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Cultura

12 de Enero de 2016

Crónica: El sexy Buenos Aires

Cargado de apuntes que no llegó a utilizar y de una buena provisión de condones, el dramaturgo Benjamín Galemiri se embarcó rumbo a Buenos Aires para participar de un importante seminario internacional. Aquí relata sin eufemismos todo lo que le pasó en la capital trasandina, donde debió lidiar con multitudes expectantes y cuarentonas irresistibles.

Benjamín Galemiri
Benjamín Galemiri
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Yo iba volando en Aerolíneas Argentinas, escribiendo furiosamente la charla que debía dar en el Seminario Iberoamericano de Dramaturgia Creativa en Buenos Aires. Estaba contento con mi paper, hasta que de pronto tomé una sola decisión brutal: rompí las cincuenta hojas de mi master class.
Una intuición, la que siempre me ha salvado, me dijo “improvisa, improvisa”. Llegué al aeropuerto y un caballero sostenía un cartelito que decía BENJAMÍN GALEMIRI. Yo no acepto las invitaciones internacionales si es que no hay un automóvil esperándome, y disfruto como Bob Dylan de que me reciba un cartelito con mi nombre. La idea de improvisar me había calmado los nervios, y estaba muy contento de haber llegado a la segunda ciudad donde viviría después, naturalmente, de mi amada París. Viajaba en el taxi observando las inmensas avenidas de esta grandilocuente ciudad. Sólo estaba un poco inquieto porque la nota de invitación decía claramente que el hotel era cuatro estrellas, y si en algo soy muy snob es en la calidad del hotel. Para mi suerte, las cuatro estrellas respondían al estándar bonaerense, pero para un chileno/artista era un cinco estrellas. Me atendieron como a un rockero y me aclararon de inmediato que todos los gastos corrían por el Centro Cultural Kirchner, que Cristina Fernández, sin miedo a ser acusada de nepotista, había puesto en marcha en honor a su marido.

Ya me habían advertido que ese centro era descomunal, así que lo primero que hice fue darme un baño y partir a conocerlo. Los argentinos parecían darle la espalda a la segunda vuelta o ballotage; los restaurantes y los teatros repletos, los cines sin entradas. Eso es algo que hace de Buenos Aires una de las ciudades más excitantes del mundo. Vi un programa frívolo en la televisión y entrevistaban a un jugador de foot-ball. Después de las preguntas amorosas y deportivas de rigor, la estupenda entrevistadora le dice: “¿Y qué te pareció la última película de Woody Allen?”. El footbolista argentino dijo: “Me gustó, pero prefiero ‘Blue Jazmine’, una obra de arte”.

¡Qué hermoso era el Centro Cultural Kirchner! Era la antigua oficina de Correos, tres veces más grande que el GAM y mucho más precioso. Conservaba toda el aura y la belleza de su antigüedad verde (¡qué color!) y en sus nuevas salas absolutamente modernas predominaba la madera. La sala donde debía dar mi master class tenía una capacidad para 600 personas. Otro detalle bonaerense, ¿cómo me las iba arreglar para llegar al corazón de casi mil personas? El espacio era tremendamente bello y además era usado para el teatro, lo que me dio mucha envidia porque me recordó los espeluznantes teatros alemanes.

Me topé con la productora general del evento, con quien me había mantenido en correspondencia epistolar electrónica antes del evento, donde se mostraba serena y llena de ternura. Besos en las despedidas que iban y venían. Yo pensé mucho si despedirme en esos candentes emails con besos. Empecé con el típico santiaguino “un abrazo”, luego pasé a “un abrazo cariñoso”, hasta que no pude más y le lancé Besos. Ella me respondió de inmediato con un “Tranqui Galemiri, todo va a ser salir bien. Besitos”. Dios mío, ahora estábamos en besitos. Yo soy un invitado muy aprehensivo así que le preguntaba por todo. En un momento pensé que iba a dejar de escribirme, pero al contrario, siguió con su ternura bonaerense femenina. Esta debe ser una cuarentona hermosa, me dije. Saqué de mi cajón secreto 40 condones, varios viagras y un estimulador sexual que según mi mejor amigo hace que la mujer te aplauda al finalizar el acto sexual.

Un sentimiento tempestuoso se me vino al cuerpo cuando conocí a Valeria. Nuevamente mi intuición me daba la razón, ella era bellísima, cuarentona, en la mejor etapa de la vida de una mujer, muy ejecutiva pero también híper amorosa. Conversamos un rato, pero mi horrible timidez me impidió ir más allá de una simple y bonita conversación. Seguramente era casada y tenía hijos. Yo no podía entrar en ese constructo. Para aliviar mi aventura sexual (me dolía todo el cuerpo), salí a caminar a Corrientes, en donde los kioscos vendían películas piratas, lo que estaba prohibido, así que los kiosqueros me decían muy a lo James Bond: “¿Cómo te llamás?”. Para seguirles el juego les decía: “Galemiri, Benjamín Galemiri”. Me hacían entrar al kiosco y ahí estaba el tesoro más hermoso que nunca jamás había visto en mi vida. En un acto irreflexivo compré cien películas. El kiosquero me adoró y me prometió que al otro día me tendría mucho mejores películas, que las estaba bajando.

Recorrí las impresionantes calles de Buenos Aires con mi bolso lleno de películas, entré a varias librerías y encontré por fin las obras completas de Copi, ese dramaturgo argentino muy bizarro que triunfó en París. Eran diez tomos, no sé cómo los metí en mi bolso. Ya estaba harto de tanto botín y, para escándalo de los que me conocían, fui a almorzar al McDonald’s. Todo me parecía esplendoroso, una ciudad con un gran estilo, con la mejor pasta del mundo y los olores de pizza por todas partes, y yo consumiendo una Big Mac Media Libra y papas fritas gigantes. En un momento de torpeza –otra de mis características–, mientras comenzaba a leer a Copi se me cayó la Pepsi Diet. No sé por qué mierda no tienen Coca-Cola en los McDonald’s. Se acercó inmediatamente un chico, limpió todo y me trajo gratis una nueva Pepsi llena hasta el tope. Eso era mi Buenos Aires querido.

Por la tarde tenía varias entrevistas y un encuentro con directores de teatro que buscaban alguna obra mía para montarla en los bellísimos teatros de la ciudad. Lo que más me gustó fue que llegamos a un acuerdo magnificente con el talentosísimo actor chileno/argentino Patricio Contreras, que se inició en el Ictus, hizo “Tres Noches de un Sábado” genialmente y de allí partió a Buenos Aires, donde es amado por el público. Acordamos que yo le escribiría una obra de teatro, un monólogo.

Mientras tanto, cada vez que partía al Centro Cultural Kirchner, llevaba una carga de condones, con la ilusión de que Valeria me diera el pase. Yo me levantaba a las seis de la mañana y esperaba la apertura del desayuno a las siete. Durante ese rato escribía, y el tiempo pasaba volando. Escuché con alegría todas las charlas de mis compañeros, algunas brillantes otras débiles, pero me servía, eran los dramaturgos de habla hispana: uruguayos, argentinos, mexicanos, españoles.
Por supuesto me enamoré también de una española llama Lola, que era muy desordenada en su ponencia –más me excitaba–, una joven madura, de largo pelo azabache que cada tanto meneaba de un lado a otro, sabiéndose apetitosa. Quizá pensó a la mierda el master class, soy bella, me he follado a la mitad de los teatristas, no tengo ninguna obligación de hablar ninguna puta mierda. Entonces proyectó un trabajo veleidoso como ella, pero especialmente hermoso. Como un niño chico, subí al escenario, la besé cuneteado (qué grandioso momento) y ella me respondió con un beso en la boca suave como para tranquilizarme. Hicimos el rito de los escritores y me dijo “llámame”. No sé por qué, pero temo llamarla y que me diga: “¿A ti qué te pasa? ¡Olvídate de mí!”. Seguramente otro teatrista se la folló hasta hacerla gemir como una perra en celo.

LA HORA DE MI CHARLA

Antes de mi charla, los dramaturgos/directores argentinos se mostraban altaneros, me trataban lo justo, bien, pero nada más, y estaban todos armados hasta los dientes con proyecciones en video HD. Tantanián proyectó una adaptación de Dostoievski, fuera de serie. Ese era el truco bonaerense: ser altaneros pero muy talentosos. Después vino Spregelburg, considerado el mejor dramaturgo argentino, altanero hasta la mierda, que habló de su teoría del caos para escribir. Nadie entendió nada, pero era el “Rafa”, una especie de Maradona de la dramaturgia, así que le aceptaba todo.
Y llegó la hora de mi charla, moderada por un sabio del teatro muy humilde y buena persona, Jorge Dubatti. No sé qué me pasó pero me entregué entero, hablé de mi infancia, del sexo, de las mujeres, de mi padre, del judaísmo, de Chile, de Traiguén, de la política en peligro y mucho más, pero todo esto en una especie de descarga emocional/intelectual de alto octanaje. La audiencia gritaba, reía, golpeaba con sus zapatos, aplaudía en medio de mi master class y yo, como Chet Baker, seguía adelante con mi estilo jazzístico improvisado. Recorriendo secretos de mi vida, en un momento dije que yo estaba enamorado de las chicas veinteañeras, pero que eran demasiado histéricas, así que había cambiado mi target por jóvenes maduras de cuarenta años; fue una explosión de aplausos, y luego dije “¿Tienen algún dato? Miren que llevo cinco años solo”.
Luego vino la etapa de las preguntas en papelitos, los leía Dubatti, yo ya estaba cansado pero hice todo el esfuerzo por responder. Y de pronto llegaron diez papelitos que Dubatti me pasó con un burlón “vos te lo buscaste”. Decían: “Tengo 40 años y mi teléfono es…”, “Tengo 30 años pero no soy histérica, llamame al teléfono…”, “Conozco una chica perfecta para vos”. Algo de eso se coló y la gente aplaudía.

De modo que nuevamente mi intuición me había salvado y de muy buena forma. Fue un antes de la charla de Galemiri y un después de la master class de Galemiri. Los argentinos altaneros se sacaban fotos conmigo, me invitaban a ver sus obras y a comer. Eran ya las diez de la noche y yo a esa hora no puedo seguir. “Che Galemiri, usás sombrero y no quieres ir a balader” (expresión francesa que quiere decir “pasearse” y en Chile la fea expresión “carretear”). La hermosa productora me miraba con otros ojos, y me dijo “todo ha sido filmado y te conseguiré una copia, yo también quiero una. Fuiste muy creativo”. Era justo el momento de “se balader”. La hermosa rubia con tanto poder había levantado ese seminario y yo no fui capaz de invitarla. Casada o no, seguro que habría salido conmigo.

Me tomó una hora salir de la Sala Argentina y me creía Bob Dylan, dando autógrafos, dedicatorias, conversaciones, invitaciones. En un momento ya eran las 22:30 hrs. y huí. Tomé el primer taxi y me fui directamente al hotel.

No fui a balader, aunque yo tengo una forma de “me balader”. Una tina. Llené la tina con algunas especies y me di un baño de una hora. Me sentía “baladiendo” como nadie. Al volver a Chile, abrí mi bolso y me topé con los mismos 40 condones que había llevado a Buenos Aires, ninguno abierto.

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