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Cultura

24 de Enero de 2017

Adelanto de Black Out de María Moreno: Genealogía del alcohol y la bohemia literaria argentina

En Black Out (Random House), una suerte de autobiografía fragmentaria de la que aquí publicamos un extracto, la periodista y crítica cultural María Moreno -considerada por Ricardo Piglia como una de las mejores narradoras argentinas actuales- hace un retrato íntimo de la bohemia literaria trasandina de las décadas de los '60 y '70, rememora su pasado más carrete y alcoholizado, además revive el traumático paso de la infancia a su adultez, y los duelos por la muerte de su padre y amigos de ruta.

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DEL OTRO LADO DE LA PUERTA VAIVÉN

Eso ha sido el tema de muchas películas: que le tiren el muerto preferentemente a una alcohólica aún no muy deteriorada, y luego se demuestre su inocencia. También suele suceder que el policía encargado de investigar el caso sea un miembro de Alcohólicos Anónimos, se enamore de la alcohólica y ella deje de beber. Pero no puedo conceder en que cambiar el alcohol por un policía sea algo de película.

Entonces paré. Y luego volví a beber. Fueron treinta y cinco días en los que escribir cada noche acompañaba una desesperación hasta entonces desconocida, en pelo. Así me fue quedando un diario en donde se puede leer la próxima recaída. Lo dejé luego de un tiempo, no lo soportaba y, sobre todo, no me consolaba: sus últimas palabras son “se puede dejar de beber”. Quince días después, yo volvía a empezar.

5 de noviembre

Flapping: una palabra fetiche. Metadona traducido a otra abstinencia, a otra tribu de destetados. Suena a estandarte. Hoy, primer día, di limosna a dos excombatientes. En su panfleto usaban el término estandarte. El que lo repartía mostraba las heridas: rostro quemado, un ojo fuera de la órbita, arrancado. El que lo promocionaba no tenía dientes pero es probable que los haya perdido antes. Recitaban como en una letanía que habían sido embaucados y luego abandonados. Les quedaba flapping, la palabra patria, el honor por los compañeros. Estiré una pierna y golpeé un pie de trinchera, envuelto en vendas sucias. Di mis monedas con la mano firme.

6 de noviembre

Mi estado actual: dientes podridos, un conducto mal hecho, otro desmoronado. Las plantas de mis pies están cuarteadas, tengo las uñas córneas y llenas de hongos. Y ahora ¿qué pretendo? ¿Dar la nota? Veo que cuido la escritura. Coqueteo. Mi deshonestidad es mi resistencia a… ¡dejar de beber! Tengo olor a pelo sucio, a patas. Pero eso puede ser aún —ese maldito adverbio— una secuela existencialista, el efecto de una castidad prolongada que me libera de los protocolos hacia el otro, el chantaje de una huérfana que acecha en el umbral a los que, por saciados, pueden albergar sin exigir. ¡Qué frase! Mama mía.

8 de noviembre

Me siento mal. Muy mal. Parar a cambio de nada se traduce en que todo me hiere y me hace evocar lo que podría —¡otra vez, por favor, una vez más!— llamar la última, ¡la del estribo (nuestro grito de vencidos)!

10 de noviembre

Dios mío. ¿Quién dijo que escribir sublima o consuela? Lo que hace es escarbar. Si tuviera el síntoma que me saque del mundo al hospital, no sufriría así. Pero soy lozana, fortachona en mi sufrimiento: no alucino. No me desplomo, camino toda la noche.
Voy a pedir ayuda para que la persona a quien llame me diga cosas infantiles, sensatas, impotentes. Necesito un monstruo que me ordene “salí a comprar una petaca”. Pero debe haber una razón por la que el borracho se rodea de jueces y policías. O los vuelve. “Paciencia, culo y terror”, dijo uno. Pero paró, o mejor dicho, se murió.

12 de noviembre

No soporto el aliento de la noche anterior. Hace más de un año que duermo vestida. Apenas me baño, salvo ante la expectativa de un encuentro erótico que se diluye cuando el vaso gana de mano. Hoy tuve dificultad para servirme agua. El brazo me temblaba como si tuviera voluntad propia. Volqué la mitad. El mozo me miró raro. A esto la vieja Duras lo llama flapping, seguramente una invención norteamericana. Mi analista dice que no estoy tan mal puesto que escribo. Que nadie escribe a punto de desmoronarse, que las cartas de los suicidas no son elocuentes, etcétera. ¿Y si escribir no fuera lo que me sostiene? ¿Si lo que me sostiene fuera el verdugo líquido que difiere el momento de tocar el punto mortal, prolongando la vida que es visualizada como no toda enfermedad puesto que aún escribo? En este aspecto, con personas como yo, todos se vuelven realistas, es decir, no me ven tan mal mientras murmuran a mis espaldas. ¿Debería dar el espectáculo del grito de Munch, la larva de Castelnuovo, el gargajo del beodo a lo Boedo? Si me muero o me mato, estas páginas estarían pletóricas de sentido. Si “me curo”, reclutarán a mi alrededor a los que, habiendo perdido la voluntad, conservan la esperanza. Entraría sin vergüenza en el negocio de la conversión —entonces gritaría “¡al menos cuando bebía, señores, yo tenía vergüenza!”—; si reincido —lo cual es harto probable—, volvería a escribir pero con un nuevo seudónimo.

24 de noviembre

Copio y corrijo: no esperen que traicione. El alcohol sigue siendo único, naturalmente, y su euforia superior a la de la salud. Le debo mis horas perfectas. Es lástima que en vez de perfeccionar la desintoxicación, no intente la medicina hacer el alcohol inofensivo. Aunque es una frase peligrosa. Mamá, ¿todavía estás ahí? Maldita. Te tranquilizaría si se descubriera que mi inclinación es una cuestión de ADN. ¿O irías a desenterrar a mi padre, colocar en tus vidrios profesionales la prueba de una transmisión genética? Después de todo, para vos, investigar siempre se trató de buscar culpables: el colorante no admitido en una hamburguesa, el mercurio en los pañales de los niños, la morgue cerca de la sala de lactancia, en cada intoxicado un enigma para una Sherlock Holmes munida de un microscopio de última generación.

Dicen que para parar hay que haber tocado fondo. El problema es cuando se cae de una altura media. El gato, desde un primer, segundo piso, no tiene tiempo de usar la cola como pararrayos; desde el quinto, sobrevive. Es decir: no tengo cirrosis hepática ni convulsiones. Si he llegado al coma, mis discretos amigos han tenido la piedad o la irresponsabilidad de considerarlo un sueño profundo. Cómo me gustaría, en lugar de esta angustia, tener un síntoma físico que me saque del mundo al hospital; entonces no sufriría así. Cuando duele la muela nadie está enamorado. Y el dolor de muelas desaparece si a uno le cortan una pierna. Sabiduría de los chistes populares.

30 de noviembre

Luego no era gracioso. Sólo muerta, Dorothy Parker pudo superar a Faulkner. Nunca el prestigio de la brillantez ebria de una dama superará al de un caballero. Un borracho que pertenezca a una tribu de abolengo puede ser gracioso; una dama, repulsiva. “El borracho también”, dirán los que han soportado de un amor, de un pariente o de un amigo esa verdad eufórica que se disuelve en repetición, beligerancia, letargo, paliza… No puedo pensarlo ahora. Es aquí donde mi feminismo tiene su límite, encima de haber empezado con el apedreo de las estanterías de las tabernas, sellando nuestro eterno fracaso por no haber entendido de entrada un placer. ¡Malditas Emmeline y Christabel! Vuelvan a encadenarse y que los conservadores las dejen ahí.

Las grandes celebridades detenidas al borde del objeto que siendo el mejor y el único los estaba matando, se jactan de no haber abandonado sus razones, suelen sustituir el alcohol por su defensa, seguros de no pertenecer de ningún modo a la raza de los conversos. Parecen sangrar: “¡Volveré‚ y beberé millones!”. Imaginar su obra sin alcohol —o su sustituto menos familiar para mí: la droga—, como imaginarla estrictamente ligada al alcohol, no tiene salida.

Se para a cambio de nada. La melancolía de mi hijo, su largo letargo que nos echa en lechos paralelos, la amnesia de mi madre tan angustiante para ella como la del alcohólico, me mataban sin que el alcohol me calmara sino a través de sus carísimos impasses. Seguidos de una desolación donde sólo podía volver a abrir la botella.

1 de diciembre

Cuánto yo quisiera esa cárcel disfrazada de hotel: la clínica de rehabilitación. Pero no tengo plata. O me la prestarían para algo menos vergonzoso. Presumen mi snobismo. Que quiero jugar a La montaña mágica, a Leonora Carrington en Abajo. Escribir no evita mis ganas de tirarme por la ventana. El peligroso progresismo de mis seres queridos —todo progresismo es fundamentalmente irresponsabilidad y narcisismo— les ha impedido escuchar mi pedido. Del mismo modo que me reprochan mi fascinación por parias de un extravagario erótico que, en última instancia, no me han dado más que alegrías modestamente alimentadas por la imaginación y la ironía, me privan de aquellos entre los que yo encontraría mi club, mi parroquia y mi asilo: los que beben. Me piden, al mismo tiempo, que no los prive de su compañía, que sea yo misma en seco pero que no me recluya. ¿Ignorarán que lo que me permitió soportar a la mayoría de ellos es esa eliminación del otro que permite el alcohol?

8 de diciembre

Todo lo que uno debe saber, digo saber profundamente, es una de las frases más populares del Talmud para quienes no leyeron el Talmud —tal vez leyéndolo se comprenda su complejidad, su falta de empirismo—: “Esto también pasará”. Sobre todo porque el alcohol es un estilo que se recupera a través del sin alcohol y más allá de alcohol. Sí, puedo ser brillante otra vez, otra vez ser un bufón, la que redobla la apuesta cuando los demás se recluyen en burbujas de agua mineral imaginarias. Pero yo no amaba mi objeto por lo que él me hacía ser, lo amaba simplemente. Y me hubiera gustado de todo corazón —contrariamente a lo que se piensa, que uno teme perder sus cualidades, que se tire al agua con el niño— que sin el alcohol me abandonara todo lo demás hasta estar perfectamente muerta. ¿Qué mujer, qué hombre, qué recién nacido ha inspirado un amor semejante?

11 de diciembre

Avaro, Cocteau se entretenía sorprendiéndose de que de su desintoxicación de opio hubiera extraído un libro.

No puedo ocultármelo y, menos ahora que no bebo, olvidarlo: soy una alcohólica de alcurnia, esos que los AA se alegran de derribar al grito de aquí somos todos iguales: ¡borrachos!

Escuchen: necesito grandes nombres porque lo que experimento es grande, mejor dicho, me queda grande. Aun con chistecitos.

He encontrado el logo de mi objeto perdido: los signos de admiración; esos que eran el cebo de las máximas y de las entonaciones de los libros escolares y el posterior signo de la mala literatura.

Alcohólicos Anónimos. Con qué ingenuidad los escuché hablar de “la literatura”. Pensé que el entremés de la tarea ciclópea de dejarlo consistía en una biblioteca rodante, una suerte de Club del Libro donde confraternizaban la abstinencia y la evasión. Me equivocaba: era la vacuna con que se combate el mal, inoculándoselo; ya no la literatura como ejercicio del alcohol sino con el tema exclusivo, martillante del alcohol: sus vértigos, sus caídas, sus abismos. Los AA siempre alentarán desde su bien educado “estar en recuperación” la angustia por recaer sin ser castigado.

15 de diciembre

Por primera vez escribo algo sin que me lo pidan. Afirmarlo me permite distraerme de mis días sin. Ya no existen los verdugos —jefes de redacción, coordinadores, secretarias— sino en segundo plano. Pronto los recordaré demasiado bien puesto que ya no se me permitirá que haya parado de escribir. ¿Y quién no me lo permitirá? Es obvio, nadie. “Escribí, hacelo por vos misma”, dirán. Ya saben bien lo que haría por mí misma. Mañana veremos. Es decir, por 24 horas… ¿Qué?

16 de diciembre

¿Adónde esconderse para sufrir? ¿Y si la guarida fuera química y me estuviera lacerando inútilmente? Un cilicio sin Dios. Espero mi turno con el Dr. B. Una esperanza: que me diga que éste no es el mé- todo. No me lo dirá pero me gustaría leerlo en sus ojos. Ésta es la experiencia de la angustia: su falta de argumentación, su deseo —detrás de esta alharaca sin testigos— de consistencia retórica.

Espero que llegue la noche, para que cesen los horarios de oficina. No se hacen reclamos después de esa hora. Trivialidad del horror: hago llamadas mundanas, planes. Tengo miedo de F, con quien hice un trato que no me beneficia pero que automáticamente me pone en falta. No pude entregar el artículo. Y no hago el menor ademán como quien quiere que la prórroga venza. Fracasar de una vez para sentir alivio. Llamo a mis amigos para cerciorarme de que no hay respuestas, de que no hay respuesta adecuada. ¿Cuál es la respuesta adecuada? La que es capaz de intervenir llevándonos a una angustia de otro género.

18 de diciembre

Reverencio tanto el secreto, es lo actual de aquello en que me repito. El secreto de los victorianos, su resistencia. ¿Y si el coraje radicara en escribir lo que no publicaré?

Tengo que pensar qué significa para mí secreto y confesión. Me doy cuenta: no hay que escribir cuando no se piensa. Pero ¿por qué no? Puesto que es razonable maquillarse para estar solo.

Yo imaginé que vendrían recuerdos, ocurrencias, chistes de perros (como en el Opio, Cocteau), la viuda azul que Marguerite Duras veía, durante su cura del alcohol, en los techos de pizarra de la clínica. No me comparo, me identifico.

Me piden de la revista Luna que escriba sobre Hillary Clinton. Una primera dama viene a interesarse inopinadamente por mí. Se me ocurre que la fama es no ser cornuda ante diez u once personas sino ante millones. Un débil coqueteo: ¿serán éstos mis chistes de perros? ¿Mi dama azul?

19 de diciembre

El alcohol es una patria. Por eso no se la pierde. Sólo que se puede estar exilado de ella. Qué más argentino que un exilado unitario conspirando en Montevideo en los tiempos en que el Restaurador cortaba los cuellos en forma de violín —o violón—, o que los montoneros escuchando tango en Colonia Roma, en el Distrito Federal, mientras planeaban la contraofensiva durante la dictadura militar. El alcohol es un Dios, por eso se puede creer en Él sin que esté presente, y por eso también se puede dejar de beber.

Adelanto-de-Black-Out-de-María-Moreno

Black Out
María Moreno
Literatura Random House,
2016, 407 páginas.

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