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Opinión

27 de Agosto de 2013

Columna: Archivado con éxito

Para una conciencia intranquila poco es más llamativo que la idea de una sociedad fraudulenta. Los escritores, por lo general, están en posesión de una conciencia así, y la idea de que la sociedad les esconde algo, les arrebata algo, les veda el acceso a algo, ha sido casi desde siempre una parte preocupación central […]

Tal Pinto
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Para una conciencia intranquila poco es más llamativo que la idea de una sociedad fraudulenta. Los escritores, por lo general, están en posesión de una conciencia así, y la idea de que la sociedad les esconde algo, les arrebata algo, les veda el acceso a algo, ha sido casi desde siempre una parte preocupación central del intelectual crítico. Esta percepción se ve profundizada en la modernidad, a raíz, entre otras cosas, del surgimiento de totalitarismos crueles e implacables –la Alemania nazi, la URSS, por nombrar a los responsables más desvergonzados-, las democracias tuteladas, la atomización de las relaciones humanas; a los que todavía habría que añadir una larga fila de miedos, y sospechas, diagnósticos políticos, culturales, sociales, y morales. Una de las tareas autoimpuestas de la literatura moderna ha sido precisamente la de examinar las manifestaciones de esos poderes que, envueltos en la bruma del secreto, se dice que rigen los destinos de la actividad humana.

En la literatura chilena reciente hay suficientes ejemplos de esa inquietud crítica. Matías Celedón, por nombrar a un escritor joven, con un mínimo de barullo y estirando la cuerda del arco hasta que reverbera metálica la nota de la tensión, representa en “La filial” la objetivación salvaje y la anomia de un especial mundo de trabajo; todo el canon de Diamela Eltit se juega en inquisiciones, conjeturas y afirmaciones sobre el poder y sus resultados; Fátima Sime, Kato Ramone y Cristóbal Gaete, tres escritores poco conocidos para el público, miran con los ojos bien abiertos la violencia; qué se puede decir de Bolaño (se puede decir “2666”); en los mejores cuentos de Benjamín Labatut corren con silencio los desaires de la sangre; en su última novela, Bisama desmonta el teatro de la creencia en un pueblo hasta ese entonces famoso por tener una verdulería. En esta tradición se inscribe “La oficina”, de Felipe Victoriano, publicada por la editorial Das Kapital, dirigida por el poeta Camilo Brodsky y Tania Encina.

Un guionista y director de teleseries en compañía de un psicólogo, un novelista en suspenso y un periodista, además de “El Jefe” y su secretaria, componen la oficina. La labor de la oficina es indeterminable; parece ser un órgano de inteligencia. Vergara, Miranda, Ibarra y Ruiz, todos hombres sin nombre, se reúnen cada cierto tiempo a discutir y analizar “casos”. Les pagan en dólares. La unidad de la oficina es resquebrajada por el caso “Hinostroza”, un asesinato sin importancia aparente más allá de ser el asesinato de una niña, y la llegada del cuarto y último miembro, Vergara. Surgen las animosidades, las envidias, las frustraciones, las acusaciones. En un grupo donde está penalizada la intimidad, donde la desconfianza, la sospecha y la adulación son atributos positivos, surge el muy humano deseo por sobresalir, y es la ambición natural la que lleva a la descomposición de la oficina.

La novela está hecha de monólogos intercalados de los cuatro “trabajadores” de la oficina. La prosa es directa, deliberadamente inteligible, a ras de suelo, mientras la estructura produce una novela de intrigas con significados que mutan de un testimonio a otro. A veces la oficina parece ser una especie de “Truman show”, a veces una “matriz” sin pastilla roja, y otras veces un club de lectura en el que sus participantes son desmedidamente apasionados. La verdad es que “La oficina” es todas esas cosas al mismo tiempo. Victoriano maneja con mucha eficiencia el registro de la imprecisión.

Una de las curiosidades de “La oficina”, que es una novela política y un thriller, es que se vuelve mejor a medida que se acerca a su final. Por lo general los thrillers y las malas novelas policiales, desfallecen hacia su término pues tienen que llegar una solución más o menos lógica para su misterio. “La oficina”, en cambio, se afirma, y finaliza con una nota dicaz y ácida que provoca tanto risas como una leve tristeza. Los últimos monólogos de Ibarra y Ruiz son elocuentes, veloces y graciosos.

Unas cuentas cosas impiden que “La oficina” sea más que una buena novela, una gran novela. El comienzo, demasiado expositivo, es un tanto débil; la caracterización de los personajes es demasiado rígida y estereotípica, y aunque a la larga funciona, también al principio hay que hacer un esfuerzo para sentir que no se está leyendo la intimidad de una máquina; en más de una ocasión el autoanálisis de los personajes es demasiado guiado, demasiado evidente que hay un titiritero detrás. Así y todo, “La oficina” es una muy buena novela sobre el poder, que habría sido todavía mejor con un poquito más de sofisticación y soltura.

La oficina
Felipe Victoriano
Das Kapital Ediciones, 2013,
192 páginas

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