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Opinión

3 de Marzo de 2022

Columna de Constanza Michelson: Cuando no hay de qué afirmarse

La imagen muestra a Constanza Michelson frente a una persona con pánico y la palabra miedo escrita a lápiz

A pesar de saber cada vez más cosas, y ser capaces de opinar acerca de todo, se infiltra de manera insidiosa la sensación de que no es posible comprender la complejidad de la realidad. Inquietud que puede aparecer en el insomnio, la taquicardia o el colon.

Constanza Michelson
Constanza Michelson
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Si hay algo común desde hace un buen rato es la sensación de extrañamiento del mundo. De que a pesar de saber cada vez más cosas, y ser capaces de opinar acerca de todo, se infiltra de manera insidiosa la sensación de que no es posible comprender la complejidad de la realidad. Inquietud que puede aparecer en el insomnio, la taquicardia o el colon. El pánico debe su nombre al dios Pan, amo de la destrucción del orden social. Un ataque de pánico es eso: la caída del mundo conocido, la intuición de que la muerte o la locura está a la vuelta de la esquina. El pánico es la reacción a la pérdida de un mundo, que no es lo mismo que el fin del mundo: un mundo se nos puede terminar de muchas formas. Podría ser como el día siguiente a la muerte de un ser querido y atestiguar que todo sigue andando, y que así será también cuando nos llegue la hora. Pienso que quizá la sensación de cambio de época se viva un poco así.

A pesar de saber cada vez más cosas, y ser capaces de opinar acerca de todo, se infiltra de manera insidiosa la sensación de que no es posible comprender la complejidad de la realidad. Inquietud que puede aparecer en el insomnio, la taquicardia o el colon.

Un cliché de las teleseries viejas era la cachetada que se le pegaba a quien estaba en un ataque histérico, para que volviera a sí. Hoy la cachetada puede ser una pastilla, una que sea fuerte; pero la metáfora del golpe es la misma: ante lo abierto del pánico es mejor un dolor o un miedo nítido. Aunque suene raro, el miedo puede ser un mecanismo de defensa. El ataque de pánico, individual o social, busca remedio en algo cerrado: una fobia, un asco, un enemigo, un órgano inflamado en la hipocondriasis, una sustancia que organice la vida en la adicción, una conspiración, una teología que ponga en orden las cosas.

En La piedra de la locura, Benjamín Labatut rastrea algunos hilos que llevan a la trama del presente, sus manías y sus sustos: la intuición que tuvo Lovecraft en 1926, sobre el retorno de los miedos atávicos. Pensaba que, ante una ciencia que avanzaría hasta mostrarnos nuestro lugar en el mundo (básicamente la caída del sentido), reaccionaríamos buscando refugio en una oscuridad de ideas premodernas.

Desde otro frente, por esos años el matemático David Hilbert se resistía a aceptar cualquier límite a nueva capacidad de comprensión, y buscaba establecer una base lógica incuestionable para las matemáticas, un sistema completo y libre de paradojas. Su actitud fue confiar en que el conocimiento no tendría límite. ¡Tenemos que saber! ¡Sabremos!, fueron sus proclamas al terminar una clase magistral, por cierto, mientras surgía el fascismo.

El tercer episodio que recoge Labatut es una extraña conferencia del escritor Philip K. Dick en los setenta, sobre la existencia de realidades paralelas; con una seriedad para temblar, anunciaba de algún modo la ezquizofrenización del mundo.  Si entonces aquello parecía inverosímil, ya nadie lo encuentra raro. Hoy cada uno parece habitar su propia realidad, y hace algunos días apareció la noticia sobre una mujer que probó la realidad virtual del Metaverso: sesenta segundos después de entrar fue violada en grupo. Dice haber quedado tan traumatizada como si fuese real.

El tercer episodio que recoge Labatut es una extraña conferencia del escritor Philip K. Dick en los setenta, sobre la existencia de realidades paralelas; con una seriedad para temblar, anunciaba de algún modo la ezquizofrenización del mundo.  Si entonces aquello parecía inverosímil, ya nadie lo encuentra raro.

Labatut toma estos antecedentes para dar con la textura de la época: la manía del saber y su síntoma: a mayor conocimiento, el costo es la pérdida de la comprensión del mundo. Y agrega que, a veces, la locura es una respuesta adecuada a la realidad. El psicoanálisis lo confirma: la locura es una forma de defenderse cuando no hay herramientas para enfrentar la verdad y sus agujeros.

¿Es posible pensar en aguas abiertas sin pánico, ni salvavidas delirantes? Cuando nos ahogamos pataleamos, pero a veces hay que ir contra el sentido común, detenerse y flotar, algo así como encontrar un sentido en común con el agua, con eso que es más grande que nuestra fuerza. Acá va mi listado de notas, pensamientos, lecturas, de quienes creen que es posible pensar en y con lo abierto.

1. ¿Por qué la idea de la ciencia que se divulga muchas veces oscila entre la soberbia y una linealidad aburrida, anticuada? Quizá para defenderse de los conspiracionismos y oscurantismos que crecen. Pero lo que sé es que esas defensas de la ciencia como si fuese el calco de la realidad o una teología, no coinciden con parte importante de la ciencia actual que trabaja con la incertidumbre y el caos. Isabelle Stengers es científica y filósofa, se preocupa por estos asuntos, y no tiene complejos en hablar de razón, magia y espiritualidad.

Cuenta que Barbara Mc Clintock fue considerada “una vieja loca” durante años por su método, pero terminó ganado el Nobel por sus investigaciones citológicas. Al maíz no le imponía un modelo para probar sus hipótesis, sino que dejaba que su material hablara. A veces debemos dejarnos intrigar por la vida fue su lección: cada maíz tiene su historia singular, sus condiciones de posibilidad y un devenir. Demostró que la deducción requiere de “una suerte de arte en el que participa la sensibilidad”. Puso en juego la forma dominante de comprensión, y fue la precursora de las descripciones actuales.

Barbara Mc Clintock fue considerada “una vieja loca” durante años por su método, pero terminó ganado el Nobel por sus investigaciones citológicas. Al maíz no le imponía un modelo para probar sus hipótesis, sino que dejaba que su material hablara. A veces debemos dejarnos intrigar por la vida fue su lección: cada maíz tiene su historia singular.

Stengers toma como modelo de pensamiento esta forma del conocimiento de la vida concebida en la interacción y su cuota de caos. No se trata de extrapolar alguna moral buenista – palabras que suelen terminar inofensivas, separadas de su potencia de tanto repetirlas –, no se trata de una alegoría a la interacción como bondad, sino a la verdad de la contaminación entre las cosas que a la vez permite la vida de cada una.

La atmósfera de Marte cumple a la perfección con las leyes de la termodinámica, mientras que la composición química de la de la Tierra es un escándalo termodinámico: algo le permite desafiar las probabilidades, y ese algo, dice Stengers (citando a Lovelock) son los seres vivos. Somos una especie de error. La generación de vida es siempre acontecimiento, un entrelazamiento de cosas. Perfectamente podría ser pensado como un acto de gracia.  A fin de cuentas, somos por y con otros, y esa forma de pensar es también una forma de conocer, de dejarse afectar. Negarse a esa apertura quizá tenga que ver con la pregunta de Stengers: ¿qué le falta a la ciencia para tener el poder de ser tomada en cuenta? Más allá de los “como sí” de las negociaciones que transforman el asunto climático en unas cifras negociables. Hace falta quizá otras formas de pensar, un saber implicado. Un saber no es algo que se tiene, sino algo que se padece: se piensa en jaque. Incómodos.

La vida, cada vida en particular no puede proliferar independiente de sus interacciones: pareciera que la naturaleza podría seleccionar vínculos antes que individuos. Stengers llama a una inteligibilidad como ésta, principio de narración.

2. “Nunca en mi vida he amado a pueblo o colectivo alguno, ni judío, ni alemán, no me amo a mí misma”, decía Hannah Arendt a propósito de la critica que recibía por no amar al pueblo judío del cual provenía. Agregaba: sólo amo a mis amigos. Lo que quería decir es que no se aman esencias abstractas, ése sería un amor moral. Las palabras de Arendt surgen tras la catástrofe nazi y las ideas de pureza de la raza que traen paranoia, segregación y muerte. La locura de lo cerrado, para evitar el pánico.

El siglo XXI trae otro desafío derivado de éste: cómo se reivindica a un pueblo, a un colectivo, a un género humano cuando ha sido pasado por alto, sin coagularlo en esencialismos étnicos o de cualquier tipo. La filósofa chilena Cecilia Sánchez recoge la potencia de la idea de pluralidad en Arendt: no es la sumatoria de identidades lo que cuenta, como en el multiculturalismo. Lo plural es asumir una perspectiva, una posición desde donde se habla, una etnia, un nombre, un color; sin embargo, no se trata de esencias fijas. Es en el devenir de las interacciones, en el “entre” donde nace algo, la vida sigue, hay apertura, regeneración. Los esencialismos congelan, crean otra vez chivos expiatorios: vecinos que pronto pasan a ser las nuevas víctimas. Las víctimas cambian de lugar. El asunto no es moderar, como se ha dicho tanto, las reivindicaciones identitarias, sino pensar su lugar sin afiebrar los esencialismos de la sangre. Pluralismo es dar igualdad en la interacción: como iguales políticos es que es posible constituir sentido en común: un mundo en el que compartir la responsabilidad sobre él.

“Nunca en mi vida he amado a pueblo o colectivo alguno, ni judío, ni alemán, no me amo a mí misma”, decía Hannah Arendt a propósito de la critica que recibía por no amar al pueblo judío del cual provenía. Agregaba: sólo amo a mis amigos.

3. Gabriel Josipovici hace un análisis magnífico de la Biblia. Dice que ésta se puede leer de manera cerrada o abierta. Las consecuencias son mundos de diferencia. La Biblia tiene unos sinsentidos brutales: personajes que ningún crítico literario admitiría, una escritura sin jerarquías (que las traducciones no respetan), pero sobre todo, momentos de tensión que algunos de los evangelios prefieren cerrar. La teología es el forzamiento de una lógica para que las cosas tengan un sentido, eso es una moral. Pero hay evangelios que sostienen la tensión sin superarla, las paradojas, la soledad. Cuando Jesús dice: Dios por qué me has abandonado; Mateo, a diferencia de otras escrituras, lo deja así, abandonado. Porque eso pasa. Porque en la vida las cosas salen mal, hay cosas que no tienen sentido.

La Biblia sería, a fin de cuentas, un relato realista, pero lo que cuenta son las respuestas a la vida: frente a un dolor unos matan, otros hacen un mundo. La condición humana es lidiar con lo abierto: los discursos pueden decir cómo vivir, pero lo cierto es que nos jugamos una respuesta, cada vez. Somos animales éticos, a tumbos resolviendo. Cuando forzamos las cosas para darnos certezas, con facilidad hacemos malas lecturas, reducimos nuestro repertorio de gestos, miramos hacia abajo y forzamos razones, unas más locas que otras. La Biblia es un documento, que, como la vida, puede leerse desde “el principio narrativo”, no desde una teología, sino como un devenir: no hay triunfos, cada victoria momentánea implica otro dilema posterior. La vida se mira en largo plazo, en su acontecer.

La Biblia tiene unos sinsentidos brutales: personajes que ningún crítico literario admitiría, una escritura sin jerarquías (que las traducciones no respetan), pero sobre todo, momentos de tensión que algunos de los evangelios prefieren cerrar.

4. Ursula K. Le Guin dice que las personas masculinas tienden a las frases cortas y a tener escopetas. Como Hemingway: un escopetazo. Pum. Una frase corta. Los heroísmos tienen esa estructura. Pero pienso que la vida está llena de puntos y comas, y puntos que nunca son tan finales. Quizá sea una perspectiva más mediocre desde el punto de vista del orgullo, pero hay también la posibilidad de la risa. Y el perdón. Leí que lo contrario del pudor – que es una forma de tapar la vergüenza– no es la liberación sexual ni la exhibición, sino la risa.

Si la vergüenza cuida un orgullo, la obligación de mostrarse orgulloso es otra forma de no aceptar nuestra condición mortal. El humor, cuando no es burla, es una inteligencia: lo puede decir todo -a diferencia de la neurosis que cree que puede tapar (la muerte) – para igualarnos. Esa es la seriedad del humor. El humor es también asimilar algo, separar el pensamiento de la emoción: la emoción tiene algo totalitario. La risa abre, ahí donde alguien puso un punto final. Es un contrapoder. Pero tampoco un poder, la risa no busca tener la razón. Es una complicidad en esta historia. Y es perdón, digerir algo. La salud social puede evaluarse respecto de qué elementos tiene una sociedad para digerir el trauma y si ha generado las condiciones para el perdón. Lo demás es culpa neurótica (o sea no repara nada).

Ursula K. Le Guin dice que las personas masculinas tienden a las frases cortas y a tener escopetas. Como Hemingway: un escopetazo. Pum. Una frase corta. Los heroísmos tienen esa estructura. Pero pienso que la vida está llena de puntos y comas, y puntos que nunca son tan finales.

El pánico tiende a las defensas que destruyen, porque es más fácil; mientras que la regeneración de la vida requiere atención, espera, sutilezas, atender a la interacción. La vida es un entrelazamiento que la hace posible. De esa fragilidad venimos, sin causa sin garantías. Eso nos hace terrestres.

*Constanza Michelson es psicoanalista y escritora. Su último libro es “Hacer la noche”.

También puedes leer: El amor en los tiempos del Covid según la psicoanalista Constanza Michelson


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