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Cultura

9 de Septiembre de 2015

Las insólitas aventuras de Gustave Verniory: Un ingeniero belga en el Far West chileno

Tenía 24 años cuando el gobierno de Balmaceda lo trajo a Chile con la misión de llevar el ferrocarril hasta el corazón de la Araucanía. Pero hizo mucho más que eso. En la agitada región de la Frontera aprendió a montar y a disparar, solucionó problemas de orden público, tomó mucho alcohol, se mezcló entre los mapuches y contó todo en su excepcional libro Diez años en Araucanía (Pehuén Editores). El Museo de la Memoria está exponiendo una selección de las fotos que Verniory tomó en la zona, y estas son algunas de sus historias.

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Marzo de 1889. El joven ingeniero belga Gustave Verniory viaja en el ferrocarril del sur. El convoy penetra en la Araucanía recién conquistada. El paisaje, cada vez más salvaje, es habitado por una fauna no menos indómita. Llegado a la ciudad de Angol, entonces capital de la Frontera, el belga se sumerge en un hervidero de colonos, mapuches, mercachifles, soldados y bandidos más o menos reconocibles. “La población es cosmopolita. Se oye hablar en español, francés, alemán, inglés, italiano, irlandés, ruso, todas las lenguas imaginables”. Las calles sin pavimentar son surcadas por rudos jinetes de enormes espuelas y gigantescos sombreros, todos provistos de sendos revólveres y carabinas. Es nuestro Far West, o más bien, Far South criollo. Verniory desentona con su traje de ciudad y lentes de miope. “Debo hacer una figura muy ridícula a caballo… mi sombrero hongo podía hacer buena impresión en Santiago, pero aquí es francamente cómico”.

De Angol es enviado en tren a Collipulli, fin de la línea, para trabajar en su prolongación. Jinete inexperto, debe encarar una penosa cabalgata en demanda de su cometido. Saliendo de un bosque, el mozo que lo acompaña lo detiene bruscamente, advierte “bandoleros” y le entrega un revólver. Escondido en la espesura ve pasar una siniestra partida de jinetes de poncho oscuro. Es la policía rural, los trizanos, encabezados por su jefe, el mercenario italiano Hernán Trizano. Esta primera travesía dejará al ingeniero con el trasero desollado y el hábito de rehuir concienzudamente a la fuerza pública chilena.

Instalado en Lautaro, abandona la levita burguesa y se lanza en una febril actividad profesional. Simpático, curioso, activo, se adapta rápidamente y hace amigos entre jefes y subordinados. Aprende a montar, a usar el lazo y a disparar un enorme revólver Bulldog. Gasta desmesuradas espuelas, se aficiona a la cazuela y bebe copiosamente. Como buen belga, entierra botellas de cerveza a lo largo de la faena para, en el momento preciso, hacerlas emerger sorpresivas y bien heladas. Hubo quienes lo supusieron brujo por esta prevención secreta.

EL SALVADOR DE TEMUCO

La guerra civil de 1891 lo encuentra trazando la línea a Temuco. Aunque los combates ocurren en el norte, la Araucanía no queda a salvo del conflicto. Aquellos incautos que circulan por la calle son apresados y reclutados a la fuerza. Cuando la calle deja de rendir, los reclutadores penetran en las casas y los hombres huyen a los bosques. Pelotones de soldados recorren los campos cazando rotos para el ejército de Balmaceda.

Los obreros del ferrocarril no quedan exentos de este secuestro fiscal. Verniory describe el procedimiento: “Una hermosa noche, cerca de las dos de la mañana, un capitán reclutador llega de improviso y rodea la faena con un cordón de soldados que, a una orden, se lanzan sobre el campamento aullando y descargando sus fusiles al aire. Los peones, despertados con sobresalto, se precipitan fuera de sus barracas y son tomados inmediatamente. Algunos logran escapar y tratan de llegar al bosque, cuando una descarga derriba a dos. Yo los vi al día siguiente: uno estaba en camisa y tenía el cuerpo atravesado de parte a parte. El otro, que había dormido vestido, había recibido una bala en la espalda y respiraba todavía”.

Las noticias de la guerra son escasas, abundan los rumores y exageraciones. A fines de agosto llegan telegramas alarmantes. El ejército revolucionario ha desembarcado en Concón y se avecina una gran batalla. La ansiedad es enorme. Finalmente llega la noticia del desastre. La derrota y desaparición de Balmaceda.

Las autoridades se desvanecen y las calles se pueblan con los escapados de las levas forzosas y los partidarios del Congreso. Pero Verniory es testigo de otra aparición harto más inquietante: multitudes de soldados del gobierno, en pleno desbande, pasan a diario por Lautaro acarreando los objetos más inverosímiles fruto del pillaje. Tránsfugas armados y con entrenamiento militar se refugian en la Frontera y hacen de la violencia un modo de vida. A los pocos días estallan los saqueos en Victoria, Traiguén y luego en Lautaro. Como no hay policía ni ejército, turbas de bandidos y soldados aliados con el populacho atacan e incendian los comercios.

El regreso de los hombres a las faenas tampoco garantiza la tranquilidad. La nómina de pago cambia constantemente de rutina y es vigilada con guardia armada. Los pagos desembocan en borracheras monumentales que dejan varios muertos como resaca. En cierta ocasión, debido al retraso de los sueldos, los obreros se declararon en huelga y al no recibir respuesta satisfactoria, abandonaron la obra y se dirigieron en masa a Temuco. A la vista de una columna de 1500 furiosos carrilanos, los vecinos de rango entraron en pánico: era el malón araucano devenido en malón proletario. El intendente, sin fuerza policial suficiente, quiere llamar a la caballería. Verniory advierte que será una masacre y lo convence para que le permita conferenciar. Apelando al buen trato cultivado con los peones, se instala a fumar tranquilamente a la entrada del pueblo y así encara a la muchedumbre.

Los rotos, descolocados por su sangre fría, aceptan conversar unos cigarros. Ellos exigen su paga, el ingeniero explica que la culpa del retraso es del banco, pero que serán cancelados mañana lunes sin falta. Viéndolos cansados y hambrientos por la marcha, los invita además a un suculento almuerzo con doble ración. Una vez alimentados y descansados, podrán volver a la faena para esperar sus sueldos. Y para que no se cansen en el regreso, serán llevados en trenes especiales. La oferta provoca un estupor generalizado. Verniory aprovecha y apela a un argumento decisivo: “Daré orden por teléfono a los despachos de venderles vino y licores contra bonos que les dará el alistador”. Un pesado silencio es seguido de expresiones de satisfacción, emergen algunos aplausos y finalmente una aclamación cerrada. “¡Viva el gringo cuatro ojos!”, braman 1500 rotos chilenos. “Nunca más seré objeto de semejante ovación. Tengo la idea feliz de contestar con un ¡Viva Chile! retumbante. Una inmensa aclamación me responde ¡Viva Chile mierda!”. Pasado el peligro es llamado a la Intendencia. Ahí, descorchando champaña, los ilustres de la ciudad lo declaran héroe y salvador de Temuco.

¡LEVANTAMIENTO INDÍGENA!

A medida que la línea férrea avanza por el corazón de la Araucanía, Verniory entra en contacto más íntimo con los mapuches. Asiste a sus ceremonias, es invitado a fiestas y juegos de chueca. Se hace amigo de los caciques y comercia con ellos.

Esta convivencia lo lleva a interesarse en el mapudungún y contrata un joven profesor mapuche. “Pago a mi maestro una chaucha, veinte centavos por hora, más una botella de aguardiente cada quinta lección. Esos días la alegría de mi profesor es sin límites”. Al parecer esta pedagogía etílica será sólida, pues tiempo más tarde llegará a colaborar con el padre de la lingüística chilena, el profesor Rodolfo Lenz, en la confección de un importante diccionario mapudungún. Asiste a bautizos masivos y ahí devela el absurdo de estos ritos. Los curas, como anzuelo más atractivo que la salvación en Cristo, riegan la ceremonia con abundante aguardiente. Un cacique amigo, tras ser sumergido en las aguas bautismales, se queja de que en el último bautizo al que asistió habían repartido mucho más trago.

Acabando 1897 se difunde la noticia de que estallará un levantamiento indígena. El pánico sobrecoge a los campesinos que huyen de sus campos. Nadie sabe a ciencia cierta de dónde provino la información, pero el miedo opera con terrible eficacia. Verniory decide invitar a un grupo de caciques cercanos. “Les he hecho preparar en nuestra glorieta un pequeño banquete, que riegan con mi aguardiente. Cuando el extraño garden party toca a su fin, les hablo del malón proyectado. Ellos parecen no saber de qué se trata”.

Como medida precautoria, Verniory invita a sus huéspedes a prolongar la estadía hasta que el asunto sea aclarado. Los caciques aceptan conformes y son alojados con todas las consideraciones a su rango. Para cautelar que no se comuniquen con el exterior, se instala una patrulla militar al mando de un teniente, “un muchacho amable, pero como todos los chilenos, desprecia profundamente a los indios y los trataría brutalmente con todo gusto”. Por cinco días extiende esta versión finisecular del Cautiverio Feliz adobada en aguardiente, comistrajo y cigarrillos. “Mis amigos indios habrían prolongado con gusto su detención. Se despiden apenados colmándome de agradecimientos”. Nunca hubo plan de levantamiento, pero los loncos tuvieron justo premio a su inocencia.

TRIQUIÑUELAS PRESIDENCIALES

Cuando ya finalizaban las obras del ferrocarril a Pitrufquén, llega el aviso de que el Presidente de la República don Federico Errázuriz asistirá a la inauguración. Las parcialidades mapuches lo esperan para manifestarle sus muchas y muy variadas quejas. Pero antes llega uno de los financistas de la obra, Amadeo Heiremans, quien, con su figura imponente, es confundido con el primer mandatario. Lanzado en una broma cruel, se hace pasar por el presidente y recibe a los caciques en solemne parlamento, escucha sus demandas y promete solucionarlas.

Al poco tiempo llega el verdadero presidente. Una lucida comitiva cruza Temuco. Va Errázuriz rodeado de lanceros, sigue el séquito de vecinos notables, luego los escolares y cierra una legión de indígenas a caballo, quienes no creen que el chico y esmirriado caballero sea el gran jefe, y no el otro, harto más impresionante. La ceremonia es regada con abundante champagne. Ya finalizada, la población concurre a despedir al presidente a la estación. Errázuriz simula regresar en el vagón presidencial, sin embargo ha engañado a la multitud bajándose por el otro lado para esconderse en un carro vacío.

El tren arranca a los sones del himno nacional, en medio de disparos de cañón y de las vivas populares. Don Federico, célebre por su inclinación a las niñas de vida alegre, ha emprendido un fin de semana de fiesta en el fundo de su amigo el general Urrutia. Ahí se desahoga mientras los ciudadanos lo creen camino a la capital. Los diarios de Santiago, en una versión oligárquica del Príncipe y Mendigo, justifican esta comedia afirmando que Errázuriz gusta de mezclarse de incógnito entre la población para conocer sus problemas de primera mano. Verniory le ha facilitado una maleta para su escapada. No la volverá a ver jamás.

Tras diez años como ingeniero de ferrocarriles en la Araucanía, Gustave Verniory renuncia a su cargo y emprende el regreso a Europa. El ferrocarril que él mismo ayudó a construir lo lleva de vuelta a Santiago en apenas un día. Sin embargo, la vista de su obra civilizadora lo entristece. “¡Qué cambios ha habido en diez años entre Temuco y Victoria! Lloro interiormente al atravesar a sesenta kilómetros por hora la ex selva virgen del Saco donde sufrí tanto pero cuyo esplendor pasado me maravilla todavía. Los grandes árboles que han resistido el incendio están muertos y semicalcinados, pero permanecen en pie. Es una devastación funesta que hará pronto que la Araucanía, antes tan exuberante, tome el aspecto desnudo y desolado de Chile Central”.

“Gustave Verniory: una visión intimista del pueblo mapuche y de la Araucanía”
Exposición fotográfica por iniciativa del Instituto Francés de Chile.
En el Museo de la Memoria hasta el 27 de septiembre.

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