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Opinión

9 de Noviembre de 2012

Argentina: el 8N, los políticos y el problema de la sucesión

Por Gabriel Pasquini en Puercoespín Algunos teóricos modernos reivindican a la multitud contra el pueblo. La multitud como la consideraba Spinoza: como un colectivo que mantenía sus diferencias, sus múltiples identidades individuales –un reservorio de libertad y pluralidad contra la idea unificadora del pueblo, espejo de la unidad del Estado. Una multitud de ese tipo […]

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Por Gabriel Pasquini en Puercoespín

Algunos teóricos modernos reivindican a la multitud contra el pueblo. La multitud como la consideraba Spinoza: como un colectivo que mantenía sus diferencias, sus múltiples identidades individuales –un reservorio de libertad y pluralidad contra la idea unificadora del pueblo, espejo de la unidad del Estado.

Una multitud de ese tipo se paseó ayer por las calles de Buenos Aires. No tenían jefes ni consignas centralizadas, los reunía sólo un sentimiento común de rechazo a quien ocupa en estos días la cabeza del Estado.

Y sin embargo, si algo anhelaba era un líder.

Y no sólo ellos…

***

La cuestión parece sencilla. La oposición argentina, fragmentada, carece de iniciativa, no tiene programas, plan, estrategia o auténticos líderes, y no logra producir un candidato viable para una eventual alternancia.

Algunos oficialistas han planteado que esto no es siquiera un problema; que en verdad sólo surge como problema por un equívoco; que, en realidad, no se entiende por qué la alternancia es siquiera deseable. ¿Por qué aceptar la llegada al poder de otra fuerza política, otro proyecto, incluso de otra persona, si la actual ha dado resultados que jamás serán mejores (es más, serán peores) en caso de un cambio?

Sin embargo, aun aceptando este razonamiento y sus premisas –que el proyecto actual ha dado buenos resultados en esta década y que tiene todavía más para dar–, la alternancia (dentro del oficialismo o fuera de él) es obligada, porque la propia fuerza política (o partido, o grupo, o tal vez persona) en el poder se ha cerrado los caminos para permanecer en él.

***

El kirchnerismo fracasó en –y luego renunció a– construir una organización política nacional que diera continuidad a su proyecto. Néstor Kirchner impulsó en su primer gobierno la llamada “transversalidad” –una suerte de alianza de fuerzas de centroizquierda y movimientos sociales—que jamás logró poner en marcha; acabó recostándose en el aparato tradicional del peronismo, esa conjunción de la estructura sindical y la incierta y maleable liga de gobernadores/jefes políticos del interior del país, que lo había llevado al cargo en 2003 y que ayudó a que lo sucediera su esposa, Cristina, en 2007-2011.

Con esta decisión o resignación, el kirchnerismo quedó montado como cabina de pilotaje sobre un avión tripulado por gente que celebraba calurosamente la posibilidad de seguir a bordo –pensemos en la alternativa–, aunque en su fuero interno no estaba imbuida, necesariamente, del mismo entusiasmo respecto del rumbo elegido (lo que de todos modos, desde su punto de vista del momento, era secundario). Y así se presenta hoy el problema del peronismo: muerto el piloto, y con la copiloto en sus últimos tres años de vuelo, ¿quién tomará el timón y hacia dónde dirigirá la nave?

El kirchnerismo fracasó también en preparar (pero esto es congruente con el armado político antedicho) un delfín. El matrimonio presidencial que gobernó la última década en la Argentina jamás consideró que hubiera otro sucesor posible que uno de los dos cónyuges. Tras la muerte de Néstor Kirchner, la presidenta eligió como su segundo, de entre todos sus colaboradores, a aquel con menor arraigo en el peronismo, menor antigüedad entre sus fieles y cuya suerte política, a todas luces, parecía depender exclusivamente de su voluntad: Amado Bodou. Como se sabe, esta trasgresión –así suele ocurrir en política– fue cobrada y pagada con un escándalo rápido y fulminante: aquel que involucró a Boudou en esos oscuros hechos que se conocen como “caso Ciccone” –una combinación de influencias indebidas, malversación y algunas otras figuras penales. Bodou bien puede ganar la batalla que se libra para culparlo o exonerarlo, pero difícilmente pueda ya aspirar a una candidatura presidencial.

Candidaturas de tenor dinástico, como las de Alicia o Máximo Kirchner, sólo existen en la fantasía de algunos colaboradores demasiado jóvenes o interesados en las oportunidades que brinda la permanencia en el poder.  Se podría, sí, apelar a un leal como el ministro del Interior, Florencio Randazzo, o a un presunto leal, como el gobernador del Chaco, Jorge Capitanich, pero ambos lucen más como aliados de una retirada en orden que como auténticos sucesores del mismo proyecto.

Además, y tal vez esto es lo más importante, hay serias dudas sobre sus chances de ganar.

El apoyo de la Presidenta a alguna de estas figuras correría el serio riesgo de provocar la división del peronismo, en el que no faltan políticos con ambiciones nacionales, como De la Sota o Urtubey, y en el que, sobre todo, hay un candidato obvio que, esta vez, no parece dispuesto a dejar pasar su turno: el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli. Si la Presidenta no respalda su candidatura en 2015 (y nada parece indicar que lo hará, porque, si no se ha manejado con ese tipo de lógica hasta ahora, ¿por qué empezar sobre el final?) y si no le resulta posible competir en las elecciones internas en condiciones ventajosas, ¿no optará Scioli por presentarse a la elección por fuera del peronismo?

Lo complejo del asunto es que todos esos dirigentes que esperan una señal para lanzarse a la dedicada lucha por un puesto están obligados a considerar la posibilidad teórica de que la Presidenta apueste a la derrota de su partido. Al fin y al cabo, Raúl Alfonsín eligió como sucesor a Eduardo Angeloz, líder de lo que él veía como la facción rival a la suya dentro de la Unión Cívica Radical –y en medio de la debacle de su gobierno, el candidato Angeloz fue, claro, derrotado por el peronista Menem. Y cuando le tocó dejar el poder porque ya no había modo de imponer su segunda relección, Menem deseó de todo corazón la derrota de Eduardo Duhalde, candidato presidencial del peronismo en 1999.

Para cualquiera de estos líderes, la alternancia consistía en ser sucedido por alguna figura opositora que, fracasando sin cesar durante los siguientes cuatro años, despertara una incontenible nostalgia que los devolviera al poder. Consecuente, Menem intentó la operación nostalgia en 2003 –y no tuvo éxito sólo porque Duhalde, su archirrival, se había juramentado no permitir su retorno aunque tuviera que imponer(se) la candidatura de Kirchner para lograrlo.

Faltan tres años para el recambio presidencial, pero estos cálculos y las maniobras consecuentes ya han comenzado. Para muchos dentro del peronismo, la conclusión es obvia: es necesario crear una candidatura, un polo de poder, un piloto que mantenga el avión en vuelo (consideremos la alternativa). Esto implica alejarse, día a día, de un gobierno sin descendencia visible. Moyano, con sus huelgas y marchas, es el jugador más audaz (o el más acorralado) de esta partida. Pero difícilmente está solo.

La posibilidad de una deserción parcial o total dentro del peronismo es lo que el gobierno pretende contener con el fantasma de una segunda relección de Cristina Kirchner, un fantasma que se desvanece cada día ante las cifras de las encuestas y las condiciones políticas del país. Y ese, precisamente, es el problema: no que no exista la posibilidad real de la relección (que tal vez ni siquiera es deseada por la Presidenta), sino que su insinuación no alcance a asustar realmente a nadie  –por más que interesados de un bando y otro insistan en agitarlo.

***

En otras palabras: no hay oposición, pero tampoco un auténtico partido oficial –si se entiende por partido aquello que esta palabra designaba, no digamos en el siglo XX, sino en una fecha históricamente tan reciente como noviembre de 2001.

En aquellos días, se desmoronó un sistema ya averiado, el del bipartidismo, que había mantenido el orden (no necesariamente deseable, feliz o acertado) durante las dos décadas previas. No fue remplazado por sistema alguno. Antes bien, el vacío fue llenado por los escombros mismos de lo que se había acabado, por unos pocos sobrevivientes que antes solían figurar en tercera o cuarta línea en sus partidos, por unos nuevos actores sin gran experiencia o preparación para actuar con eficacia más que a corto plazo, y, sobre todo, por el liderazgo de un par de audaces que se animaron a imponer su voluntad –para bien o para mal, según quién lo vea—en medio del desconcierto.

***

El inglés permite más fácilmente que el español diferenciar entre policy (políticas de gobierno) y politics (estrategias, tácticas, marketing y escaramuzas en la lucha por el poder). Del gobierno de estos últimos diez años en la Argentina se puede decir, tal vez con algo de certidumbre, que ha acertado más en lo primero que en lo segundo.  Las encuestas conocidas indican que la mayoría ha respaldado en forma consistente el rumbo general del gobierno (la economía y algunas medidas sociales, pero también el impulso a los juicios contra crímenes del terrorismo de Estado de los ‘70) antes que su modo de lidiar con sus rivales. No es difícil ver que el gobierno y su forma de hacer politics, por ejemplo, engendraron las condiciones de su propia derrota en el llamado conflicto del campo en 2008 y pusieron en riesgo su entero proyecto por la defensa de una medida que, a la postre, no resultó crucial y que podría haberse negociado en otros términos.

Habrá quien diga que improvisan y habrá quien repita el consabido discurso de que la Argentina se ha aislado del mundo, que nos dirigimos a una hecatombe, etc. Pero, sin necesidad de dirimir si hay en ello, o no, algún grado de razón, es visible que el gobierno ha ganado su hegemonía con esas políticas centrales de gobierno y no con sus tácticas. Hay en estas últimas algo dramático, teatral –a veces apocalíptico– que no se corresponde, en muchos casos, con la situación a resolver, como si los actores se hubieran equivocado de género y trataran de dar un tono trágico a lo que no pasa de ser, tantas veces, una vieja y conocida comedia.

Uno puede ver esta difícil relación con lo teatral en la Presidenta, una mujer que notoriamente ha declarado que no sale a la calle sin “pintarse como una puerta”: como si en el momento de representar un papel ante los demás necesitara una máscara. A lo largo de algunas décadas de actividad política, Cristina Kirchner probó unas muy distintas, como quien no termina de encontrar la que le va mejor: fue Hillary Clinton, Carla Bruni, la Pasionaria y, en  meses recientes, la conductora de una suerte de talk show de creación propia que ofrecee por cadena nacional y que se diría es su interpretación a posteriori del único momento en que logró una conexión instantánea, real, mágica, terrible, con el país: el momento en que murió su esposo y se exhibió sin máscara alguna –sin fuerzas para representar más que su dolor y su decisión de seguir adelante.

(Habrá, claro, quien diga que no se trata de tropiezos, que las tácticas del gobierno han sido exitosas; finalmente, la oposición no ha dejado de enredarse en ellas una y otra vez.

Pero se trata de una competencia de impericias  –el gobierno desata tempestades en un vaso y la oposición corre a quemar los paraguas. Y aunque suena bastante cómico, no lo es.

La falla constante de los actores de este teatro en ruinas –y no algún plan maquiavélico— está en la raíz de la callada crisis de la sucesión (y de tantas otras).

***

Tomando el riesgo, se puede afirmar que la mayoría del país es conservadora: por lo general, no quiere la caída del “régimen” –como diría Elisa Carrió—, sino alguna prueba de estabilidad, una garantía, una roca a la que asirse en medio de la tormenta que todos, siempre, avizoran próxima e irremediable, cualquiera sea la época o el gobierno.

Esa roca se ha presentado en varias formas en los últimos cuarenta años: la tablita de Martínez de Hoz durante la dictadura militar; el Plan Austral de Alfonsín; el Plan de Convertibilidad de Menem-Cavallo; la intangibilidad de los depósitos bancarios respaldada por el “blindaje” de De la Rúa, y el superávit fiscal y las reservas de divisas de la era Kirchner. Se trata, por un lado, de una regla, un principio de orden, un elemento que permite organizar de alguna manera la caótica sucesión de los días y elaborar algún plan contingente, aunque sólo sea de fuga o de supervivencia; y, por el otro, del liderazgo –en un país que no confía en instituciones, leyes u otros ordenamientos impersonales—que sostiene ese principio de orden.

Esa mayoría conservadora se ha mostrado dispuesta a soportar estoicamente (si se entiende la ironía) las tormentas morales o políticas que le fueran enviadas mientras viera que la roca seguía allí.

(Y, cada vez, llega el punto en que se hace evidente su carácter ilusorio, que ya no se puede seguir imaginando que la roca sigue allí. Entonces, cielo y tierra se desmoronan, la Matrix deja de funcionar, y queda al desnudo, durante un período de cruel desesperanza, el desierto de lo real)

***

Así caemos en este momento, en esta sensación de inminencia, en esta atmósfera de malos presagios y peores augurios que pretende insinuarse en la Argentina. Objetivamente –es decir, desde ese punto de vista que no importa a nadie–, la situación no parece tan dramática. Hay dificultades económicas, sí, pero sólo en comparación con los recientes años de bonanza excepcional. Hay medidas que huelen a emergencia para el viejo olfato argentino, entrenado como perro de Pavlov por anteriores intentos de controlar la forma en que maneja sus ahorros la clase media –y que en el pasado reciente eran siempre señal ominosa de una pronta catástrofe. No importa si esa forma de ahorra es o era cuestionable moral, política, económica o socialmente, si implicaba o implica la fuga de capitales, la especulación o algún otro pecadillo: el día en que vienen por nuestros dólares, sabemos que el fin está cercano.

Pero es puro miedo.

Existe también la inflación –es muy real, pese a las cifras oficiales. Y también se ha elevado a lo largo de los años el crimen –y a nadie que viva aquí interesa saber que no es peor que en buena parte de las capitales latinoamericanas, porque la mayoría no tiene entre sus planes mudarse a ellas.

Inquietantes como son, estas alarmas (¿dónde está la roca?) no sonarían tan fuerte si no se unieran a aquella otra: la incertidumbre respecto del futuro político (¿quién la sostendrá?).

Nos aproximamos a un nuevo cambio de régimen (¡en 3 años!).  ¿Cómo se desarrollará la próxima lucha por el poder cuando el gobierno parece decidido a no dejar que florezca candidato alguno, los partidos de la oposición no hacen más que disgregarse y ni siquiera existe la chance cierta –para apoyarla o resistirla—de una nueva relección?

Desde 2001, en que acabamos con nuestros líderes, surgió uno solo al que amar u odiar, y de pronto se nos murió. Todos corrimos a abrazarnos a su viuda, para apoyarla o repudiarla. Pero también ella nos dejará algún día –no tan lejano.

Y no hay nadie para remplazarla.

Nadie.

Nadie.

Nadie.

***

En ese contexto, la llamada manifestación del 8N y su relativa masividad prometen más confusión, sin importar las loables o repudiables intenciones de sus impulsores (según quién las juzgue). Más allá de las consignas particulares, subyace allí la pretensión de generar un nuevo principio que permita reconstruir a la oposición. Y es lógico que quienes detestan al gobierno sientan la necesidad de encontrarlo, porque actualmente en la oposición no existe principio alguno.

El problema, sin embargo, es que la protesta del 8N no parece un atisbo de futuro, sino una suerte de postal del pasado, un memento dedicado al punto de partida, un extracto de 2001 remojado en 2008: la idea-fuerza de una intervención social-no política (¿o será mejor decir: una intervención social contra la política?) que fuerce una reconfiguración de las relaciones de poder –en otras palabras, que obligue a los dirigentes opositores a engendrar un instrumento político capaz de derrotar al gobierno.

Los políticos de la oposición entienden los problemas que acarrea esta intervención (con la excepción de la hasta ahora irrelevante Carrió, quien los entiende muy bien, pero apuesta a ellos, porque lo ha perdido todo: su única movida posible es, justamente, que se vayan todos y quede ella). Por eso han tratado de contener y, sobre todo, capitalizar las dimensiones de esa fuerza que saltó a la calle y está fuera de su control.

Una fuerza que, librada a sí misma, bien lo saben, sólo puede disgregarlos más.

Porque, como en 2001 y 2008, el triunfo de la protesta no provocará una súbita epifanía en ellos, no se descubrirán el uno al otro como hermanos de una misma causa, dispuestos a renunciar a los honores, pero no a la lucha. No: más bien será el inicio de una previsible competencia discursiva para dejar en claro quién es el más acérrimo opositor, quién el más furioso enemigo del actual gobierno. Porque la completa antinomia es el único sentimiento que une a grupos de inspiración tan distinta como los que se congregaron este 8 de noviembre en las calles y resulta, por ello, la única fuente posible de inspiración.

Y aunque sepan que no es lo mejor, ¿qué opción tienen? Además, si el peronismo llega a dividirse, ¿no existe la oportunidad de quedarse de rebote con el triunfo?

El torneo por organizar la victoria del 8N ya comenzó. Cuando la gente andaba todavía por las calles, los dirigentes opositores ya se asomaban por televisión –democráticamente se les había prohibido incluirse entre los manifestantes—, tratando de inscribir su nombre al pie de la jornada.

Es imaginable el resto: el maximalismo que vendrá, la competencia intestina que ya se adivina por arrancar unos buenos pedazos a lo que inevitablemente se hará pedazos, porque ningún ente o persona, salvo en tiempos de crisis extrema, puede representar y contener a la multitud polimorfa del 8N.

Un camino que conduce de regreso al fracaso de 2011.

Desgraciadamente para quien albergue esperanzas, no parecen tener cosa mejor que ofrecer, al menos por ahora.

Y es que, las lecciones de 2001 y 2008 fueron amargas para todos.

Quizás tanto que muchos, de un lado y de otro, no logran digerirlas todavía.

Tal vez con un trago más…

 

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