Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Cultura

25 de Julio de 2017

Opio, cahuines y mucha erudición: los ensayos biográficos de Thomas De Quincey

Thomas De Quincey, el más diletante de los románticos ingleses, maestro en el arte de hablar de una cosa para hablar de otra, escribió pocos libros y muy difíciles de clasificar. El más célebre, sus autobiográficas “Confesiones de un inglés comedor de opio” (1822), cuya autoría se demoró treinta años en reconocer y al que Borges tuvo por libro de cabecera. Sin embargo, produjo tal cantidad de artículos filosóficos, bosquejos biográficos y críticas literarias –entre otros géneros de la brevedad– que sus obras completas nunca terminan de completarse. Ediciones UDP acaba de publicar “Biografías selectas”, una colección de semblanzas sobre Shakespeare, Goethe, Carlomagno, Coleridge, Milton y Schiller. Plagadas de anécdotas, rodeos, comparaciones inesperadas, cuadros de época e ironías lapidarias, no todas consiguen plasmar una secuencia completa de la vida del personaje. Lo que sí consiguen es que ese detalle no tenga la menor importancia.

Por

Cuenta el propio Thomas De Quincey (1785-1859) que sus cuatro tutores particulares lo educaron con tal rigor que entre sus tareas diarias estaba la de leer los titulares de los periódicos… y traducirlos al griego. A los quince años, “no sólo componía versos griegos en los metros líricos, sino que era capaz de conversar en griego de corrido y sin la menor dificultad”.

Esto ayuda a comprender los alcances de la erudición y el refinamiento que hicieron de su pluma un placer muy demandado, aunque también podría explicar que a los 17 años se haya escapado de su casa, en Manchester, para vagar sin destino por las calles de Londres, donde la compasión de una joven prostituta llamada Ann lo salvó de un desamparo emocional y material que estuvo cerca de costarle la vida. Ya de adulto, De Quincey buscó incansablemente a Ann para poder retribuir su generosidad. Nunca la encontró.

A los 22 años, se hizo amigo de Coleridge y Wordsworth, los poetas fundadores del Romanticismo inglés, con quienes tenía evidentes afinidades literarias. Casado con la hija de un granjero, tuvo siete hijos y una vida poco apacible. Asediado siempre por las deudas y por los caprichos de su ánimo, lidiaba además con su adicción al opio, que empezó a consumir a los 19 años para aliviar un dolor de muelas.

Algo debió influir el opio en la virtuosa dispersión de su estilo literario, capaz de soltar la aguja sin perder el hilo, o “de dar organización intelectual a lo que por su naturaleza debería quedar en el limbo psicológico de la pura alucinación”, en palabras de la ya prehistórica Enciclopedia Monitor. Baudelaire, Poe y Borges fueron quizás los admiradores más ilustres de esas divagaciones “templadas como un instrumento” (Borges), nunca exentas de sarcasmo, y muy adelantadas a su época si atendemos al prestigio de la “digresión” en la literatura actual.

“Fue un opinólogo profesional, un erudito implacable y un juez de costumbres”, señala el escritor español Andrés Barba, traductor de las “Biografías selectas” y quien además escogió los textos. Cuatro de ellos fueron escritos por De Quincey para la Enciclopedia Británica y los otros dos aparecieron en revistas. Excepto la semblanza sobre Goethe –a quien De Quincey exalta como hombre y ningunea como escritor– todas se publican en castellano por primera vez.

El título “biografía” es consistente en algunos casos y podrá discutirse en otros, pues predomina la libertad del autor para destacar los asuntos que le interesan y entretenerse en comentarios al margen, apuntes históricos y pelambres varios. También es destacable su desvelo por desmentir cualquier habladuría que circule en torno a los personajes que admira. Desde luego, son textos con casi dos siglos de antigüedad y algunos pasajes resienten la lejanía del contexto, pero no llegarán a intimidar a un lector que respete sus horas de ocio. Sea que nos informe de la graciosa enemistad entre el padre de Goethe y un militar francés, o que intente persuadirnos de la grandeza de Carlomagno y la mediocridad de Napoleón, De Quincey se las arregla para ser buena compañía. Acá elegimos las biografías de Shakespeare y Coleridge para extendernos un poco más.

SHAKESPEARE NO TAN ENAMORADO

La biografía de William Shakespeare, “gloria del intelecto humano”, es por lejos la más extensa del volumen (casi cien páginas), aun cuando el atributo más notable de la vida de Shakespeare es lo poco y nada que se sabe de ella. Debemos esta ignorancia a la discreción del dramaturgo pero también a un hecho misterioso: casi nadie en Inglaterra se preocupó de escribir sobre él durante los cien años posteriores a su muerte, pese al éxito del que gozó en vida y que le permitió ser “el primer hombre de letras que hizo una gran fortuna gracias a su oficio literario”.

Es como si una maldición “hubiese ido borrando todos los pasos que dio el poeta en el mundo de los vivos”, insiste De Quincey, cuyo esmero por defender a Shakespeare de infundios menores –que tras morir pasó rápidamente de moda, que su padre sufrió vergüenzas económicas, que en su juventud fue azotado por robar un ciervo y escapó a Londres como un rufián– da lugar a algunas páginas tediosas, sólo animadas por los calificativos que dedica a los supuestos difamadores. Cada vez que termina de hacer justicia, De Quincey celebra que ahora sí, al fin, podemos ir a lo que importa. Acto seguido nos informa que, no obstante lo anterior, es preciso despejar otra infame patraña que pesa sobre la vida privada del escritor, porque “los adoradores de Shakespeare tenemos cierta curiosidad a pesar de que sabemos que su gloria no depende de ello”.

Esta elegante curiosidad premia nuestra paciencia cuando De Quincey entra de lleno en los asuntos de alcoba. Shakespeare se casó con apenas 18 años y su prometida, Anne Hathaway, era ocho años mayor que él. Nada común para la época. También hay pruebas de que el contrato nupcial se llevó a cabo con suma premura. Sospechoso. A nuestro autor no le interesa la farándula, pero tras cruzar un par de fechas llega a la inevitable conclusión de que “la señorita Susanna”, primera hija del matrimonio, nació sólo seis meses después de consumarse la unión. “¡Qué vergüenza, Susanna! Al parecer llegaste un poco antes de lo previsto”.

De modo que el joven William sucumbió a la tentación de una mujer madura y debió hacerse responsable. “Por nuestra parte, lo último que nos gustaría en este mundo es ser ese tipo de biógrafo que se dedica a desenterrar escándalos olvidados”, prosigue De Quincey. Pero en este caso hay elementos que recomiendan ir un poco más allá. Y es que sin las “decepciones maritales” que habría sufrido Shakespeare por culpa de este enlace forzado –De Quincey lo presenta como víctima de una mujer experimentada que, en buen chileno, le metió un gol de media cancha– nos hubiéramos perdido los frutos de su genialidad, pues fue huyendo de ese ahogo doméstico que resolvió radicarse en Londres, donde encontró el ambiente propicio para dedicarse a la dramaturgia y desplegar “la inteligencia más augusta de cuantas han existido”.

A falta de evidencias que apoyen su tesis, el biógrafo se permite guionar los conflictos puertas adentro que pudo sufrir la pareja, dada la indiferencia que debió mostrar el obligado marido y las expresiones de ira con que debió responder la desdeñada mujer. El testamento que dejó Shakespeare, poco afectuoso para con Anne –de quien, sin embargo, nunca se separó– es la única pista conocida de que la relación, por lo menos a esas alturas, no iba viento en popa. De Quincey no reporta ese antecedente, pero cita dos obras de Shakespeare que probarían la persistencia de ese trauma en su memoria. En “La tempestad”, la última obra que escribió, el joven Ferdinand es conminado a no romper el “nudo virginal” antes de la boda, pues si así lo hiciera “el odio estéril, el desdén de áspera mirada y la discordia sembrarán en el enlace de su lecho con zarzas tan punzantes que los dos acabarán por detestarlo”. Mientras que en “Noche de reyes” (o “La duodécima noche”), el personaje es disuadido de unirse a una mujer mayor con estas crudas palabras: “Haz que tu amada sea más joven que tú, o tu afecto por ella será poco duradero. Porque las mujeres son como las rosas, cuya belleza se marchita y deshoja no bien llega su primera floración”.

Las quince páginas que cierran esta biografía son, en contraste con las primeras, las más inspiradas de “Biografías selectas”. Un exquisito De Quincey se aboca a explicar por qué “podría decirse que Shakespeare se encuentra entre los lujos modernos de la vida, que la vida es de hecho algo nuevo y más codiciable desde que Shakespeare ha extendido en ella los límites de la conciencia humana”. Para ello recurre a un paralelo con el teatro griego que ilustra los elementos que Shakespeare introdujo en la dramaturgia para reemplazar “la fuerza ciega del destino” por las pasiones contradictorias de la voluntad humana. Entre esos elementos, el decisivo: la entrada en escena de la sensibilidad femenina, con toda su belleza y complejidad. “Mujeres emancipadas, exaltadas, ennoblecidas […] e iguales a los hombres, ya no sus esclavas ni prisioneras, y mucho menos sus rebeldes”.

COLERIDGE Y EL OPIO

Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) compartió con De Quincey algo más que el elixir de la amistad; también fue, por décadas, adicto al opio. Esta doble complicidad –reforzada por la infinita curiosidad intelectual de ambos opiómanos– le imprime un tono particular a un texto que, en principio, no era más que una reseña del libro “The life of Samuel Taylor Coleridge (Vol I)”, publicado por un tal James Gillman tras la muerte del poeta. Así comienza la reseña: “¿Quién es el muerto más muerto de todos los muertos? Todo el mundo responderá al instante y sin tardanza: Judas, ‘está más muerto que Judas’. Pero hay algo que está todavía más muerto que Judas; a saber, el vol. I sobre Coleridge del señor Gillman”.

A esto le sigue una serie de desmentidos al señor Gillman, casi siempre en torno a hechos triviales sobre cuya relevancia, no sabemos cómo, De Quincey nos termina convenciendo. Desde negar un par de anécdotas que muestran a Coleridge haciendo bromas de ingenio fácil (“comportamiento simiesco y exhibicionista” imposible de atribuir a quien mostró siempre “la naturaleza de un caballero”), hasta refutar ciertos testimonios que ponían en duda los atributos físicos del poeta. He aquí la prueba de un amigo leal: “Debido a sus arduas lecturas de Kant y Schelling, Coleridge engordó y se volvió corpulento tras la época de Waterloo, pero antes de eso era delgado y ágil como un antílope”.

De Quincey también perfila a Coleridge en sus aptitudes intelectuales, que admira sin reservas: poeta y filósofo deslumbrante (aunque pocos supieran de lo segundo), “profundo especulador político” y el más poderoso orador de su tiempo: “Qué increíble sensación era ver cómo se reunían las clases más educadas, qué tumulto de ansiedad se producía para ‘escuchar al señor Coleridge’ y hasta para escuchar a un hombre que lo había escuchado”. El secreto de su elocuencia, la capacidad de asociación: “Atendía al mayor número imaginable de objetos aparentemente desconectados entre sí y los reunía como jamás hombre alguno habría sido capaz de reunirlos, ni siquiera con ayuda de la magia”. Su defecto, dejarlo todo dicho: “Y es que cuando los hombres están en una situación puramente pasiva, cuando no se les permite reaccionar, la mayoría de ellos acaba colapsando y su compresión de lo que se ha dicho se debilita”.

En una carta publicada por Gillman, Coleridge aseguraba que con una semana de abstinencia se iba a curar de veinticinco años de adicción al opio. De Quincey cita esa carta para exponer la relación siempre errática que tuvo Coleridge con la droga: si a veces declaraba que podría dejarla fácilmente, al día siguiente se quejaba frenético de una maldición que le había destrozado la vida. “Todos aquellos que conocieron a Coleridge en la intimidad recuerdan vivamente sus ataques de euforia y optimismo provocados por una dosis reciente o por una dosis extra de esa droga omnipotente […] El rostro de Coleridge no nos permitía engañarnos acerca de su estado y era bajo ese estado que hacía también sus exhibiciones intelectuales. Es cierto que no podía ser feliz dentro de aquella furiosa animación, estamos firmemente convencidos de eso. Nadie es feliz más allá del muy breve período de algunos años bajo los efectos de una estimulación artificial”.

El “veneno angélico”, cree De Quincey, acabó con Coleridge como poeta, pero lo potenció como filósofo. Un filósofo, sin embargo, incapaz de acabar sus obras, por el violento desagrado que sentía por lo que había escrito –y hasta por el tema que había tratado– una vez que los efectos del láudano se esfumaban. “Todos los comedores de opio están contaminados de esa falta de fuerza y dejan sus textos sin terminar debido a esas bruscas sensaciones de rechazo”.

Al momento de escribir este artículo, De Quincey aún no admitía ser el autor de las “Confesiones de un inglés comedor de opio”. Pero esgrimiendo que “se trata de un autor que tiene cierta conexión con nosotros”, lo defiende del señor Gillman, quien a su vez le imputa haber tentado a sus inocentes lectores con el camino de la perdición. En resumidas cuentas, parece que Gillman habla por la herida, pues sería uno más del club, desde el día en que se acercó a Coleridge con la intención de reformarlo y terminó siendo corrompido por el propio paciente. “El episodio es tan gracioso que casi nos hace reír a carcajadas”, se burla De Quincey. “Por nuestra parte –concluye– nos cuesta creer que haya existido un solo hombre que, tras descubrir que en ese elixir de color rubí está contenido el poder no sólo de alejar para siempre el dolor sino también de apartar el ennui (algo mucho más terrible que el dolor; la tristeza de la vida humana), haya sido capaz de no abusar de ese poder. El conocimiento del árbol del bien y del mal es terrible cuando lo que se trata de adquirir es la abstinencia”.

BIOGRAFÍAS SELECTAS
Thomas De Quincey
Ediciones UDP, 2017, 291 páginas

Notas relacionadas