Opinión
23 de Febrero de 2025

“El brutalista”, la película que podría darle el segundo Oscar a Adrien Brody: Una obra monumental

Tiene 10 nominaciones al Oscar y el actor de "El pianista" podría recibir su segunda estatuilla. Recién estrenada en salas chilenas, el columnista de cine de The Clinic, Cristián Briones ("Fílmico"), escribe sobre ella. "Es la obra de un cineasta que ha encontrado un punto de vista y una historia que contar y ha decidido zambullirse en ella hasta ir decantándose a su estado más puro", señala. "El trabajo musical es de lo mejor del año y muy clave en hacer grandiosa esta película", añade el comentarista.
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El arte y el dinero y el poder. El poder de los artistas. Los mitos fundacionales de las naciones. El trauma y la violencia en la forja cultural. El orgullo de clase. El desprecio de otra. El sueño americano. La pesadilla americana. La inmigración de aquellos sin hogar. La ambición desmedida. La avaricia. La trascendencia. El brutalista (The brutalist, 2024) es una obra monumental. En la definición más pura del valor en su estructura. En forma y fondo. En sus decisiones estéticas y su profundidad temática.
Una película de otra era, en las manos de un director cuyo atrevimiento es avalado en prácticamente toda su extensión. La de Brady Corbet es la obra de un cineasta que ha encontrado un punto de vista y una historia que contar y ha decidido zambullirse en ella hasta ir decantándose a su estado más puro. Todo está en la cámara. La hace aún más grande que el relato de un arquitecto que sobrevive al Holocausto y conoce a un millonario que le encargará un edificio.
La imagen de László Tóth -un brillante Adrien Brody-, seguido por la cámara saliendo del barco y llegando a la Isla Ellis mientras escuchamos a su esposa Erzsébet, una totalmente electrizante Felicity Jones, es un ejemplo de la claridad narrativa de El brutalista. Es un ejercicio que establece tono e intención.
La fotografía, el montaje, la música. Uno desde la butaca sabe desde los primeros minutos en dónde está entrando. Partiendo de la oscuridad del encierro y el horror, sólo queda ascender y ascender, y la imagen invertida es la esperanza de un mundo nuevo. Arquitectónica re-hecha cinematográfica y viceversa. Estas formas en la edición, en los ángulos de la tomas, los enfoques, se verán lo suficiente en la película para asumir que quien está detrás de la cámara sabe cómo contar una historia. Pero lo que destila de ello es todavía más impresionante. Es el qué.
¿Qué forja a una nación? ¿Qué define a un pueblo? ¿Qué concreta una cultura?
No es la primera vez que Corbet aborda esto, que son las preguntas más hondas de El brutalista. De hecho, como muy pocos otros cineasta en esta generación, este es un autor con un tema enquistado. El trauma y la violencia como mito fundacional. En la tan inquietante como fallida La infancia de un líder (The childhood of a leader, 2015) su debut tras las cámaras, apuntaba a desmenuzar, que no excusar, el surgimiento de un caudillo totalitario. Y en la muy fallida El precio de la fama (Vox lux, 2018) intenta explorar el cambio de siglo a nivel cultural. En ambas es la sangre y el fuego, tanto figurativos como reales, los que terminan definiendo a la sociedad.
Acá toma los albores de la segunda mitad del siglo XX norteamericano, la jactancia de “la mejor generación”, de “los capitanes de la industria” y otra serie de conceptos que los EEUU alimentaron en su cultura popular hasta convertirlos en cimientos. Los ‘reels’ sobre el Estado de Pensilvania que Corbet ocupa de fondo, establecen la tan fina línea entre propaganda y publicidad con la que los medios masivos impregnaron esas décadas. Porque aquella generación conoció la guerra. Y esos capitanes nunca lideraron más que su propia avaricia. Un país forjado en el orgullo sin clase. Pero esta no es la historia de una sola nación. Es la historia de dos.

No son gratuitas las menciones que Corbet hace del momento en que se anuncia la fundación del Estado de Israel. Porque el viaje de los Tóth es uno nacido en el horror más extremo, en la culpa de muchos, el desprecio de otros tantos y la desconfianza de los propios. Nunca más pasarán por eso. Es la frente en alto o nada. Hambrientos hasta no poder moverse, Erzsébet representa desde su intelecto, una declaración de que no volverán a la humillación de deberle algo a alguien. László no necesita que el mundo lo valide, tiene algo que los demás sólo pueden admirar o envidiar, pero no comprar o doblegar. Por mucho que lo intenten. Zsófia es esa niña que se quedó sin voz, y que más tarde será una mujer que hablará altiva. La fragua de una nación.
La contraparte de ello es Harrison Lee Van Buren Sr., un Guy Pearce que extrañábamos. Van Buren representa a esa pieza de la sociedad que ejerce el poder que ha adquirido. Con dinero, conexiones y la arrogancia que ambos dan. Pero que en su interior sabe que el edificio que compre podrá llevar su nombre escrito con letras gigantes, pero su trascendencia está en aquellas más pequeñas. Mecenas del arte por envidia. Patrones de aquello que les dé fama y fortuna. Poniéndose a sí mismos por encima de todos, excepto de aquellos que en realidad son excepcionales. Porque simplemente no pueden.
Corbet es inflexible en su narración de estos personajes. Los sumerge en El brutalista a sus propios errores y los arrastra por el suelo de los triunfos robados. Empalma el montaje de Dávid Jancsó para sacudir nuestra propia perspectiva. Lo de Judy Becker y Patricia Cuccia en el diseño de producción es un desafío titánico y resulta lo suficientemente opresivo para que agradezcamos la fotografía de Lol Crawley, que provee un naturalismo que es muy cierto que sólo podía venir del tipo de cámara usado. El trabajo musical de Daniel Blumberg es de lo mejor del año, y muy clave en hacer grandiosa esta película.
No todo es perfecto en El brutalista. En muchas ocasiones la película, al igual que su protagonista, se atormenta a sí misma y no se permite perderse en su propia genialidad. Puede sentirse la apuesta a la grandiosidad que hace su director y co-guionista (junto con Mona Fastvold), a veces pudo contenerse un tanto. Pero llega un punto en que uno sabe que está en un edificio y cada sala oscura nos obliga a avanzar. Y podemos ir recogiendo las piezas del relato y dejando que vayan teniendo sentido. Su majestuosidad es indispensable cuando se trata de un tema tan enorme. Los yunques y los martillos. El acero y los golpes. La imposibilidad de las sociedades de sacarse de encima el peso de su pasado teñido de oscuridad. No importa cuánto dinero se arroje, los demonios perduran.
Tan solo unos pocos individuos tienen el privilegio de encapsular ese mito y darle forma física, verbal, musical. Los artistas, los narradores, los poetas. Construyen con aquello que dejó la sangre y fuego. Con los horrores y sus supervivientes, en la forja del espíritu de una nación, de un pueblo, de una cultura. El concreto resiste. Y nos encierra. Y nos obliga a mirar hacia arriba. Temáticamente es el destino. Narrativamente, un viaje excepcional.