en apariencia para algunos, es, sin embargo, tanto o más importante que los eventos políticos recientes. ¡Evidentemente!
Porque aunque se piense que “la política” principalmente es profesión, jamás lo es.
En paralelo, fue mes de la música; del apogeo de conciertos y eventos musicales por mucho tiempo postergados. Entre ellos, el Lollapaloza, uno probablemente tan esperado como el cambio de gobierno.
La política es vivir en la “polis”, ciudad, sociedad o Estado; refiere a todo lo que involucra nuestro entramado social. Con o sin cargos, armónico o disruptivo, respiramos, habitamos y también cantamos y oímos política, porque somos ineludiblemente sociales, “políticos”, incluso ahí, cuando somos “anti” sociales o “anti” políticos.
Nuestras dependencias con, hacia y entre otros y otras es, de algún modo, un destino común; porque, como ya decía John Donne, que más comprendía por poeta que por otra cosa, “ningún ser humano (man) es una isla”; todos condenados a estar con otros.
Así, por un momento, la relación entre música y política no puede extrañar.
En Chile, en particular, lo sabemos: no solo por Violeta Parra, Victor Jara o Los Prisioneros, sino también, por los y las otras voces de los “tiempos mejores”, por ejemplo en la voz de los noventa de Lenwa Dura, Ana Tijoux o, posteriormente, Matiah Chinaski o SubVerso.
Nuestras dependencias con, hacia y entre otros y otras es, de algún modo, un destino común; porque, como ya decía John Donne, que más comprendía por poeta que por otra cosa, “ningún ser humano (man) es una isla”; todos condenados a estar con otros.
El habla siempre encarna, denuncia e interpreta. La música y sus descargos interpelan un poco más que el texto escrito, porque su registro y conmoción se siente no solamente desde el análisis, sino desde el cuerpo y su “gran” razón como diría Nietzsche.
Entonces, ¿escuchamos? ¿En medio de tantas esperanzas e incomprensiones políticas? ¿Nos oímos entre tanto concierto y sonidos?
Un ejemplo: antes de Lollapalooza, sabíamos de Marcianeke -uno de los nacionales que participó en esa tribuna-. Su presentación, tan comentada en RRSS y otros medios, recuerda el mismo juicio que, hace algunos años atrás, recibía Paloma Mami, en idéntico escenario. En el foco dos cosas: la pregunta por su imagen y por su talento musical.
Y de ahí la misma pregunta se repite para algunos, ¿por qué Marcianeke es tan exitoso? ¿un joven de la nada con éxitos “de taquilla” como diríamos los más viejos?
Si tras este Lollapalooza no tenemos respuesta, en plena instalación de un nuevo gobierno, creo, deberíamos preocuparnos. Porque Marcianeke, con sus canciones, no sólo da cuenta de realidades que para un grupo de chilenos no sólo son desconocidas e, incluso, ininteligibles; sino que, para otros, son plenamente comprensibles.
Y de ahí la misma pregunta se repite para algunos, ¿por qué Marcianeke es tan exitoso? ¿un joven de la nada con éxitos “de taquilla” como diríamos los viejos? Si tras este Lollapalooza no tenemos respuesta, en plena instalación de un nuevo gobierno, creo, deberíamos preocuparnos.
Independiente de la crítica musical, que como la mayoría de la crítica experta (literaria, cinematográfica, filosófica, etc.), tiende a ser ruda y sesgada, hay que reconocer lo profundamente honesto de Marcianeke: todo es relato, pegajoso, de un casi veinteañero no de un sector de Chile, sino de un vocero; representante de una vida extendidamente violenta y desprotegida, sin Estado ni perspectivas –aquí en Chile todo el tiempo-.
Un representante de un grupo enorme de jóvenes que dejaron de creer en los “12 juegos” – como decían Los Prisioneros- para la movilidad social; la promesa noventera de “estudiar para tener un buen futuro”. Pero de esa desazón, y aquí la clave, tampoco quieren ser “víctimas”; ni del poder, de los “cuicos” o del Estado.
Marcianeke, así como Pablo Chill-E o Tomasa del Rey, abogan por una defensa reactiva, claramente identitaria, por los y las “flaytes”; un orgullo desde la realidad que les acontece, y no de la promesa incumplida institucional –de las calles que los gobiernos no conocen realmente más que en datos y números-.
Marcianeke es un representante de un grupo enorme de jóvenes que dejaron de creer en los “12 juegos” – como decían Los Prisioneros- para la movilidad social; la promesa noventera de “estudiar para tener un buen futuro”. Pero de esa desazón, y aquí la clave, tampoco quieren ser “víctimas”; ni del poder, de los “cuicos” o del Estado.
Un gesto inédito en nuestra tierra, ese destape orgulloso, en una sociedad tan acostumbrada al manual de Carreño y su vivir en arribismos y aspiraciones ciegas. Pero que, por ese mismo orgullo inexperto, quizás de sí mismo, entraña resentimiento, dolor y también mucha autodestrucción.
Así, con estas tres M relatadas –Marzo, Música y Marcianeke– deberíamos dar con la gran “P” de política. Una que escucha no sólo al votante P-olitizado, sino también al otro P- a secas, al silencioso P-resente y P-oblacional – a Marcianeke y su diagnóstico y drama social-.
*Diana Aurenque es filósofa. Directora del Departamento de Filosofía, USACH.
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