Opinión
18 de Enero de 2025

De qué hablamos cuando hablamos de David Lynch

En esta columna, el periodista y guionista Diego Muñoz ("Hermes, el Sabio"), escribe sobre la relevancia de la obra del fallecido director David Lynch y el legado de su filmografía. "Una fuerza creativa que trascendía el medio en el que se movía y que lo hacía transitar libremente entre el cine, la televisión, los cortometrajes, la pintura, los spots publicitarios, el videoclip, y lo que fuera que a David Lynch se le cantara hacer", destaca.
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En su última aparición en pantalla, el célebre director David Lynch interpretó al célebre director John Ford, para el célebre director Steven Spielberg. La película es The Fabelmans (2022) y la escena, que se ha transformado ahora en la despedida “oficial” de Lynch del mundo del cine, es la dramatización de la famosa anécdota en que un muy joven Spielberg recibió un único y peculiar consejo del excéntrico autor de The Searchers (1956): El horizonte jamás debe retratarse al centro de la pantalla.
Con toda la obra de David Lynch a la vista, la escena tiene ahora una carga poética adicional. El director que siempre nos dio vuelta el mundo, recomendándole a un futuro creador huir de la simetría, de lo aburrido, y aspirar siempre a lo “interesante”.
En la cultura pop, David Lynch es sinónimo de historias abstractas y poco convencionales, de imágenes aleatorias desplegadas en una atmósfera de sueño, con colores, mujeres hermosas, personajes diabólicos y música anacrónica. Incomprensibles, por cierto. Todos recuerdan el capítulo en que Homero Simpson trasnocha viendo Twin Peaks (1990) y su televisor muestra a un hombre calvo bailando con un unicornio bípedo en medio de la noche, bajo un semáforo que cuelga de un árbol, todo con la música atmosférica de un “noir”. “Brillante”, dice Homero admirado, para agregar inmediatamente “no tengo idea de lo que está pasando”. La parodia resume en una sola línea el sentir de muchos sobre la obra de David Lynch. Un chiste grueso, lejos de cualquier cosa que Lynch plasmó en pantalla en su filmografía.
Pero ni tan lejos tampoco.
Y es que su obra siempre estuvo conectada a un plano distinto al nuestro, donde el cine se transformaba en sueños y viceversa. Una fuerza creativa que trascendía el medio en el que se movía y que lo hacía transitar libremente entre el cine, la televisión, los cortometrajes, la pintura, los spots publicitarios, el videoclip, y lo que fuera que a David Lynch se le cantara hacer. La constante era una sola: El poder de las imágenes y los sonidos, la lógica con respecto a la historia era optativa.
¿Pero quién era David Lynch, aparte de un “valiente” y “poco convencional” narrador? Desde Eraserhead (1977) que sus entusiastas luchan por vendérselo a una audiencia alérgica a las preguntas sin respuesta. Aunque la cosa es más fácil con sus películas más “pop” como El hombre elefante (1980) o Una historia sencilla (1999), la gente suele tenerle miedo al cine “come y calla” que busca “provocar” en el mejor de los casos, “desconcertar y hacer perder el tiempo” en el peor. Con todo eso encima, David Lynch cosechó éxito y reconocimiento en Hollywood, no solo con infinita admiración y homenajes, incluyendo tres nominaciones al Oscar al mejor director además de la honorífica que sí se llevó.
“A David Lynch hay que quererlo, no entenderlo”, le escuché decir a un señor a su pareja a la salida de una reposición de Carretera perdida (1997) en una sala de “cine arte” santiaguina. Y este parece ser el consenso entre sus fans. A mí me parece más preciso lo que le dijo Roger Ebert en una entrevista, a propósito de la inolvidable Mullholand Drive (2001): basta con entenderla emocionalmente. Dejar que las imágenes y los sonidos entren directo al inconsciente sin que el narrador tenga que jugar al avioncito con la cuchara de la historia lineal armada sobre la base de la causa y el efecto.
En superficie, sus películas son historias más o menos clásicas, que van desde las sagas de ciencia ficción (Duna), los thrillers de misterio sobre crímenes (Twin Peaks, Terciopelo azul, Carretera perdida), las road movies (Corazón salvaje), los ya mencionados dramones basados en hechos reales (El hombre elefante, Una historia sencilla) hasta experimentos más libres y puros en su propuesta (Inland Empire o sus cortometrajes). Pero su peculiaridad estaba justamente en intervenir las estructuras clásicas con imágenes abstractas, inyecciones de horror, sueños que sin darnos cuenta se transforman en pesadilla, con el único hilo conductor del viaje por el que nos está llevando.
No por nada hay dos imágenes recurrentes en su filmografía: La de los escenarios donde alguien está interpretando un espectáculo y la de las carreteras transitadas a toda velocidad en medio de la noche. Espacios que en el cine de David Lynch son sinónimo de que cualquier cosa puede pasar. Y cualquier cosa pasa, en efecto.
Es por todo esto que el final de The Fabelmans golpea distinto en un mundo sin David Lynch. Está interpretando a John Ford, sí. Pero gracias al acierto de Spielberg, es Lynch quien aparece ante nuestros ojos expectantes. Con un parche en el ojo, marcas de lápiz labial en la cara. Y luego prende un puro que llena el lugar de humo, soltando palabrotas y hablando sobre cómo hacer más interesante el arte. Después de su breve intercambio, el protagonista se despide con un sincero “gracias”. Y Lynch/Ford le contesta “Un placer”, en la que es hoy la última cosa que nos dirá desde una pantalla de cine.
El placer ha sido todo nuestro, David.