Opinión
3 de Enero de 2025El centenario retorno de Nosferatu: El vampiro que definió el cine de terror en 1922 y su regreso de la mano de Robert Eggers
Nosferatu, el clásico de 1922 que redefinió el cine de terror, vuelve a la gran pantalla bajo la mirada de Robert Eggers. Aquí Cristián Briones repasa esta nueva versión que reinterpreta los mitos vampíricos desde un enfoque cinematográfico puro y actualiza el legado del expresionismo ¿Puede un vampiro de otro siglo seguir fascinando a las audiencias modernas?
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Todos sabemos de vampiros. De sus distintas versiones, desde los cuentos más tradicionales hasta los incluso más disparatados. De Bela Lugosi a Robert Pattinson. Sabemos quién es el Conde Drácula, eso es seguro.
Pero Nosferatu no es Drácula. Está basado en los cuentos que inspiraron a Bram Stoker, pero no es Drácula. Esa, al menos, fue la línea de defensa legal de Albin Grau, el productor de Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) cuando la película dirigida por F.W. Murnau fuera llevada a tribunales por la viuda del autor de la novela original, Florence Stoker. Grau perdió, por razones que resultan evidentes, y así fue ordenada la destrucción de una de las obras maestras de la historia del cine. Las copias que se preservaron, lo hicieron porque ya había sido distribuida a países en donde la orden judicial simplemente “no llegó”.
Pero Grau tenía algo de razón, más allá de las evidentes similitudes en la trama de la obra que le valdría la quiebra. Nosferatu no es Drácula. Nosferatu pertenece a los Cárpatos, Drácula al Londres victoriano. Mientras el vampiro protagonista de la novela de Stoker está más cerca de las características seductoras y magnéticas atribuidas al ego de Lord Byron, el Conde Orlok es el monstruo que vive en el castillo. Un ser horripilante y déspota. Un auténtico chupasangre que solo puede existir porque es el mal encarnado. Un Conde cautiva, el otro se impone. Uno hechiza, el otro posee. Ambos fascinan.
La otra diferencia está en los medios. Mientras Drácula pertenece a la literatura primero y luego a las versiones fílmicas, Nosferatu, en cambio, es puramente cine. Es la imagen, por sobre todo. No es solo el aspecto del personaje, sino la manera de estamparlo en una pantalla. La fuerza de las formas con la que fue presentado al mundo allá en 1922. Luces, sombras, encuadres y movimientos de cámara, que llevan más de un siglo siendo un caso de estudio y maravilla. Uno de los encantados por ese conjuro visual es Robert Eggers, quien durante años había querido abordar una nueva versión del centenario clásico y que por fin logró hacer encajar todas las piezas de su puzzle: es el año 2024 y después de una pandemia, una nueva Nosferatu llegó a nuestra pantallas.
La trama, también la conocemos: Una joven mujer (Lily-Rose Depp) embrujada por un ser maligno (Bill Skarsgård), un joven esposo (Nicholas Hoult) atraído por la conveniencia y atrapado en la necesidad, un trato inmobiliario con un huraño Conde, advertencias desoídas sobre la maldad que habita aquel castillo, el naufragio que llega al puerto, la plaga vil desatada sobre la ciudad, los seres queridos de la joven (Emma Corrin, Aaron Taylor-Johnson) acechados por la virulencia encarnada en el vampiro, un grupo de hombres (Ralph Ineson, Willem Dafoe) se convence de luchar contra aquel mal, el destino trágico de todos depende de su éxito.
Pero una trama no es un relato cinematográfico. Y sobre esta nueva narración pesan otros factores. Dos, principalmente: Robert Eggers como estudioso de la obra y el siglo que ha transcurrido desde esa primera huida con los derechos de Drácula.
Acá hay otros énfasis en la historia. No es sólo el cambio de los ritmos narrativos que resultan en que esta Nosferatu dure un tercio más que la original (la versión de Werner Herzog, Nosferatu – Phantom der Nacht, de 1979, queda en la media de duración), es que Eggers va marcando puntos en el camino.
Detalles que otras versiones han abordado, pero que pareciera que el nativo de New Hampshire quisiera destacar que ya estaban ahí en esa primera versión del horripilante vampiro en el cine: El deseo sexual femenino visto como amenaza o maldición, las mujeres como propiedad, la seducción del poder, el ocultismo como nexo entre la ambición y el mal, la forma de relacionar una plaga con el castigo divino, y algunas más que me reservo en aras de no arruinar la experiencia a quienes no hayan visto la nueva película.
Uno de los puntos altos está justamente en cómo realza esos aspectos: los tiempos que se toma en mostrar al joven esposo que opta por la búsqueda de la seguridad económica en vez de las necesidades afectivas de su esposa. Que el jefe que arma el trato inmobiliario (Simon McBurney) practique hechicería, convocando así el mal que no vive ni muere. Que el cazador de este vampiro (un intratable Willem Dafoe) también sea un ocultista, casi un homenaje al productor de la Nosferatu original, que pertenecía a varias logias del ocultismo de la época, y era considerado un erudito en esta persecución de lo sobrenatural. En un nivel, una coincidencia con el director de esta nueva versión.
Porque con todos los detractores que pueda tener, y siendo que el cinéfilo en él le puede significar cierta ambivalencia en esta ocasión, lo cierto es que la fascinación de Eggers por ese factor es una de sus grandes cualidades.
Porque no puede decirse que Eggers toca la misma tecla con esos elementos fantásticos. La Bruja (The VVitch: A New-England Folktale, 2015),tiene una profundidad temática que la instala más cercana a La Cinta Blanca (Das weiße Band – Eine deutsche Kindergeschichte, 2009) de Michael Haneke, siendo ambas ensayos sobre los mitos fundacionales de sus respectivas naciones, y ahí el elemento sobrenatural es un adorno cautelar del relato (un “folk-tale”).
El Faro (The Lighthouse, 2019), en cambio, es un estudio de personajes cayendo al abismo de la locura, en donde otra vez la fantasía pareciera adyacente, pero está adherida a la psique en pleno descenso de los personajes. Con The Northman (2022) va directamente en busca de ese elemento, justamente como componente vital de la historia de Amleth, previo a ser la inspiración “aterrizada” de Hamlet. Brujas en el bosque, sirenas en los roqueríos, valquirias en los campos de batalla, vampiros en castillos. Todos relatos en torno a fogatas que trascendieron hasta ser parte de nuestra cultura. Eggers se da el gusto de explorar uno de ellos desde el prisma puramente cinematográfico, porque ese es el lugar de nacimiento real de Nosferatu: el cine.
Y esta Nosferatu tiene mucho cine. De este y otros tiempos. El ya depurado uso de la música en el género, cuerdas afiladas que entran con toda fuerza para sostener el sobresalto hasta convertirlo en horror. Actuaciones que estiran al máximo el rango físico de sus intérpretes; diseños de producción y vestuario que ya estampan un lenguaje en sí mismo. Y especialmente, el trabajo del compañero en la fotografía de Eggers: Jarin Blaschke, apostando por lo lúgubre y sombrío, opresivo incluso, casi vampirizando el color, con movimientos y encuadres que caminan por las contrastadas sendas de un expresionismo moderno, detalle que estoy seguro irritará a más de alguno.
Acá haré una pausa, porque esto va un poco más allá de la apreciación positiva, negativa o cualquier punto intermedio que uno pueda tener de las formas narrativas de esta película. Y es que todos sabemos quiénes son estos personajes, más allá de que la historia transcurra en Alemania (que Alemania no existiera en esas fechas no importa mucho), o que los nombres no sean aquellos que conocemos, esta es una pieza fundamental de la cultura popular y ni decir cinéfila. Por algo hay versiones vampíricas desde Irán hasta Chile.
El vampiro es un producto enquistado en la percepción general. Más allá de que el Conde Drácula se convirtiera en un aristócrata seductor, occidentalizado a tal nivel que fuera despojado de la característica encarnación del mal que habitaba el castillo feudal, y que el cuento de posesiones demoníacas y castigos divinos pasase a ser el de amores imposibles y cuasi épica romántica, lo cierto es que todos vamos a ver una película de vampiros con nuestro vampiro en el asiento próximo.
Y esto le puede jugar muy en contra a Eggers. Que Skarsgård no es Oldman, que Deep no es Adjani, que el mismo Eggers no es Murnau y no debiera andar poniendo efectos digitales para tratar de imitar el expresionismo y un largo etc. Como todos conocemos todo del vampirismo, que alguien decida poner en esta generación al original, va a despertar resquemores. Pero de nuevo, eso está fuera de la película y más instalado en las audiencias. Simplemente dejo la advertencia para cuando vean comentarios muy dispares.
Porque lo cierto es que esta es la Nosferatu de Robert Eggers. Son sus pulsos narrativos, son sus inquietudes. No es la primera ni será la última vez que un remake también sea una persecución autoral. Esta no es la Psicosis (Psycho, 1998) de Gus Van Sant, por mucho que la trama esté casi al pie de la letra. Acá hay muchas ideas que estaban en la original y Eggers acentúa, y que además el paso del tiempo da nuevos significados. La pandemia que saca el heroísmo de la gente más sencilla. La necesidad de reconocer que el mal existe para poder enfrentarlo. La “maldición” que convierte a una mujer en la sombra de sí misma. El ejercicio del poder desde la ventaja de la clase. ¿Pudo ser más incisivo Eggers con estos temas, de forma de cimentar este Nosferatu para una nueva era? Probablemente. Pero no son las formas narrativas del director.
Sigue siendo error nuestro el pedirle que el vampiro que llevamos al cine, sea justo el que está en la pantalla. Lo mejor es seguir apreciando que ese no muerto, sigue muy vivo.