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Opinión

24 de Abril de 2014

Editorial: García Márquez

Leí Cien Años de Soledad el año 1983, cuando tras una década de dictadura aplastante, en Chile comenzaban los caceroleos y las protestas callejeras. La resistencia salía de la clandestinidad y en las esquinas del centro de Santiago, como un botón de flor que estalla, de pronto brotaron los panfletos, y los gritos de polen. […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Leí Cien Años de Soledad el año 1983, cuando tras una década de dictadura aplastante, en Chile comenzaban los caceroleos y las protestas callejeras. La resistencia salía de la clandestinidad y en las esquinas del centro de Santiago, como un botón de flor que estalla, de pronto brotaron los panfletos, y los gritos de polen.

Entonces leer también era un acto primaveral. Ese verano mi padre arrendó una cabaña en Quivolgo, una isla del río Maule a la que se cruzaba en una balsa arrastrada por la corriente, muy cerca de Constitución, ciudad de factorías madereras, donde los árboles se convierten en papel.

A cierta hora del día, el viento traía el olor putrefacto de esas fábricas hasta nosotros, y mis hermanas menores daban gritos de asco. Salvo ellas, no había otros niños en la isla. Sentado a orillas del Maule, a la sombra de unos matorrales y a veces mecido adentro de un bote en el que salía de paseo, leí la historia de los Buendía. Yo tenía 14 años, consideraba normal el toque de queda, no me había sentado jamás en un restaurante (porque casi no existían), no había traspasado nunca las fronteras del país ni había tenido en frente a un extranjero. A nadie se le ocurría turistear por acá y los chilenos, incluso los burgueses, éramos demasiado pobres para viajar.

También nuestra lengua estaba enclaustrada. Los libros que nos daban a leer en el colegio eran vaporosos y bobalicones. Narraban, cuando mucho, la congoja de niños confundidos.

Fue entonces que la voz de García Márquez se filtró en mi cabeza provinciana de manera cómplice y alucinante -una voz que buscaba parecerse a la de su abuela, según confesó-, con historias que, si bien estaban ocurriendo más allá de los límites que conocía, no por eso resultaban lejanas. Se trató de una experiencia a la vez literaria y política. Secreta y colectiva. Fantástica y concreta. Esos Cien Años de Soledad, a mí me hicieron sentir menos solo. Ahí entendí que los libros podían ser una inmensa compañía.

En los de García Márquez, como no había visto antes, latían los seres humanos. Quizás por eso Paul Auster -de paso por Chile mientras se celebra su funeral en México- lo comparó con Dickens, otro novelista que, un siglo antes, también había ejercido el periodismo y el amor al prójimo. Gabo dijo más de una vez que todas sus historias provenían de la realidad. Fue escritor de matutinos, como dice Bastenier, incluso más que periodista. Sus notas de prensa son infinitas.

En sus relatos nadie está verdaderamente solo, ni el náufrago siquiera, porque, en último término, para escucharlo está el lector. Más allá de la traducción ideológica del momento que, como sabemos, bien puede terminar negando frontalmente las motivaciones iniciales (como ha sucedido en Cuba), sus ficciones disfrutan el mundo mucho más de lo que lo contradijeron sus escritos militantes. Para él “la crónica es la novela de la realidad”, y no su preceptora.

El periodista hurguetea lo que acontece, y el narrador lo canta. Incluso el más miserable encuentra una gloria posible. A un cierto punto, el mito y la melodía de García Márquez se volvieron hostigosos. El reportero fue ensombrecido por la obra consagrada, y más todavía por una lectura de su obra (¿izquierdista?), de la que incluso él mismo participó, lectura que hoy suena declamatoria, y no como la íntima voz de una abuela preocupada de encantar al nieto. Volví a sentirlo cautivante y desmarcado cuando leí un artículo suyo acerca de Shakira.

Lo que se solía contar de él, no era exactamente lo que era. La Fundación para el Nuevo Periodismo que creó y que hoy lleva su nombre, no pretende resguardar su memoria, sino invitar a sus amigos y visitantes a contar siempre ese presente inclaudicable, así contradiga a su mentor, y donde si una mujer vuela, es porque un exceso de pasión libertaria le arrancó los pies del suelo. Pero parece que me fui por las ramas, como ese verano en Quivolgo, cuando no teniendo con quién jugar, un tal Gabriel García Márquez me tendió sus largas manos.

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