Opinión
7 de Diciembre de 2022Columna de Marcelo Mardones: La humanidad de una ausencia, San Martín 841 (o cómo pasar del tranvía al Trolley)
Sin herramientas para realizar una crítica teórica y sesuda respecto a la propuesta de sus curadores, me contento con celebrar la diversidad de acercamientos que realiza el montaje a las múltiples expresiones que encontraron cobijo en esos espacios reconvertidos en centros culturales durante los últimos años de la dictadura. Sin la intención de realizar un catálogo escrito de la exposición, reafirmo sobre todo la invitación a visitarla durante estas últimas semanas en el edificio del Parque Forestal.
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El fin al paro en diversos servicios e instituciones dependientes del Ministerio de Cultura, entre ellos museos y bibliotecas (situación que da para una columna aparte), permitió retomar las visitas a la exposición ANDER: Resistencia cultural en El Trolley y Matucana 19. Montada en la sala Matta del Museo de Bellas Artes, es una amplia muestra que ahonda en dos espacios esenciales para el desarrollo cultural independiente durante la década de los ochenta.
Sin herramientas para realizar una crítica teórica y sesuda respecto a la propuesta de sus curadores, me contento con celebrar la diversidad de acercamientos que realiza el montaje a las múltiples expresiones que encontraron cobijo en esos espacios reconvertidos en centros culturales durante los últimos años de la dictadura. Sin la intención de realizar un catálogo escrito de la exposición, reafirmo sobre todo la invitación a visitarla durante estas últimas semanas en el edificio del Parque Forestal.
Pero sí quiero ahondar en la memoria de uno de estos lugares. Mientras sobre Matucana 19 (conocido entre quienes crecimos en los noventa simplemente como el Garage, lugar mítico porque en él habían tocado bandas adelantadas a su época como Electrodomésticos) se han escrito libros y realizado encuentros para revalidar su presencia e impacto en una escena cultural marcada por el contexto autoritario, de El Trolley se sabe poco y nada.
En lo particular, considero este uno de los principales aportes de ANDER: dar cuenta de la prolífica escena que se aglomeró en este espacio hoy desaparecido, donde el teatro, la música y la fiesta encontraron un punto de reunión. Las expresiones de una juventud que se distanciaba tanto del canon cultural oficial como también de aquella ligada a una izquierda anticipadamente anquilosada, y cuya influencia fue innegable para quienes fuimos jóvenes en las décadas venideras, encontraron en El Trolley un refugio reflejado de forma clara en la muestra.
Sin embargo, lo bien logrado de ésta y los textos que la acompañan en su puesta en escena no responden una pregunta que me llamó la atención por su ausencia: ¿Qué era El Trolley antes de sus primeras actividades públicas como espacio cultural allá por el año 1984?
La omnipresencia de la memoria sobre la dictadura y su tiempo, cuyos reflujos se mantienen hasta hoy más allá de los estallidos y las utopías frustradas, tras la derrota del 4 de septiembre último, parecen ocultar muchas veces que existió un país antes de 1973. Esta percepción no es nueva, de hecho, la siento desde cuando comencé a estudiar Historia hace ya más de dos décadas, y la reafirmo hoy como docente e investigador: la memoria de esos 17 años, con sus consecuencias y continuidades, ha ocultado muchas veces nuestro pasado profundo, poniendo un velo sobre el tiempo donde fuimos algo más que individuos.
Aunque entiendo y solidarizo con quienes aún no logran romper con ese tiempo eje que impuso el Golpe, siento también la necesidad de realzar el momento de otra ciudad. De partida, el Santiago de comienzos del siglo XX, donde el antiguo Club Gimnástico Alemán, surgido en 1889, decidió la construcción de un moderno edificio, el que se encontraba en pleno funcionamiento para el centenario de la República, lugar que fue reconocido como uno de los principales espacios de la capital para la práctica de los deportes, fenómeno propio de la emergente cultura de masas que caracterizaría a la nueva sociedad urbana.
En un momento marcado por la migración campo-ciudad y el rápido aumento de la población, los hábitos deportivos se conjugaban con la necesidad de generar lugares de encuentro para los habitantes de unas urbes que parecían cambiar a velocidad desmesurada: más que un simple gimnasio, en el 841 de calle San Martín se formó un espacio de sociabilidad en torno a la actividad física para inmigrantes y los chilenos que fueron recibidos en él.
A mediados de la década del treinta, el gimnasio cambió de propietarios: tras varios años ubicados en lo que Nicomedes Guzmán llamaba coliseo tranviario, un modesto local ubicado en calle Martínez de Rozas, los sindicatos de la Compañía de Tracción Eléctrica de Santiago tuvieron la oportunidad de adquirir la propiedad. Mediante un descuento a los afiliados por planilla, los tranviarios de Santiago (por entonces uno de los puntales del movimiento obrero, llegando algunos de sus miembros a ser elegidos como regidores y diputados) compraron el edificio.
En este lugar se organizaron algunas de las acciones más trascendentes para la historia del movimiento obrero ligado al transporte colectivo, como la huelga tranviaria de marzo de 1941, que con las dificultades impuestas por la Segunda Guerra Mundial al país y un cambio del ciclo político con la llegada al poder del Frente Popular provocó la intervención del Gobierno al servicio y su posterior nacionalización.
Desde 1945, la compañía tranviaria pasó a ser una de propiedad mixta pública privada, la Empresa Nacional de Transportes S.A.; unos años después, fue estatizada plenamente y rebautizada como Empresa de Transportes Colectivos del Estado, más conocida por su sigla “ETC del E” que distinguía a sus vehículos, por lo que la propiedad del edificio pasó ahora a los flamantes trabajadores públicos.
A fines de la década del cuarenta, la empresa incorporó nuevas máquinas para sustituir a los ya maltrechos tranvías que aún circulaban por Santiago. Entre ellos destacaban los trolebuses, algunos de los cuales aún recorren el puerto de Valparaíso reconocidos como patrimonio de la ciudad. Ahí está el origen del nombre para el espacio ochentero, en la memoria de las calles y los vehículos que la atravesaban, de viajes y pasajeros de un territorio donde ser es movimiento. Quizás ahora entiendo mejor esa analogía entre trolley, como reducción y anglicismo de trolebús, en un momento donde moverse ya podía ser una odisea.
¿Cómo he podido reconstruir la historia de una ausencia? Hoy, cuando el número 841 de San Martín está ocupado por un edificio anodino que refleja el olvido impuesto por la picota inmobiliaria al paisaje urbano, recuerdo a mi abuelo Orlando Mardones. Orlando entró a trabajar a la ETCE en 1957, hasta que fue expulsado por la dictadura en 1975. A pocos meses de morir el año 2009, me sugirió que visitara a los ex trabajadores de la empresa, que aún se reunían en el antiguo gimnasio.
Ahí conocí a personajes hoy desaparecidos que me dieron acceso a un pequeño archivo que incluía varios tomos empastados de prensa obrera tranviaria, el que se transformó en la médula de una tesis doctoral sobre el gremio.
Vi también con profunda conmoción desaparecer ese espacio que había sido un gimnasio, una sede sindical y un lugar para las utopías al ser demolido el 2013, del que creía sólo se iba a conservar un relato en una tesis empalagosa, proceso donde mi historia personal se entretejió a este lugar que ya no existe. Por suerte me equivoqué y ANDER me justifica para contar la historia de un espacio ausente.
* Marcelo Mardones, es académico de la Escuela de Historia de la Universidad Diego Portales (UDP)