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La nueva vida de los exconvictos que deciden ser predicadores evangélicos: “Me convencieron de que había un cambio para mí”

En el hostil entorno de las cárceles chilenas, los relatos de redención y transformación parecen raros; aún más cuando parecen motivados por una religiosidad sincera. Guillermo Cáceres, un ex convicto condenado por asesinato, revive su terrible experiencia en prisión y su inesperada conversión a través de la ayuda de tres voluntarios evangélicos que cambiaron su vida, motivándolo a convertirse en pastor. Hoy, como líder de la Fundación para la Rehabilitación y Reinserción Social (FRISO), trabaja para ofrecer una segunda oportunidad a aquellos que, como él, buscan enmendar sus vidas. Además, bajo la guía del capellán Luis Mussiet, la Asociación de Protección y Asistencia a los Condenados está presente en cárceles de todo Chile, ofreciendo un entorno de disciplina para fomentar cambios profundos en sus miembros. "Tenemos una visión laboral, educativa, cultural. Y todo eso cubierto con el paraguas de la espiritualidad", explica el capellán nacional.

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Foto: Felipe Figueroa
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La fachada ubicada en la calle Maquinista Escobar, en el barrio San Vicente de la comuna de Santiago, parece una iglesia evangélica común y corriente. Es una tarde de martes y el lugar está casi vacío. En su interior solo hay un hombre de barba blanca y rostro afable, de 80 años, almorzando en el comedor. Un joven asistente, trabajando en una expansión al fondo del galpón. Y el pastor Guillermo Cáceres (72), quien, con entusiasmo, relata la historia del lugar. 

Lo que todos ellos comparten en común -además de su fe- es que fueron encarcelados por distintos delitos. El pastor, en particular, estuvo siete años en la cárcel debido a su participación en un homicidio grupal. 

Guillermo asegura que la mayor parte del recinto fue construido por otros exconvictos que, como él, decidieron enmendar el camino: “Los hermanos construyeron esa escalera. Le dicen la Galería 10”, comenta y se ríe. Señala unas escaleras de madera que dirigen a unas habitaciones de madera, suspendidas a modo de balcón. Ahí se alojan los asistentes de su fundación.

Tanto este templo como la decisión de Guillermo Cáceres para convertirse en pastor son producto de la iniciativa APAC (Asociación de Protección y Asistencia a los Condenados). Una organización evangélica que nació en Brasil y aterrizó en Chile en 2004. Instalándose en 45 cárceles de todo el país, y dando cobertura a 17.000 convictos, según datos de la Capellanía Nacional de Gendarmería.

“Antiguamente, el trabajo de las capellanías en la cárcel parecía ser entrar, cantar aleluya y salir. O sea, no había mayor compromiso de los internos. Pero la metodología ha cambiado. Tenemos una visión laboral, educativa, cultural. Y todo eso cubierto con el paraguas de la espiritualidad”, explica Luis Mussiet, capellán nacional evangélico de Gendarmería, quien lleva más de 35 años trabajando en el sistema penitenciario.

El capellán afirma que los programas han tenido gran éxito, proyectando una tasa de reincidencia de apenas 10% entre los exconvictos evangélicos. Pero añade que “no todo es color de rosa”. Ha sido testigo de rehabilitaciones fracasadas y de convictos que entran a la iglesia con la única motivación de “esconderse” del resto de la población penal. Ya sea por rencillas o por la característica de los delitos que cometieron, como es el caso de la violación.

Las distintas capellanías, coordinadas por los mismos convictos, aceptan a todo tipo de gente, independiente de su edad y prontuario delictivo. Entre ellos hay condenados por robo, narcotráfico y homicidio, delito que ha aumentado un 60% este último decenio.

De condenado por homicidio a pastor evangélico

El pastor usa anteojos y viste una casaca negra. Con una sonrisa permanente muestra sus fotos vistiendo un uniforme verde, cuando era capellán de Colina I. Es difícil imaginárselo antes de su “vida nueva” -concepto que repiten varios exconvictos convertidos-. Más aún que fue condenado a más de 30 años de prisión en ese mismo recinto penitenciario. La razón: haber asesinado a un joven, en medio de un enfrentamiento entre pandillas.

Sucedió el Jueves Santo del año 1969, cuando Cáceres tenía 18 años. Esperaban al grupo rival en una esquina de la población Gabriel González Videla, armados con cuchillos y martillos. De repente, cuenta, divisaron a alguien bajar por la calle. Inmediatamente se abalanzaron hacia él y Guillermo le asestó una puñalada en el techo. No se enteró sino hasta después de que lo atraparon que había asesinado a un estudiante de 14 años, sin ninguna relación con la pandilla.

“Nunca pensé que había muerto. Cuando llegué a la Posta 3, me mostraron el cadáver y sentí algo frío recorriéndome. Fue algo tremendo”, relata el pastor.

Guillermo aclara que no pretende victimizarse, pero sus años en prisión los describe como los peores de su vida. En medio del hacinamiento, el frío, los malos olores y el hambre. Además de los golpes de algunos funcionarios en ese tiempo, quienes se ensañaban -asegura- por la conmoción pública de su crimen: “Incluso le ponían corriente a los presos, porque no había resguardo a los derechos humanos como ahora. En ese tiempo, lo que más deseaba era la muerte”, explica.

El pastor recuerda que en junio de 1971 hubo una catastrófica nevazón en Rancagua -donde estaba ubicada la cárcel en que lo trasladaron-. Esa mañana se despertó congelado en su celda aislada. De repente, tres voluntarios de la iglesia evangélica lo visitaron y le regalaron una nueva frazada junto con algo de dinero. “Esto se lo da el Señor”, le dijeron.

Primero quedó extrañado por ese acto de amabilidad: “¿Estos canutos creerán que soy gil?”, pensó mientras le hablaban sobre la palabra de Dios. Pero con cada visita se fue conmoviendo, hasta que accedió a unirse a la Iglesia. “Me convencieron de que había un cambio para mí, una vida nueva”, comenta.

Empezó a trabajar con ellos como zapatero. A predicar en el espacio que les brindaba Gendarmería. Su conducta cambió al punto que se ganó la simpatía de los mismos gendarmes. Hasta que le redujeron la condena y en 1975 salió libre. 

“Volví a apreciar estar libre, caminar, sentir que la lluvia me caiga en la cabecita. He encontrado esta vida demasiado corta por los años que perdí”, comenta.

El perfil de los exconvictos que se unen a la iglesia

Guillermo Cáceres recalca que “cualquier interno que desee enmendar su vida es bienvenido en la APAC”. Su Fundación para la Rehabilitación y Reinserción Social (FRISO) tiene sede en el mismo templo del barrio San Vicente. Ahí reúne asistentes de todo tipo de prontuario y edad. Por ejemplo, la mampara del templo la construyó un reconocido asaltante de camiones Brink’s. 

Pero también asisten personas condenadas por delitos de características más graves. Por ejemplo, Guillermo comenta que reciben a una persona mayor que recibió una condena de 50 años, acusada de homicidio y violación a su esposa.

“Sinceremos el tema: la mayoría de los chicos que entran por una situación de carácter sexual, se esconden en las iglesias de las cárceles”, comenta el capellán nacional evangélico, Luis Mussiet. Sin embargo, incluso esta situación opera bajo los duros códigos de la cárcel.

Por sus años de experiencia, el capellán comprende que la decisión de “unirse a los hermanos” es respetada por la propia población penal. “Dios se respeta mucho adentro de la cárcel”. Por lo que, quienes se unen a la comunidad evangélica, tienen cierta protección. 

“Pero los más avezados de la cárcel saben quiénes van a esconderse. Y cuando apenas se sacan la corbata, y se dan cuenta de que no fueron sinceros; esa misma noche el interno cobró. Así de simple. Y así de fuerte, porque el interno no olvida”, explica el capellán.

Además, Mussiet aclara que todos los convictos son evaluados por un área técnica, en base a su buen comportamiento. Según los últimos datos de Gendarmería, 17.995 internos a nivel nacional profesan la fe evangélica. De ellos, un 47% presenta buena o muy buena conducta.

“El perfil de este tipo de interno es distinto al del convicto que vive del delito. Los internos que delinquen por sobrevivencia o costumbre son los que tienen más riesgo de reincidir”, dice Mario Benítez, teniente coronel de Gendarmería.

Adicionalmente, los convictos de la APAC deben firmar un contrato donde se comprometen a seguir la disciplina de la comunidad. El capellán declara que esto va más allá de simplemente “llevar la corbata”. Pasa por un completo cambio de códigos: “en las capellanías todos somos iguales. Si me toca a mí lavar losa, no es que sea perkin, o un reo de menor calidad. Es un privilegio que yo sirva al prójimo”, comenta.

Por último, además de herramientas laborales, la APAC pretende entregar una educación integral. Incluyendo la etiqueta y el vocabulario de los rehabilitados en la sociedad: “Espero, en lo posible, que cuando alguien me conozca, no se dé cuenta del lugar de donde Dios me sacó. No se dé cuenta de mi pasado”, dice Pablo Urbina, exconvicto y capellán de unidad en la cárcel de Puente Alto.

Marcado por el lugar de origen

“En mi familia el primer delincuente fui yo”, comienza relatando Pablo Urbina (37). Explica que provenía de una familia “pobre, pero con valores”. Viviendo en un sector marginal de Puente Alto. Irónicamente, la cárcel de la comuna quedaba a solo cinco minutos de su casa. Por lo que desde su infancia, tan solo mirando por la ventana, se familiarizaba con las murallas entre las que acabaría encerrado años después.

“Donde crecí, la delincuencia era la alternativa para obtener más rápidamente lo que mis padres no me podían dar”, comenta el capellán.

El año 2008, cuando tenía 21 años, fue condenado por tráfico de drogas, porte ilegal de armas, y robo con violencia. Arriesgando 18 años por todas las condenas que acumulaba. Sin embargo, admite que su estadía en la cárcel no fue excesivamente negativa. Tenía su posición dentro de la población penal, por lo que no sentía necesidad de esconderse. Pero, aún así, dice que tuvo la necesidad de un cambio.

En el año 2009 fue invitado a una campaña evangélica que se realizó en el gimnasio de la cárcel de Puente Alto. Asistieron cerca de 800 evangélicos internos. Ahí, entre la música y las prédicas, sintió que “algo despertó en mi interior”. Él dice: “Ahí fue cuando Dios se me presentó en ese cuarto”.

No era una persona creyente. Y, sin embargo, a fines de ese año acabó uniéndose a la APAC de su prisión. Demostró signos tempranos de liderazgo en su comunidad; así que no tardó en convertirse en jefe dentro de su módulo, y posteriormente en capellán. Con su grupo han ayudado más de 30 espacios en distintas cárceles, para entregar condiciones más dignas. 

Actualmente, ya en libertad desde 2019, está en camino a convertirse en pastor. Conoció a su esposa dentro de la misma cárcel; una voluntaria de la comunidad evangélica que fue a visitarlo en una ocasión. “Ella proviene de una familia acomodada. Pero por mí decidió arriesgarse y romper con eso. Y yo también tuve que aprender a reinsertarme en una familia así”, explica el predicador.

“Como ex interno, dentro de las cárceles manejamos mucho un pasaje bíblico, en el libro de Corintios: el que está en Cristo, nueva criatura es, las cosas viejas pasaron, y en Cristo son todas ya nuevas”, concluye Urbina.

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