Día de la educación rural: Dos historias excepcionales en los extremos de Chile
En Chile son más de 33 mil los educadores que trabajan en escuelas rurales. Su labor es fundamental en sitios en que la falta de tecnología, escaso desarrollo o en que el aislamiento manda. Dos pedagogos del norte y sur de Chile nos cuentan cómo hacen que sus alumnos sean motores de cambio y que su esfuerzo sea positivo y fundamental en comunidades más pequeñas como la de los pueblos del país. La visión de profesores rurales en narraciones llenas de creatividad, dedicación y amor por la infancia.
Por Jorge López OrozcoCompartir
El 7 de abril de 1889 llegaba al mundo la poetisa Gabriela Mistral y 109 años después, en honor a su natalicio y al trabajo que se desempeñó como profesora, el Ministerio de Educación decidió que desde 1998 en este día se conmemoraría la Educación Rural en Chile. La Mistral que hizo clases a comienzos del siglo XX en la Compañía Baja, una villa cercana a La Serena, perduró por más de una década viajando y educando niños en La Serena, Santiago, Punta Arenas o Temuco.
La ruralidad de ese entonces, un siglo más tarde, es muy distinta. El año 2021, según el Instituto Nacional de Estadísticas, los habitantes que viven en zonas rurales disminuyeron alcanzando solo al 11,4% del total nacional, no conforman una cifra baja. Son alrededor de 2.247.64 de personas, siendo muchos de ellos niños y jóvenes en edad escolar.
Según las últimas cifras entregadas por el Mineduc, en Chile existen 3.317 establecimientos rurales, que corresponden al 30% del total país y que tienen unos 300 mil estudiantes matriculados con más de 33 mil docentes preocupados de la enseñanza.
En los pequeños poblados del país o en zonas donde la población vive alejada entre sí, las escuelas rurales se transforman en un mundo social y educacional de vital importancia. Y el Estado tiene como deber escolarizar a los infantes, sean cuántos sean. Un 59% de los establecimientos rurales tiene cincuenta estudiantes o menos y un total de 76 tienen solo a un alumno matriculado.
“La educación rural, y sobre todo la rural multigrado, tiene el gran desafío de ofrecer una educación integral de calidad desde el contexto en que se sitúa”, señala Daniela Eroles, jefa de la División de Educación General de Mineduc. Los “establecimientos multigrado”, son en los que hay un solo profesor o profesora y que enseña a más de un curso –entre primero a sexto básico- al mismo tiempo y en una misma aula. “Es importante destacar que, pese a la pandemia, y gracias al profesionalismo y compromiso los y las docentes, desarrollaron habilidades antes desconocidas en ellos, utilizando la tecnología a su favor y logrando acercar a las familias al proceso de aprendizaje de sus niños y niñas”, enfatiza Eroles.
Hoy existen 1.785 escuelas rurales multigrado ubicadas en zonas aisladas con pocos habitantes y se encuentran en mayor número en las regiones de La Araucanía, Los Lagos, Maule y Coquimbo. Hablamos con dos de estos profesores, uno que trabaja en la localidad de Repollal comuna de Melinka, en el archipiélago de las Guaitecas y una docente que educa en Michilla, caleta de pescadores y puerto minero, enclavado al norte de Mejilllones.
Según las últimas cifras entregadas por el Mineduc, en Chile existen 3.317 establecimientos rurales, que corresponden al 30% del total país y que tienen unos 300 mil estudiantes matriculados con más de 33 mil docentes preocupados de la enseñanza.
Sus historias, muy distintas entre sí, se enlazan en un sentimiento de amor profundo por la educación y la infancia, que hoy por hoy contrasta tan fuertemente con un ambiente hostil post pandémico que impera en los colegios urbanos tras la vuelta a clases presenciales del 2022. Casi como la luz del faro en la oscuridad.
“Soy un profesor feliz”
“Me vine a trabajar a las Guaitecas por dos años que se transformaron en 14 de la noche a la mañana”, dice Paulino Pérez (41), profesor chilote nacido en Quellón y que se quedó desde los 27 en este austral archipiélago de la región de Aysén. Un lugar en que ha podido desarrollar la pedagogía “con estabilidad laboral y tranquilidad”, como revela vía contacto telefónico.
Desde casi una década es el encargado de la Escuela G-N 1017, ubicada en el sector del Repollal, distante a 14 kilómetros de Melinka en un camino que Paulino define como “terrible”. A pesar de ello la escuelita de Repollal cuenta con 20 alumnos, el tope de matrículas que puede tener el establecimiento. En Repollal casi no hay gente joven por lo que la mayor parte de sus estudiantes viaja en una micro que demora casi una hora desde el poblado de Melinka, rompiendo el paradigma de migración de lo rural a lo urbano: “Es debido al ambiente que creamos en el colegio: de buena convivencia, en que encontramos las habilidades de los estudiantes y hacemos lo posible por desarrollarlas y estar constantemente preocupado del aprendizaje de los niños, dice.
Para Paulino es mucha “la suerte de ser el profesor y el director de la escuela, porque las decisiones las tomo yo en base al beneficio de los estudiantes y su aprendizaje”. Cuenta que él es quien tiene que planificar, realizar y evaluar cada clase. Que debe preocuparse por los estudiantes, por su alimentación, por los proyectos, por regirse por los programas de asistencia a clases. Debe trabajar el plan de mejoramiento educativo, hacer toda la documentación que exige el ministerio y todo ello sin equipos de gestión: “Tú eres ese equipo y debes crear todos los instrumentos, gestionar todo lo que tiene que ver con la escuela. No hay a quién consultarle una duda, no tengo con quién nada. Acá estás solo y tienes que arreglártelas en este sentido”.
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A pesar que la ciudad de Quellón está relativamente cercana a esta isla, Paulino nunca había escuchado hablar de este sitio en que hoy vive y que está distante a seis horas de navegación de Chiloé. Cursó pedagogía en Castro en una sede de la universidad Arcis e hizo su práctica en una escuela rural en la isla perteneciente a la comunidad huilliche. Ese fue el momento exacto en que su vocación se fundamentó.
“Maestros como Héctor Leiva y Hugo Antipani, a quiénes admiro hasta hoy en día, me abrieron los ojos en este tipo de pedagogía. Me llamó la atención lo revolucionario en temas de ejercer la pedagogía de acuerdo al contexto en que estaba ubicado el colegio. Una pedagogía intercultural muy fuerte, creando textos en mapudungun, haciendo poesía con las comunidades mapuches y huilliches. Ese era su proyecto educativo-institucional y no lo tranzaban por nada”, recuerda.
Paulino se enamoró de la idea de ejercer la pedagogía en sectores rurales creada en ese contexto y en base a las necesidades de la comunidad. Fue un punto de inflexión.
“La educación rural, y sobre todo la rural multigrado, tiene el gran desafío de ofrecer una educación integral de calidad desde el contexto en que se sitúa”, señala Daniela Eroles, jefa de la División de Educación General de Mineduc.
Era el 2009 cuando postuló a una vacante como profesor de educación básica, con perfil de educador integral, en Melinka. Recuerda que lo llamaron un día viernes, el sábado tomaba la barcaza y el lunes estaba dando clases. Estuvo por cuatro años en el liceo de Melinka, acompañado por una treintena de colegas y educando a más de 300 estudiantes. Fue el profe de cuarto básico, hasta que al alcalde se le ocurrió la idea de enviarlo a Repollal. Sus habilidades musicales, deportivas, de gestión educacional y cercanía con gran parte de la comunidad lo transformaron en el flamante director-único profesor.
“Era un lugar con un estigma social, porque la escuela estaba bien descuidada y carecía de varios elementos. En ese momento teníamos a nueve estudiantes y estaba a punto de ser cerrada por falta de matrículas”. El establecimiento no tenía luz salvo por un generador eléctrico que “nos daba más contaminación acústica que beneficios lumínicos”, cuenta. Mucho menos tenían internet o locomoción para trasladar a los niños.
Lo primero que hizo fue escuchar a los papás, sus necesidades y reclamos. “Ellos convocaron una reunión y al principio todo fue muy tenso, pero luego de escucharlos, sus necesidades eran súper simples y nada alejadas a lo que uno podía hacer”. Las metas se hicieron más cercanas y los alumnos se transformaron en parte integral de la unión de la escuela con la comunidad.
Educan a 11 niñas y 9 niños de edades entre seis a once “con muchas ganas de aprender y poco contaminados con internet y las redes sociales”.
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Una de las claves del éxito educacional de la escuelita de Repollal es que sus actividades se han unido al resto de la comunidad. “Soy bien busquilla, busco la oportunidad”, cuenta cuando se le pregunta acerca de la asociatividad que ha tenido la escuela con otros actores sociales. Por ejemplo, con los vecinos de la fundación Meri a los que han ido a visitar un par de veces, como también sus científicos -expertos en ballenas- han ido a la escuela a dar charlas. Con la Armada también tendió lazos, sus alumnos han participado en campamentos ambientales en Milimoyu, viajado por el país en giras de estudio y participado en competencias internacionales de deletreo en inglés. Actividades y alianzas que se han acelerado después que el año 2020 Paulino fuera promovido como candidato chileno al Global Teacher Prize, y seleccionado como uno de los 50 profesores más importantes del mundo.
Casado con una terapeuta ocupacional, Paulino cree tanto en su proyecto educativo que la hija de ambos de 7 años cursa segundo básico en Repollal. “Ella no tiene ningún privilegio por ser mi hija, ni nadie los tiene. Acá somos todos iguales, todos merecemos lo mismo. A mí me interesa que los niños vengan contentos y con ganas y se vayan de la misma forma”, afirma el educador.
Lo primero que hizo fue escuchar a los papás, sus necesidades y reclamos. “Ellos convocaron una reunión y al principio todo fue muy tenso, pero luego de escucharlos, sus necesidades eran súper simples y nada alejadas a lo que uno podía hacer”. Las metas se hicieron más cercanas y los alumnos se transformaron en parte integral de la unión de la escuela con la comunidad.
Actualmente Paulino dejo de ser el único profe. Hay horas que son completadas por un educador de inglés, una maestra de educación intercultural, un pedagogo de música y una educadora diferencial. Pero él sigue siendo el profesor de casi todas las materias.
“La base de nuestra escuela es la confianza, el respeto, el trabajo con los demás, la empatía. Son sellos de nuestro proyecto educacional y que se plasman en un trabajo cotidiano. No hay faltas de respeto o gritos entre los alumnos o los adultos. Hay mucho respeto y cariño por lo que hacemos. Cada persona que viene a trabajar a esta escuela termina amándola porque se comprometen inmediatamente con esta pedagogía de acción que venimos trabajando hace tantos años de la misma forma”, resume.
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El ser director y principal profesor le ha dado facilidad en la toma de las decisiones y ello, cuenta, ha ayudado a contener socio-emocionalmente a los niños en la vuelta a las clases presenciales. Paulino aclara que, aunque sean 20 estudiantes instalados en una isla con poco más de 2 mil personas, el tema del Covid acá también motivo un cambio radical en sus vidas.
“No por estar tan alejados no sentimos el temor que provocan las noticias o el sensacionalismo que existe en la televisión. Nos afectó harto. Lo más terrible que tuvo la Pandemia fue el cierre de las escuelas”, se atreve a reconocer.
Durante ese período visitó la casa de cada niño, una vez por semana, para continuar los estudios y tratar de que el negativo efecto de no ir a la escuela no calase tanto. Además, consiguió apoyo de la empresa privada para entregar canastas de comida para las familias del colegio que no tenían recursos. El 2021 con la vuelta a las aulas, dividieron al grupo en dos y les daban clases separadas en media jornada. “Por suerte no se nos contagió ningún niño en la escuela y ahora queremos volver a ser una escuela con excelencia académica, es el norte de nuestro trabajo en la vuelta a clases de este año”.
Picando leña, bajo la lluvia, sin internet o jugando básquet para relajarse con los amigos, Paulino se atreve a reconocerse como “un profesor feliz” y no se podría imaginar estar en otro lugar. “Queremos mejorarlo todo, pero para los niños. Ellos son el presente, ellos son los reyes, son lo más importante, no hay otra cosa. Tenemos que trabajar para que los niños aprendan más y mejores cosas. Los niños son ahora, lo más próximo. El trabajo con ellos es hoy día, en este momento”.
Además, cree fundamental la importancia de enseñar a los primeros cursos básicos “porque esta etapa de la vida es una de las más hermosas y más cortas e importantes de los niños y las familias. Es tan preciada e importante que tiene que dejar una huella positiva en todos los seres humanos”.
Le pregunto cuál es su recuerdo más preciado en estos años de enseñanza y su respuesta acaricia el budismo: “Hoy día en la mañana el haber hecho clases. Y ahora estar acá con mi familia. Esos recuerdos bonitos, aunque suene romántico y lo que quieras, pasan todos los días. Todos los días termino mi jornada contento de haber trabajado con los niños. Termino muy cansado, pero es una felicidad grata lo que vivo. Son recuerdos hermosos todos los días”.
“Es ser como una mamá”
“Me preguntaron una vez que de dónde sacaba tantas ideas. Y yo le contesté que tenía una musa inspiradora”, dice riendo Rosa Contreras (56) profesora básica de la escuela “Lucila Godoy Alcayaga” G-98, de la caleta de Michilla, en la comuna de Mejillones.
Sus ideas son lúdicas y únicas, y son apoyadas por el director del establecimiento Jorge Rodríguez (61). El resultado ha motivado que la prensa se haya interesado en un par de ocasiones por lo que ocurre en este casi anónimo punto del desierto chileno en la que se educan 20 niños entre los 6 y 12 años de edad.
Picando leña, bajo la lluvia, sin internet o jugando básquet para relajarse con los amigos, Paulino se atreve a reconocerse como “un profesor feliz” y no se podría imaginar estar en otro lugar.
Rosa Contreras está casada con el director Jorge Rodríguez hace 38 años. Tienen tres hijos, de los cuáles dos –mujeres ambas – también trabajan en educación en otros establecimientos de la región de Antofagasta. Rosa cuenta que cuando se casaron decidieron irse a vivir a Mejillones donde Jorge se desempeñaría como profesor de religión. “Con el tiempo entré a trabajar como asistente de aula, partí bien de abajo”, recuerda. Luego el amor por la sala de clases la motivó para estudiar pedagogía y se convirtió en profesora de educación básica. “Estuvimos alrededor de 28 años trabajando en Mejillones”, dice Rosa.
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Hace seis años atrás fue el momento cuando el alcalde Marcelino Carvajal le planteó a la pareja la idea de ir a trabajar a Michilla, 54 kilómetros más al norte, para trabajar en la escuela rural Lucila Godoy Alcayaga G-98. “Nosotros ni lo pensamos la verdad, nos vinimos inmediatamente y nos hicimos cargo de esta hermosa escuela. Siempre he dicho que cuando los profesores van a jubilar como que empiezan a descender, pero para nosotros esto fue una inyección, en vez de bajar subimos una cima más alta”, reflexiona Rosa. Ella tenía 50 años y Jorge, 55 cuando decidieron cambiar el rumbo.
En ese tiempo, poco sabía Rosa de Michilla más que las lucecitas que veía desde la carretera cuando viajaba en bus rumbo a Iquique. “Nunca me imaginé la calidez humana que había acá. Para mí venirse fue como empezar a vivir de nuevo”. El desafío, aclara, fue llegar a una sala multigrado en donde ella hace clases de primero a cuarto básico, mientras su pareja le hace a los de quinto y sexto.
“Yo digo que esto es como cantar en cuatro idiomas, uno para cada curso, y eso fue muy nuevo para nosotros”. Estudió, investigó y leyó, apoyada por su mentora -la profesora Marcia- con la que estuvo en contacto un par de años. En su opinión la diferencia entre la educación rural y urbana es que “los niños son niños. No hay posibilidad de celular, de acceso a redes sociales y eso facilita mucho. Ellos tienen ganas y vienen a la escuela a aprender, les gusta la escuela. Es el único centro de atracción”.
“Me preguntaron una vez que de dónde sacaba tantas ideas. Y yo le contesté que tenía una musa inspiradora”, dice riendo Rosa Contreras (56) profesora básica de la escuela “Lucila Godoy Alcayaga” G-98, de la caleta de Michilla, en la comuna de Mejillones.
En la comuna rural de Mejillones no hay atención parvularia por lo que los niños llegan directamente a primero básico, “a la antigua, sin saber ni tomar el lápiz” como aclara Rosa. Michilla es hogar de gente muy humilde y de trabajo con pescadores, pymes con carritos de comidas o mini posadas, algunos trabajan en zonas mineras, “pero la gran mayoría son hijos de mamás que trabajan en las casas haciendo el aseo de las empresas”, revela la profesora.
En Michilla no hay agua potable. La escuela tiene un estanque que funciona con electricidad y que les da agua a los alumnos, pero “nuestros niños viven con tambores de agua. El camión pasa día por medio rellenando en las casas. La mayoría no sabe lo que es correr agua por la llave, no hay presión para ducha ni calefón”. La misma situación que la pareja de profesores también vive: “Esas cosas no nos importan mucho porque nos pone en la misma situación que nuestros estudiantes”.
En el pueblo las calles son de tierra y lo único asfaltado es la carretera Panamericana. Los niños de Michilla no conocían ni siquiera Antofagasta cuando ellos llegaron. Los límites eran Tocopilla o Mejillones. Aunque la escuela tiene computadores, el internet es un caso sin solución efectiva hasta ahora. En la caleta todos se conocen y cuando alguno de los chiquillos está de cumpleaños, “todos están invitados”, cuenta Rosa.
“Esa unión nos ha hecho muy bien. Nos sentimos muy cómodos. Cuando hay algún fallecido, mi esposo da el responso. Como profesores acá cumplimos varios roles: de carabinero, de bombero… hemos vivido situaciones bien delicadas donde toda la gente se ayuda y es solidaria. Eso nos tiene encantados, hipnotizados se podría decir”.
En la comuna de Mejillones no hay atención parvularia por lo que los niños llegan directamente a primero básico, “a la antigua, sin saber ni tomar el lápiz” como aclara Rosa.
Las horas se les pasa volando, trabajan hasta el anochecer muchas veces, pero no les pesa. Al contrario, en las palabras de la profesora pareciera ser algo feliz “estamos casados con la educación”, asevera. Aún cuando se corta el internet y tiene que ir a la salida del pueblo para poder conectar la señal del teléfono al notebook, se siente bien: “Lo hacemos y no me quejo. Me encanta cuando se cierra una puerta para intentar por otro lado, por aquí, por allá, hasta lograr el objetivo porque todo va en bienestar de los niños y niñas. Ese es el foco, lo importante aquí no es uno, son ellos”.
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Rosa cuenta que el año más complicado fue el antepasado “cundo recién se declaró la Pandemia porque acá solo está Entel y no hay otras compañías. No hay antenas de TV y las que hay no están al alcance de la casa ni de los niños, pero no nos quedamos atrás y nos reinventamos con mi esposo”.
Inventaron un buzón en donde los alumnos dejaban las tareas que le eran encomendadas a fin de no tener contacto en medio del miedo pandémico. “Ahí encontramos no solo las tareas, de repente había un chocolate, una cartita, una flor o un mensaje y eso fue muy gratificante”, reconoce la docente.
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“Entre los dos hacemos una buena dupla. Si a mí se me ocurre hacer un barco, él lo construye. Así fue como salimos en todas las portadas e incluso ganamos un premio internacional cuando convertimos la casa en un sistema solar porque los chicos no estaban asistiendo a clases por la Pandemia. Se nos ocurrió hacer un viaje espacial, vestimos a los niños como astronautas con los buzos blancos de protección del Covid y las máscaras faciales. Nunca tuvimos la intención de que esto iba a dar la vuelta al mundo, pero fue así de sencillo y dio la vuelta al mundo”, recuerda Rosa acerca de esta increíble idea que se puede ver en YouTube y que fue premiada por la Fundación Starlight.
Toda esa creatividad y afecto que tiene Rosa por sus niños provocó que un día decidiera irlos a buscar por el pueblo como forma de generar confianza en la vuelta a las aulas. Ya sea unidos por ulas-ulas, o con Rosa disfrazada de locomotora, saliendo a buscar a cada niño a sus domicilios donde ellos le esperaban disfrazados e instalados en vagones hechos de caja de plátanos. “A mí me emociona recordarlos esperándome a que pasara con el tren. Fue muy linda esa actividad”. Para fiestas patrias los fue a buscar en carreta encintada de 18 y con música chilena.
“Yo uso escarcha y les digo que son polvos mágicos que viene a dejarme un hada en la noche para que ellos puedan pensar. Entonces cuando algo no les resulta hacer una letra, por ejemplo, les pongo un poco de polvitos mágicos para que esa cabecita funcione. Y les hecho escarcha. Entonces ellos lo intentan, les resulta y creen. Las compro en Antofagasta y de tanto comprar una vez me preguntó una señora en la tienda por qué me llevaba tanta escarcha y le conté la historia. Me compró una caja entera, porque le había encantado la idea”, revela.
El Coronavirus los afectó no solamente en la forma de hacer y crear mecanismos para que los estudiantes que no pudieron ir al colegio por un año y medio pudieran seguir comprometidos con la enseñanza, sino porque la pareja de profesores también se contagió. Fueron los únicos.
Nadie más en el establecimiento se enfermó. Suspendieron las clases por 4 días –que recuperarán en diciembre- y en ese momento de enfermedad fue donde descubrieron cuanta huella habían dejado en la comunidad de apoderados. “Estábamos en la casa y ellos preocupados nos llevaron miel, jengibre, pancito amasado, profe le llevo lo que me pida… ahí le decía a mi esposo que nos sentíamos bendecidos al mil por ciento”.
Las horas se les pasa volando, trabajan hasta el anochecer muchas veces, pero no les pesa. Al contrario, en las palabras de la profesora pareciera ser algo feliz “estamos casados con la educación”, asevera.
Era el resultado de una serie de asociaciones virtuosas basadas en dos puntos fundamentales de la enseñanza en la escuela: la confianza y el apoyo a los niños. “El reconocimiento que tenemos en vida acerca de los que hacemos acá es gratificante para nosotros. Nos hace muy bien y sentimos que estamos haciendo la pega bien”, dice Rosa.
Cuentan además con una red de empresas –varias mineras entre ellas- que los apoyan. Le dice los padrinos y madrinas mágicas, los que han ayudado en necesidades específicas que aportan al bienestar de los niños. Desde la limpieza de la cancha sintética del guano de las aves a los regalos de navidad que entregan en una fiesta con los padrinos dando los presentes. “Había un niño que pedía un vestido para su hermana y nada para él”, recuerda la maestra.
“Para mí ser profesora de escuela rural es ser como una mamá, es quererlos y amarlos tanto la verdad. Los desafíos es poder entregarles de forma correcta las herramientas para que ellos el día de mañana puedan lograr estudiar en la universidad y sean profesionales. Tuve una alumna que me dijo que quería ser Presidenta de Chile. Ya po hija, le dije yo, qué bien, la felicito, tiene que estudiar para eso. Y después le entregué un recorte en donde estaban todos los presidentes y me dijo: usted me va a ver ahí, casi como haciendo un juramento. Yo la vi tan convencida. Me miró y dijo: cuando sea Presidenta, en el discurso la voy a nombrar a usted, al profesor y la escuela, diciendo que yo me eduqué en una escuela rural”.
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