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Los fantasmas que rondan el cierre de Ventanas: Historias de otros pueblos que debieron reconvertirse

Con el anuncio del cierre de la fundición Ventanas, viejas angustias han despertado entre las poblaciones trabajadoras del lugar. La experiencia de abandono vivida por localidades como Chuquicamata, Lota y Potrerillos -que fueron erradicadas u obligadas a reconvertirse, luego de que la vida allí no fuera considerada sostenible- se viene inevitablemente a la memoria. Aquí revisamos sus historias.

Por 29 de Junio de 2022
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El anuncio del cierre de la fundición Ventanas ha traído toda clase de fantasmas. Una inmediata huelga de los trabajadores de Codelco -que logró bajarse tras la conformación de una mesa de trabajo- ha estado acompañada de desmentidos de la Ministra de minería, quien asegura que el gobierno no abandonará a los trabajadores como confesadamente sucedió en Lota.

Historias como la de Ventanas suceden, en realidad, desde bastante antes. Con el modelo norteamericano de los Company Town, en Chile se levantaron durante más de un siglo pueblos mineros junto a los yacimientos de compañías extranjeras. El Estado progresivamente se hizo parte de la administración de estos recursos. Reveses económicos obligaron que gran parte de las poblaciones que vivían en esos lugares fueran sometidas a procesos de erradicación urbana o fallidos procesos reconversión laboral. Así, comunidades completas fueron diseminadas por el país, extirpadas de sus raíces o sistemáticamente ignoradas por improvisadas políticas estatales. Están por ejemplo las experiencias de Chuquicamata, Lota y Potrerillos, que inevitablemente vuelven hoy a la memoria con el cierre de la fundación de Codelco en la zona de Quintero-Puchuncaví.

Los hijos del cobre

La noche del 31 de agosto del 2007, fuegos artificiales iluminaron los cielos de Chuquicamata. La ocasión, sin embargo, más que una celebración era una melancólica despedida. La mina seguiría funcionando, pero la ciudad cerraría definitivamente para sus habitantes. Los trabajadores y sus familias se habían movilizado desde Calama para despedirse de las calles, edificios y paisajes en los que ocurrió su vida por casi cien años. El largo itinerario contaba con recorridos por las calles principales, visitas a cines, estadios y clubes hace tiempo clausurados, y el descubrimiento de una placa conmemorativa en una plaza que ya nadie utilizaría. Antiguos habitantes junto a sus nietos e hijos levantaban banderas en las que se leía “ADIÓS CHUQUI 1915-2007 Yo♡Chuquicamata”, como si fuera el epitafio a un amigo que parte de este mundo. Para los chuqicamatinos no sólo las personas eran mortales. También podían morir los pueblos. 

Pero si tantos venían a despedir a esta ciudad que moría era porque tuvo una vida extremadamente rica y agitada. Lo sabe bien Ricardo Pérez, quien llegó a Chuquicamata con un año de edad a final de los 40. Hoy tiene 76, y aunque Chuquicamata esté cerrado, sus recuerdos siguen atados a esas calles enterradas bajo los botaderos de ripio. Durante décadas, Ricardo trabajó como funcionario de la minera, primero bajo la Chile Exploration Company, y después para Codelco, hasta retirarse en 1994. Esa época de apogeo minero lo vio crecer como artista. Ricardo era uno de los principales miembros de los Cooper’Sons, los hijos del cobre, quienes junto a las bandas de Los Fénix, Extraña dimensión y Fórmula cinco encendieron las pistas de baile desde Chuquicamata hacia el resto de la región nortina. Los Cooper’Sons incluso grabaron para el sello RCA. 

Ricardo Pérez en la batería de la Orquesta infantil América de Chuquicamata en 1958.

“Hay una canción que marcó mucho la historia de las actividades sociales en Chuquicamata. Era un tema de Charles Chaplin que se llamaba Sonrisa. Nosotros la arreglamos en un estilo un poco más rápido. Entre corrido y balada. Había una parte del estribillo que marcaba un zapateo y como tocábamos en el Chile social club, de más clase, todo tenía piso de madera. Cuando llegaba el momento de ese estribillo se sentía un tremendo estruendo,” cuenta Ricardo. 

El pueblo de Chuquicamata creció junto con la explotación minera desde el inicio de sus actividades en 1912. Los trabajadores se sindicalizan en 1930, y consiguen que se oigan sus demandas de mejores viviendas, espacios públicos y beneficios laborales. Después de pasar por varias manos privadas, la minería del cobre se estatiza, con la chilenización en 1969, y la nacionalización en 1971. Hacia 1976 se crea Codelco, pero aunque se construyen nuevos barrios, es en ese momento que comienza el despoblamiento de Chuquicamata. La economía del cobre seguía en ascenso; sin embargo, el pueblo entró en un declive irreversible. El rajo de la mina va quitándole espacio a la ciudad, mientras los botaderos de material empiezan a saturar la zona. 

El rajo de Chuquicamata visto desde el cerro. Crédito: Viviana Vilches Wolf

Para Viviana Vilches Wolf, arquitecta nacida en Chuquicamata, el desplazamiento de población del campamento no fue algo de los últimos años sino que era parte de la forma de crecimiento del yacimiento. “Ahí una de las cosas que hay que entender es que es un campamento y un yacimiento minero que está en la ladera de un cerro. Está rodeado por cerros. El no tener tanto espacio plano, no te deja mucho espacio para construcciones, para faenas o para verter los ripios. Eso es como una primera premisa. Lo otro que pasa es que Chuquicamata siempre ha buscado formas de mejorar su nivel de explotación, y todos estos aumentos en la escala te generan efectos en el entorno. Explotar el cobre de manera más rápida implica que el mismo rajo de la mina vaya creciendo de manera veloz sin tener espacio para crecer“. 

Las nuevas exigencias medioambientales de la década de los 90 fueron fundamentales para acelerar el desmantelamiento de la ciudad. Se volvió demasiado costoso mantener la población cerca del trabajo. Viviana recuerda que desde pequeña se acostumbraron a ver por la mañana nubes de polvo, material en suspensión y burbujas negras sobre los autos producidas por el anhídrido sulfuroso. A pesar de la contaminación, Viviana reconoce que había cualidades únicas en Chuquicamata. Una de ellas era la cantidad de plazas infantiles. La ciudad fue pionera en estos espacios de juegos para niños que todavía en los 80 ella declaraba no encontrar en ninguna otra parte. Los trabajadores de la mina habían utilizado los materiales reciclados de las faenas para construir autos, robots y naves espaciales con un asombroso nivel de detalle. 

Plaza infantil en Chuquicamata. Crédito: Viviana Vilches Wolf

Aunque Viviana partió de Chuquicamata, siguió visitando a su padre quien había sido dentista de la compañía minera. Incluso escribió un libro sobre la evolución de lo que se llamó el campamento nuevo de Chuquicamata. Fue en esas constantes visitas que presenció el crecimiento del botadero 95 que terminó por enterrar el famoso Hospital Roy H. Glover. Inaugurado en agosto de 1960, el centro médico llegó a ser el más moderno de Sudamérica en su época. 

“El 2001 nos cierran nuestro fabuloso hospital. Nadie lo podia creer porque era un hospital de punta. Lo cierran, después le ponen un cerco y el botadero empieza a acercarse. Lo dinamitan y lo sepultan. Y todo eso a vista y paciencia de todos,” cuenta la arquitecta. 

Lo que se empezó a vivir a partir del 2002 fue el éxodo final de un proceso que ya llevaba años. De a poco empezaron a llegar las notificaciones, y familias que eran tercera o cuarta generación de chuquicamatinos verían enterradas sus memorias, abandonadas sus casas y quebrados sus linajes. Muchas personas se quedaron en el campamento incluso despues de su cierre oficial el 2007. Los últimos habitantes eran comerciantes que dependían de la economía minera, pero que no tenían un vínculo laboral con Codelco. Las ofertas por retirarse del terreno no alcanzaban para volver a empezar su vida en otra ciudad.

Al pensar en Ventanas, Viviana confiesa cierta perplejidad. La velocidad con que se toman estas decisiones le parece una situación muy compleja para las comunidades. “Yo siento que es mejor generar cosas más graduales a hacer cosas tan drásticas. Esto puede generar un impacto a nivel económico, de empleo. Esas conversaciones más profundas de cómo reconvertir un lugar se tienen que profundizar, no tanto en el ámbito de las ideas sino que ver la problemática e ir probando cosas más tangibles”.

El 2001 nos cierran nuestro fabuloso hospital. Nadie lo podia creer porque era un hospital de punta. Lo cierran, después le ponen un cerco y el botadero empieza a acercarse. Lo dinamitan y lo sepultan. Y todo eso a vista y paciencia de todos,” cuenta la arquitecta Viviana Vilches. 

A Ricardo no le tocó vivir como protagonista la reconversión sino más bien como un privilegiado espectador. “Siempre seguí ligado a Chuquicamata, derivado de mi experiencia laboral fui requerido como vendedor técnico desde 1994.” 

Su trabajo le permitió una mirada aún más global de los efectos del desmantelamiento de la vida social de la ciudad. “Ya no era sólo mi área laboral, sino que tenía que recorrer casi todo Chuquicamata. Entonces ahí uno se da cuenta que ya comienza a presagiarse lo que iba a ocurrir con esta reconversión cuando había, por ejemplo, un servicio de talleres que le llamaban Garage Central. Yo lo había visto en plenitud, y cuando me toca ir a ofrecer herramientas al mismo lugar, Chuquicamata ya era un pueblo fantasma“.

Cuando vuelve a pensar en el desmantelamiento de Chuquicamata, Ricardo se declara molesto. “En principio se dijo que se iba a respetar el centro cívico, el casco histórico, y uno se puede dar cuenta de los mismos trabajadores y te comienza a dar la pena por dos cosas. Uno, no se cumple lo prometido, y dos ¡cuántas personas de extrema pobreza quisieran tener que sea la puerta o la casa de esos escombros! Faltó un poco de visión de poder ayudar a la gente”.

Cierre de Chuquicamata. Crédito: Viviana Vilches Wolf.

Actualmente, Ricardo conduce el programa “Sábados del recuerdo” por la 99.7 La de la buena música. Por un instante, vuelven a sonar Los Fénix, Extraña dimensión, Fórmula cinco, y por supuesto los Cooper’Sons. Con su música espera inspirar a que se siga peleando por la protección de lo que quedó del pueblo de Chuquicamata. “Son cosas del recuerdo, pero si vamos a empezar a desaparecer los que estamos más viejitos, ¿quién va a pelear por eso?”

La defensa del carbón

En la Parroquia de San Juan de los Padres Asuncionistas, una virgen sostiene un niño Jesús entre sus brazos. Ambos tienen el color de la sombra. El artesano Camilo Lagos, ex minero de Lota, talló la imagen de Nuestra Señora del Carbón en 1968, sacándole brillo al opaco material. Y aunque el carbón de Lota perdió valor comercial en el mercado internacional, la luz sobre el cuerpo de la virgen recuerda lo que fue el mineral para el pueblo: oro negro; es decir, su recurso más valioso y gracias al cual se levantó toda una orgullosa cultura minera. 

Cuando Camilo dio forma a la virgen, Elizabeth Aguilera Novoa tenía trece años. Su abuelo y su padre eran mineros, y el hombre con quien se casó años después también lo sería. Lota era distinta. Una variedad de expresiones culturales animaban la vida de la ciudad, y divertían a las familias mineras. Elizabeth recuerda el cine con especial cariño.

“A Joselito Jiménez lo iba a ver yo, y me ponía a llorar. Iba muy chica. Y no sólo se veían películas, se veían obras de teatro, danzas, de todo tipo de espectáculos veíamos ahí y que estaban al alcance de nosotros,” recuerda Elizabeth. “Hoy día para ver una obra de teatro hay que ir a Santiago o Concepción”.

Mujer lotina con la tarima de pan rumbo al horno.

El carbón chileno pasó por una largo proceso de consolidación y declive. Las primeras explotaciones a mediados del siglo XIX estimularon el nacimiento de poblamientos en la cuenca de Arauco, entre los que se contaba la ciudad de Lota. La minería estatal se forja en 1970, durante el gobierno de Salvador Allende, quien crea la Empresa Nacional del Carbón (ENACAR) cuando Corfo adquiere las acciones de la ​​Carbonífera Lota-Schwager S.A. La industria ya venía de una honda crisis por la llegada de alternativas energéticas como el petróleo. El problema se agudiza con la dictadura de Pinochet, la que junto con la represión inicia el abandono de la actividad industrial del carbón. A la llegada de la democracia, la situación de los mineros era terminal. Elizabeth reconoce que durante mucho tiempo la comunidad lotina intuyó que las faenas mineras podían terminarse.

“Nosotros nos empezamos a dar cuenta en el tiempo de la dictadura cuando empezaron a hacer propuestas de jubilación extraordinaria para algunos trabajadores. Después cuando ya era la democracia los mismos trabajadores negociaron la jubilación a los 25 años. Cuando se están proponiendo estas estrategias de reducir el personal es porque los gastos de operación no daban.”

Si bien los índices económicos eran malos, la reconversión laboral en Lota estuvo inicialmente destinada a salvar la industria del carbón. El primer plan de reconversión de 1992 otorgó una serie de subsidios para poder prescindir de mano de obra y, de esta manera, disminuir las pérdidas de la empresa. Francisco Fuentes, Director de Patrimonio Natural y Sustentabilidad de la fundación Procultura, explica este contexto:

“La Corfo trataba de hacer revivir los parques industriales que habían sido abandonados de empresas que prestaban servicios a ENACAR. Tenemos que recordar que la compañía carbonífera logró un ciclo profundo de producción a raíz del carbón. Tenía maestranzas, fundiciones de cobre, empresas de ladrillos refractarios, empresas portuarias, hidroeléctricas. Entonces, no era sólo extracción y comercialización, sino que el carbón pasaba por más procesos productivos. Estamos hablando de un círculo industrial más o menos completo.”

La crisis de ENACAR se agudizó hasta alcanzar su última fase en 1997. Los altos costos de producción del carbón en Lota en contraste con el resto del mundo, la baja calidad del mineral explotado, y los daños irreversibles de una huelga el año anterior que terminó con la inundación de un socavón fueron las razones que invocó el gobierno de Eduardo Frei para justificar el fin de las operaciones.

“El punto es que nunca pensamos que fuera un paro tan violento como fue. Un día fueron a trabajar y al final del día les dijeron que la mina estaba cerrada,” relata Elizabeth. 

Pabellón del famoso Chiflón del Diablo en Lota.

Desde el cierre, se inició un improvisado plan de reconversión para aplacar la temida reacción de los mineros de Lota, quienes tenían una larga historia de sindicalización y organización popular. Sin embargo, los protagonistas de este proceso no serían los trabajadores, sino empresas privadas. A los mineros de mayor edad se les entregaron jubilaciones anticipadas, pero los más jóvenes quedaron en manos de empresas encargadas de la capacitación y la reubicación de la población en nuevas fuentes laborales. Todas estas actividades fueron subsidiadas por el Estado. También se crearon amplios incentivos estatales para atraer inversión privada con el fin de transformar las antiguas instalaciones de ENACAR en un moderno parque industrial. Pero el sector privado nunca se convenció del proyecto, y el parque nunca vio la luz.

La reconversión productiva y laboral de Lota fue un fracaso, y no sólo porque no logró rescatar la crítica economía de la ciudad. La rápida imposición de estas medidas atacaron el centro de la identidad minera del sector. Las ayudas tenían más bien la forma del abandono.

Dice Elizabeth: “Nuestros hombres y nuestras mujeres sólo eran mineros, los que habían hecho su vida en la mina era todo lo que sabían hacer. Y después vino este plan ridículo de querer transformarlos en otras cosas que no eran”.

De golpe, trabajadores que habían dedicado su vida a perfeccionar el oficio de extraer el mineral de la tierra debían conformarse con una serie de opciones profesionales que nunca antes habían soñado, imaginado, ni querido. “Aquí querían transformar a los trabajadores en peluqueros, en zapateros, en otras cosas que no tenían ningún asidero en el mercado laboral. Y menos un minero, un hombre rudo acostumbrado a trabajar 500 metros bajo la tierra, y de repente le pones una tijera en las manos”, señala Elizabeth.

Nuestros hombres y nuestras mujeres sólo eran mineros, los que habían hecho su vida en la mina era todo lo que sabían hacer. Y después vino este plan ridículo de querer transformarlos en otras cosas que no eran”, señala Elizabeth Aguilera.

Para Francisco Fuentes, la comparación que muchas personas hacen entre Ventanas y Lota no es justa. Como miembro de una fundación dedicada al desarrollo sostenible, a Francisco le preocupa que se asemeje irreflexivamente una situación con la otra.  “En Ventanas no va a pasar lo mismo. Codelco tiene la capacidad de traspasar labores. El error hasta ahora es que no hay plan. Se cierra y llevan más de dos semanas sin decirte qué van a hacer. Cuando llegas a ese nivel de desarrollo industrial nacional, lo que viviste el año 92 es el ejemplo de no haber sido algo planificado,” señala.

Los mineros tenían que adaptar su día a día a la misma velocidad con que cambiaban su actividad laboral. Pero nadie desde el gobierno, cuenta Elizabeth, se preocupó por ayudarlos a procesar la pérdida del mundo de la minería que alimentaba sus vidas cotidianas. “No tomaron en cuenta el duelo que significó. Por lo menos diez años, las conversaciones fueron en torno a la mina, en torno al turno, en torno al carbón, en torno a los recuerdos. Porque fue como una muerte accidental que tú no te la esperas. Todos sabemos que algún día nos vamos a morir, pero si alguien se muere de un accidente después que sale de su trabajo eso tú no te lo esperas, y eso pasó con nosotros”.

La idea de reactivar productivamente a Lota fue quedando atrás. Los Programas de Mejoramiento Urbano y ProEmpleo, destinados a dar trabajo temporalmente, ya no sólo daban trabajo a los antiguos mineros sino a gran parte de la comunidad de Lota. Los empleos de emergencia, administrados por la municipalidad y ONGs, se convirtieron en la normalidad, incluso creando sindicatos. “Para ser franca, se creó una contracultura laboral,” sentencia Elizabeth, quien explica que mucha gente se queda en ese tipo de trabajos y gana el mínimo con el fin de tener seguridad a fin de mes. “Es bien difícil porque no tienen otra posibilidad”.

En Ventanas no va a pasar lo mismo (que en Lota). Codelco tiene la capacidad de traspasar labores. El error hasta ahora es que no hay plan. Se cierra y llevan más de dos semanas sin decirte qué van a hacer”, explica Francisco Fuentes.

Pero aunque se habían cerrado los caminos, Elizabeth fue una de las lotinas que peleó por crearlos. “Lloramos hartos años te diré. Después de 10 años empezamos a pensar, a reunirnos y a decir: a ver, ¿qué se puede hacer? No podemos quedarnos con los brazos caídos aquí mirando y ver cómo pasa la vida.”

Poco a poco los mismos habitantes comenzaron a ver Lota con otros ojos. Los espacios que habitaban no sólo cargaban con la nostalgia de una gloria pasada, sino que también podían entregarles el orgullo de un patrimonio. “¿Cómo partimos nosotros? Resulta que el Estado empezó a mandar programas y llegó el programa Quiero mi barrio. Yo vivo en el barrio central de Lota Alto, en el pabellón 20. Toda mi vida he vivido en los pabellones obreros. Entonces, el programa se llamaba pabellones históricos de Lota Alto. ¿Nosotros los pabellones históricos? decíamos un poco riéndonos”, cuenta Elizabeth.

Elizabeth Aguilera, defensora del patrimonio industrial de Lota.

La risa incrédula se transformó en alegría. La ciudad reapareció después de tantos años sepultada por el abandono. Elizabeth es parte de la mesa que está preparando el expediente para convertir a Lota en Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. “Al sacar los vestigios de lo que fue la empresa también querían sacar el vestigio de lo que fue nuestra gente, esta gente molestosa que jamás nos conformamos con ser esclavos toda la vida”.

El precio de la integración

Roberto Cisternas nació en 1992, y fue una de las últimas personas que llegó al mundo en Potrerillos. Roberto es hijo y nieto de mineros. Creció con su abuelo Fidel, quien fue trabajador de la refinería de Potrerillos. La infancia de Roberto estuvo marcada por las contradicciones de crecer en un campamento minero: “Tengo recuerdos muy chiquitito de la vida allá, de los costos, de no poder jugar con barro en la calle porque estaba el arsénico, el plomo, el relave en el jardín de la casa”.

No había engaño en las condiciones que los obreros y sus familias aceptaban al vivir en el pueblo. Los habitantes de Potrerillos estaban muy conscientes del sacrificio. “Mi abuelo partió de muy joven trabajando allí y, por lo tanto, gran parte de la población trabajadora normalizaba esta situación, aunque igual se tomaban resguardos mínimos porque ya había gente que estaba trabajando con cánceres. Gente con problemas respiratorios vi mucha,” cuenta Roberto.

Tengo recuerdos muy chiquitito de la vida allá, de los costos, de no poder jugar con barro en la calle porque estaba el arsénico, el plomo, el relave en el jardín de la casa”, recuerda Roberto Cisternas de su infancia en la refinería de Potrerillos.

Por otro lado, habitar esta difícil atmósfera tenía su pago. El trabajo minero les ofrecía un estándar de vida excepcionalmente alto para familias trabajadoras. Recuerda Roberto: “La calidad de vida, más allá de la contaminación, en Potrerillos era buena. Nadie pagaba casa, nadie pagaba luz, nadie pagaba agua, los trabajadores tenían muchos beneficios, por lo tanto, en la balanza, lo medioambiental y la salud quedaban abajo”.

La erradicación de Potrerillos fue un proceso rápido. En 1996 empieza a dar vuelta la idea de mover a la población de Potrerillos. Entre 1998 y 1999, se va la mayor cantidad de gente. Ya para el 2000, se retiran los últimos habitantes.

Roberto partió con Fidel y su abuela Perla Aguirre a vivir a El Salvador, un enclave minero más tardío. La erradicación afectó muy desigualmente a hombres y mujeres. Después del traslado, Fidel siguió trabajando en la refinería. Conservó su comunidad más cercana y nunca dejó de ir los fines de semana a jugar palitroque con sus amigos. Para Perla la situación fue más drástica. Devota católica, su mundo social sufrió un duro golpe al tener que abandonar el pueblo de la refinería. 

Roberto y Fidel durante las Fiestas Patrias en Potrerillos.

“En Potrerillos ella participaba activamente de la iglesia, hacía catequesis, talleres de artesanía, manualidades, todo lo que tenía tuvo que rearmarlo en El Salvador -recuerda el nieto-. Muchos de sus círculos se vinieron a Coquimbo, La Serena, a Copiapó, entonces para las mujeres se destruyeron esos núcleos.”

Roberto relata que el caso de Perla no fue excepcional. Al desarmarse ese tejido social, las mujeres se convirtieron en las principales defensoras del campamento, pero sus reclamos fueron escasamente oídos. “Ella fue parte de un grupo, principalmente mujeres, que la pelearon para que no se cerrara el campamento. Incluso mi abuela se encadenó en la entrada de la garita de Potrerillos en su momento, pero lamentablemente Potrerillos queda en la cordillera, en la Tercera Región, que es una región olvidada, y entonces ni los medios de comunicación, ni nadie se enteró de las luchas que se dieron allí.” 

Quien sí se enteró fue el arquitecto Juan Barría Donoso, originario de El Salvador, donde llegaron los potrerillanos a rehacer sus vidas. A Juan le preocupaba que la erradicación de Potrerillos sufriera problemas similares a los de los antiguos pobladores de Sewell, quienes pasaron de una cultura de montaña al valle de Rancagua, con enormes dificultades de integración. Así, dedicó su proyecto de título a encontrar una manera más hospitalaria de recibir a las poblaciones erradicadas. A Juan le preocupaban las políticas de la empresa con la comunidad de Potrerillos.

“El proceso de erradicación no fue bien ejecutado por Codelco, porque fueron erradicados, pero el concepto de Codelco era decir: usted mejor se va de este lugar y va a llegar a una ciudad equipada, donde va a tener cine, va a tener comercio, va a tener distracción y va a poder armar su vida. Pero no hubo una inversión tanto de Codelco como del Estado para generar estos conjuntos habitacionales que les dieran una identidad a los potrerillanos. Llegaban a poblaciones ya establecidas”. 

Su caso de estudio fue la llegada de ex habitantes de Potrerillos a Diego de Almagro. Juan soñó un Parque Tecnológico Minero en el que las comunidades de potrerillanos pudieran reencontrar su identidad en su nueva ciudad. El arquitecto imaginó un espacio público de 3 hectáreas en el centro mismo de la ciudad, entre el Cerro Machupichu y la Plaza de Armas. El espacio estaría coronado por un Museo Tecnológico Minero emplazado sobre el cerro que celebrara la cultura minera. Y aunque la municipalidad se entusiasmó en un primer momento con el proyecto, se decidió no continuar con su implementación. “La comuna de Diego de Almagro igual es una comuna pobre, no tiene recursos, y el que tiene recursos es Codelco,” relata Juan. Humanizar el proceso era demasiado caro

El proceso de erradicación no fue bien ejecutado por Codelco, porque fueron erradicados, pero el concepto de Codelco era decir: usted mejor se va de este lugar y va a llegar a una ciudad equipada, donde va a tener cine, va a tener comercio, va a tener distracción y va a poder armar su vida. Pero no hubo una inversión tanto de Codelco como del Estado para generar estos conjuntos habitacionales que les dieran una identidad a los potrerillanos”, señala el arquitecto Juan Barría. 

“Después me di cuenta que hicieron una construcción muy parecida a mi museo, pero el parque nunca lo hicieron. Nunca se materializó porque era una inversión tremenda”, señala.

El naufragio de su primer intento no desalentó a Juan, quien confiaba en el valor patrimonial de los campamentos mineros. Junto a la arquitecta Lorena Estay y el diseñador Rodrigo Ledezma llevan ya dos décadas trabajando para rescatar el patrimonio de su ciudad natal El Salvador. A diferencia de los otros campamentos mineros, El Salvador es un asentamiento más tardío, levantado en 1959. Juan cuenta que su construcción es un hito único por el ingreso de avanzadas tecnologías de construcción en nuestro país. 

El Salvador se hace en 1959, o sea después de la Segunda Guerra Mundial y justo en la época del movimiento moderno, una tendencia de la arquitectura y el urbanismo a nivel mundial. En El Salvador agarran el plano y dicen: ya, vamos a hacer una ciudad para 20 mil habitantes. Y la construyen en cuatro años.” 

Diseñada por el arquitecto norteamericano Raymond Olson, El Salvador fue un intento de entregarle a las clases trabajadoras dignidad a través de invertir en su estándar de vida. “Fue algo titánico porque las casas de El Salvador rompen el paradigma de la vivienda obrera en Chile. En El Salvador se construyen todas las casas sólidas, de bloques, hormigón, loza prefabricada estilo norteamericano“, explica Juan Barría.

El Salvador desde la altura. Crédito: Camila Lagos.

La preocupación de Juan y su equipo por rescatar este patrimonio tenía por motivación adelantarse a un posible cierre del pueblo. “Desde el 2010 siempre decían que la división se iba a cerrar porque tenía demasiada inversión en la ciudad, que tenía poco cobre, que la ley estaba muy baja. El Salvador es una mina subterránea que se estaba acabando”, cuenta.

Sin embargo, Codelco comenzó el proyecto Rajo Inca, una mina de rajo abierto que extenderá 50 años la vida del último campamento minero en Chile. “Por eso -declara Juan-, Codelco está ahora invirtiendo en la ciudad”. 

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