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Opinión

29 de Agosto de 2017

Luis Poirot, fotógrafo: “Crecí en una sociedad que marginaba a los jóvenes y envejecí en una que margina a los viejos”

Defensor acérrimo del revelado en papel y del trabajo lento (“no tengo tiempo para la inmediatez”), Luis Poirot (76) fue el fotógrafo de Allende en la campaña del 70, cubrió la interminable gira de Fidel por el país y sacó unas cuantas fotos imborrables del Chile de la UP. Antes de eso estudió Teatro y fue ayudante de dirección de Víctor Jara, pero con la cámara atrapaba más. Una muestra de su trabajo reciente –siempre en blanco y negro– se inaugura el 30 de agosto en el Centro Cultural Palacio La Moneda, y a fines de año el Bellas Artes dedicará tres salas a su obra. En esta entrevista profundiza en las imágenes de “La sopa derramada” (LOM), su último libro, que comienza en el Nueva York de 1969 y termina con La Moneda destruida en septiembre de 1973. Memoria visual de una época en la que Poirot –por entonces militante del PS– respiró “una libertad que se sentía por primera vez en Chile”, y de la que puede hablar como testigo privilegiado. Sepa quién se comió la sandía de Allende y por qué Poirot no se atrevió a fotografiar a Violeta Parra.

Daniel Hopenhayn
Daniel Hopenhayn
Por

*Foto: Fernanda Larraín

Algo que salta a la vista en “La sopa derramada” es la obsesión del fotógrafo por capturar rostros, tanto individuales como colectivos. ¿Cómo compararías esos rostros del Chile del año 70 con los que vemos hoy día en la calle?
–Quizás lo más importante es que esos eran rostros con ilusión. Tú miras esas fotos y la sola expresión de la gente delata una expectativa, una alegría, que fue lo notable del período de la Unidad Popular [UP]. Cuando yo escucho hablar de la UP a cierta gente, me parece que hablaran de otro país, no del que yo viví. Para mí fue un momento esencialmente de libertad, de una libertad que se sentía por primera vez en Chile. La gente de mi generación creció en un país que era la última estación del ferrocarril, donde nunca pasaba nada y las cosas llegaban tres años después. Y de repente aparece esto y nos transformamos en el centro de algo, de todos lados empieza a venir gente a ver qué está pasando aquí. Por primera vez estábamos creando algo, y realmente era una invención colectiva que se hacía día a día, aunque tú no fueras dirigente de nada. Por ejemplo, nosotros nos tomamos el Teatro Municipal…

¿Cuándo?
–Al comienzo del gobierno, el 70 o el 71. Decidimos que el Municipal no podía ser sólo para un grupito que pagaba muy caro por ver ópera y ballet. Así que lo tomamos, hicimos funciones de ballet y de teatro gratis, traíamos gente de las poblaciones en micro, hacíamos manifiestos, todo eso. Y por supuesto El Mercurio dijo que lo habíamos devuelto destrozado, que la gente se había hecho caca en los palcos. Claro, les habíamos profanado su teatro. Pero lo que te quiero decir es que yo participé de eso siendo un pinche militante de base. Y esa misma alegría se vivía en las fábricas, en los colegios: tu opinión por primera vez importaba. Eso creó una dinámica muy fuerte.

Y se nota mucho en las fotos de las manifestaciones, si uno se detiene a ver las caras una por una.
–Y de hecho, muchas de esas manifestaciones eran autoconvocadas. La gente tenía necesidad de algo y había un llamado tácito, “vamos a la Plaza de la Constitución”, que era el gran anfiteatro de la democracia: la gente se juntaba y del balcón aparecía el presidente a dialogar. La gente le mandaba papelitos y él contestaba. El otro día vi una foto de Aguirre Cerda en ese mismo balcón, con un montón de gallos encaramados a los costados. Todo ese contacto desapareció.

¿Qué edad tenías cuando ganó Allende?
–Iba a cumplir 30 años. Y eso también fue muy importante: Chile hasta ese momento era un país de viejos. Para que te tomaran medianamente en serio tenías que tener de 35 años para arriba. Ya con Frei eso había empezado a cambiar, pero con Allende se aceleró, porque el proyecto de la UP se mezcló con otras cosas que estaban pasando en el mundo: Woodstock, la toma de la UC, Mayo del 68, la píldora, la liberación sexual, las protestas por Vietnam… Toda esa generación que estaba diciendo “este mundo no nos gusta, queremos cambiarlo”, fue la que acá hizo suya a la UP. Y yo creo que el Golpe, en el fondo, fue la respuesta del miedo que estos grupos han tenido siempre: el miedo a la libertad. ¿Por qué prefieren hacer el Golpe antes que Allende llame a un plebiscito? Porque ven una dinámica social que ya no pueden controlar, una bola de nieve. Porque la gente le va tomando el gustito a la libertad de tomar decisiones, y eso ya no lo paras sino a través de la violencia pura. Bueno, eso hicieron.

Y ese caos y desorden que dice haber sufrido la gente del otro bando, ¿tú no los viviste, eso pasaba en otra calle?
–Yo no creo que haya habido tanto caos, ¿ah? Y si el desorden es la libertad de juntarse a discutir las cosas, bueno, los cementerios son recontra tranquilos, ahí nadie grita. De que había problemas, los había. Y hubo grupos de derecha y de izquierda que se dedicaron a avivar la cueca. Pero mira, yo trabajé el 73 en un grupito de tres personas que preparaba avisos de prensa y afiches callejeros para contestar las mentiras de la derecha. Porque ellos inventaban cualquier cosa, todos los días. Y como el gobierno se demoraba mucho en desmentir, un publicista, un redactor gráfico y yo les ofrecimos crear estas respuestas rápidas. Y un día El Mercurio publicó en portada uno de nuestros avisos, diciendo: “Técnicos cubanos y soviéticos asesoran a la UP en esta campaña”.

Y esos eran ustedes.
–Éramos los tres que nos juntábamos en el living de una casa. Ahí te das cuenta de la cantidad de infamias que inventaban, y que fueron la justificación del Golpe. Daba mucha rabia, el domingo en la noche, ver a Jaime Guzmán en “A esta hora se improvisa” pontificando en el nombre del derecho, siendo que una hora antes y una hora después iba a estar conspirando contra la Constitución. Yo no voy a negar los miles de errores que se cometieron, pero ninguno justifica lo que ellos hicieron.

Otro contraste evidente respecto del Chile actual es el nivel de miseria que se ve en tus fotos. Los rostros de ahora tienen menos ilusión, pero más dientes.
–No, el cambio en lo físico ha sido brutal. O sea, el término “roto” existía porque la gente andaba vestida con andrajos, sin zapatos, a lo más con ojotas. Si tú miras las fotos de Antonio Quintana de los años 40 y 50, no puedes creer la cantidad de gente que no tiene zapatos. Y esa miseria te la encontrabas aquí mismo, en Providencia, en la Alameda, en todas partes. Pero también había una cierta candidez, una luminosidad en los rostros que hoy cuesta encontrar. A mí las manifestaciones de los pingüinos me devolvieron un poco la esperanza. Ahí dije “ya, viene una generación que no quiere esta cosa gris”. Yo voy harto a colegios, me invitan a hablar sobre vocaciones, y me entusiasma mucho hablar con esos cabros porque tienen un interés, todavía no están tan domesticados. Ya la universidad los termina de domesticar.


Población de Santiago, 1969.


Has contado varias veces que en 1969 fuiste a Nueva York por dos semanas y allá encontraste tu identidad como fotógrafo. ¿Qué te deslumbró de Nueva York?

–El contraste absoluto. Porque acá siempre se hablaba de Nueva York como el modelo de sociedad a imitar, y vi cosas maravillosas pero también cosas terribles. La pobreza de la gente tirada en las calles, los borrachos, los drogados, y al lado de eso, los desechos de la sociedad de consumo: autos botados que aquí habríamos hecho funcionar y nos habrían parecido último modelo, máquinas de lavar tiradas, ¡cosas que aquí casi nadie tenía! Y mucha violencia, Nueva York era muy dura. ¡Harlem era otro cuento! Curiosamente, quien me ayudó a entrar a Harlem fue el padre de Piñera.

¿Cómo?
–Él era embajador de Chile ante la ONU, y un día lo conocimos en la calle –yo andaba allá con Luis Ladrón de Guevara, también fotógrafo– y nos invitó a almorzar. De repente dijo: “¿Y ustedes ya fueron a Harlem?”. “No, yo no me atrevo”, le dije. “Ah, no, yo los llevo”. Llegamos a Harlem, nos pusimos a sacar fotos y de repente se acercan dos tipos bravos. “Déjenme hablar a mí”, dice Piñera, y les habla en castellano: “Yo, hermano, latinoamericano, explotado igual que ustedes”, les lanza todo el discurso. Listo, ningún problema. Él conocía muy bien eso, se metía en todas partes. Incluso entramos a una iglesia de negros, él habló con el cura y nos dieron permiso para sacar fotos.

¿Y por qué encontraste ahí tu lenguaje con la cámara?
–Porque nadie me había encargado nada, no tenía que cumplirle a una revista, entonces lo único que hacía era reaccionar a lo que veía. Y cuando volví, le llevé esas fotos a la revista Ercilla, que hizo algo increíble: un cuadernillo de quince o veinte páginas nada más que con las fotos mías de Nueva York.

Fotos que recibieron una crítica lapidaria en El Mercurio.
–Sí, diciendo que yo tenía una visión negativa de la vida, que por qué no había fotografiado las maravillas de Nueva York. Contra esa ignorancia no hay nada que hacer.

“PUTA QUE ES FEO USTED”

¿Es cierto que tu relación con Allende empezó cuando le dijiste que sus fotos de campaña eran muy malas?
–Sí. Mi mujer de esa época era actriz, y una noche, después de una función en el teatro del Ictus, llevamos a su casa a Inés Moreno, actriz que era amiga de Allende. Inés nos invitó a tomar un café y tipo 12.30 de la noche, suena el timbre: Allende, solo. El candidato derrotado por tercera vez al que ya no acompañaba nadie…

¿Venía de perder la elección del 64?
–Sí, esto fue unos seis meses después. Y ahí le dije “mire, en la próxima elección quiero ayudar haciendo fotos porque las suyas son malitas”. “Cómo se le ocurre”, me dijo, “no va a haber una cuarta elección”. Pasó el tiempo y el año 68 yo empecé a hacer fotos para la revista Eva. Y en esa época no había agencias de modelos ni modelos profesionales, la cosa era bien cercana a la trata de blancas: tú veías a una mujer bonita, o algún amigo te hablaba de una, y tú ibas a convencerla de posar para la portada de Eva. Así le hice varias fotos a una sueca espectacular que resultó ser la esposa de Coco Paredes [luego Director de Investigaciones y miembro del GAP, hoy detenido desaparecido]. Y como ella me invitaba a la casa para que el Coco no se pusiera celoso, nos hicimos amigos. Llegó la cuarta campaña de Allende y le dije “Coco, recuérdale que yo le ofrecí esta cuestión”. Y empezamos a ir a las poblaciones en el Peugeot 404 de Allende. El Coco como chofer y guardaespaldas, al lado Allende y atrás yo con mi cámara.

Los tres nomás…
–¡Esa era toda la comitiva! Pasábamos al centro a comprar rollos –que pagaba yo– y nos íbamos a las poblaciones. Hacía un calor…

¿Era verano?
–Sí, diciembre del 69 o enero del 70, antes de la UP. Allende sólo era candidato del PS, que lo tenía totalmente solo, no daba un pucho por él. Y lo primero que me impactó fue que él paraba en cada esquina a hablar con la gente. Veía a cinco o seis viejas sacando agua, se bajaba del auto y empezaba a hablar de la importancia del agua potable para la salud, para los hijos, que poner agua en la población era un deber del Estado… ¡hacía una clase para cinco viejas! Me acuerdo que una vez pasamos por una feria y le regalaron melones, duraznos, una sandía, cuánta huifa hay. Llenamos la maleta del auto. Y Allende dormía siesta, era un caballero que dormía siesta con pijama, yo lo vi en La Moneda…

¿Con pijama?
–Sí, una vez me recibió en pijama porque se iba a acostar a dormir siesta. Entonces lo fuimos a dejar a su casa en Guardia Vieja y nos dijo “pásenme a buscar en la tarde, a la hora de la fresca”. Nos fuimos a mi casa y hacía un calooor, hueón… Y no sé quién tocó el tema, si Coco o yo: “Oye, ¿tú creís que se da cuenta si tomamos la sandía?”. “No, qué se va a dar cuenta, si está lleno de cosas”. Sacamos la sandía, grande, preciosa, la comimos felices… Volvimos a Guardia Vieja y lo primero que dice Allende: “Abran el maletero, quiero mi sandía”. “¿Pero qué sandía, compañero?”. “¡No, no, si aquí había una sandía!”. ¡Ja, ja, ja! No nos perdonó nunca el tipo, porque además tenía una memoria de elefante. Era impresionante la memoria que tenía.

¿Y al fotógrafo le tocó lidiar con su fama de vanidoso?
–Era muy vanidoso. Una vez le estaba sacando fotos en el patio de Guardia Vieja, para un retrato, y no estaba fácil la cosa. Y unos viejos socialistas que estaban ahí se pusieron a opinar, “no, si son los anteojos, el problema es el marco de los anteojos”. Probamos distintos marcos de anteojos. “Chucha, no, no se ve bien…” Entonces un dirigente sindical lo miró y le dijo: “Mire compañero, yo lo quiero y lo quiero harto, pero puta que es feo usted”. ¡Ja, ja, ja! Tenía razón, Allende era atractivo en acción, igual que Neruda. Cuando le hice fotos en Isla Negra, Neruda me dijo que si quería lo siguiera hasta el baño, pero que por favor no lo hiciera posar. Son caras que si no están en acción se desarman, no tienen vida. Pero los pones a hablar y aparecen.

En el gobierno mismo de Allende no trabajaste, ¿o sí?
–Trabajé al comienzo en algo que tenía un nombre muy importante pero no servía para nada: el Departamento de Cine y Televisión de la Presidencia de la República. Había una filmadora de los años 50 que no funcionaba, dos camarógrafos y un ayudante. A los pocos meses me fui, pero después Allende me pidió algunas cosas. Por ejemplo, que fuera con él a Buenos Aires a la asunción del mando de Cámpora, porque iba a tener reuniones y necesitaba un fotógrafo que no contara lo que iba a escuchar. Y me pidió que hiciera el recorrido de Fidel Castro por Chile.


Concepción, visita de Fidel Castro, 1971.

Escuchaste hartos discursos…
–Al principio, cuando me dijeron “este gallo habla cuatro horas”, yo dije “qué lata, hueón”. Pero en terreno entendí la dinámica de Fidel, que era fascinante. Él llegaba a un lugar y primero lo recorría toda la mañana, haciendo preguntas. Preguntaba todo y escuchaba muy atento, sin tomar notas. Y en la tarde, cuando venía el discurso, nadie decía “ahora va a hablar el compañero Fidel”. No, él fabricaba una escena. Se sentaba a cierta altura, en alguna escalera, muy casual, casi recostado, y se ponía a conversar bajito con alguien que estaba abajo. Entonces los que estaban más atrás se acercaban a parar la oreja, y él de repente le hablaba a otro que estaba más allá, y así, lentamente, el radio de comunicación se empezaba a ampliar… ¡una escena muy estudiada! Para crear interés en él sólo por la fuerza de la curiosidad. Y no les hablaba del marxismo en abstracto. En un campamento minero, por ejemplo, les preguntó: “¿Y a ustedes qué deporte les gusta?”. “El fútbol, compañero”. “Ah, el fútbol. ¿Y son buenos?”. “Más o menos, porque nos gana Iquique”. “Ah, ¿y por qué les gana Iquique? ¿Será que ellos comen pescado y esa proteína les da más fuerza para aguantar los 90 minutos?”. “¡Sí, tiene razón, porque nosotros nos cansamos!”. Y ahí empezaba a desarrollar las ideas de la alimentación, y que entonces había que aumentar la producción para tener excedentes y comprar camiones frigoríficos que trajeran pescado de la costa, para que le ganaran a Iquique. Por eso lo podían escuchar cuatro horas. Pero evidentemente, a Fidel se le pasó la mano con su visita. Era como el invitado a comer que a las tres de la mañana sigue hablando en el living y tú lo único que quieres es ir a acostarte.


Manifestación en apoyo a Allende, 1972.

EL DRAMA HAMLETIANO

Dices algo llamativo en el prólogo del libro: que el día del Tanquetazo (29/06/73) se quebró el romance entre Allende y el pueblo que lo quería defender.
–Es una idea mía y puede estar equivocada, pero yo sentí eso. Yo viví todo el 29 de junio adentro de La Moneda, el Coco me hizo entrar por Morandé. Y ese día la gente había salido con palos en la mano a enfrentarse a los tanques, dispuesta a vender cara la vida. Estaban encarajinados, con rabia, “¡estos milicos conchas de su madre, qué se han creído!”. Era una situación muy, muy dura. Y ya de noche, con la crisis controlada, la gente se autoconvoca en la Plaza de la Constitución y le pide a Allende que salga.

¿La plaza llena?
–¡Pero llena, llena! Y en un estado de efervescencia, porque a esa hora la derecha estaba escondida, asustada. Yo estaba detrás de Allende en el balcón y vi una situación prerrevolucionaria, cuando basta que alguien se suba arriba de un auto, diga “¡todos a la Bastilla!” y se produce la toma de la Bastilla. Bastaba una gota y partían todos. La gente gritaba “¡a clausurar el Congreso y descabezar a las fuerzas armadas!”. Era ir al Congreso, que estaba a dos cuadras, y después al Ministerio de Defensa. Y te digo que ahí había decenas de miles de personas. Pero sale Allende al balcón y qué les dice: “No, compañeros, esto se resuelve por la vía constitucional”. Ese fue el drama hamletiano: Allende es un demócrata de verdad, un parlamentario, de verdad cree en eso. ¡Se la habían dado en la mano para tomar medidas de fuerza! Ese día tenía toda la justificación del mundo y a toda la gente a su favor para hacerlo. Pero él no: “Vayan a su casa tranquilos, besen a su mujer y a sus hijos, esto ya está encauzado”. Y por primera vez lo pifiaron.

¿Lo pifiaron?
–Sí, lo pifiaron, le chillaron. La gente se desilusionó, se fue de mala gana. No se me va a olvidar nunca esa sensación: “aquí la gente se apartó”. Yo creo que ahí se terminó ese espíritu de vender cara la vida para defender esto, y que por eso la gente no salió el 11 de septiembre. Pero Allende era lo que era, no le puedes pedir que sea Lenin, él nunca habló de eso.

¿Qué hiciste el día del Golpe?
–Fue un desconcierto total. Primero fui a Chile Films con un amigo a rescatar películas, que después repartimos entre los equipos extranjeros. Pero creo que hasta media tarde conservé la ilusión de que podía haber un llamado a algo, porque no sabía que Allende había muerto y nosotros creíamos que el Ejército se podía dividir. No hubo nada, obviamente.

Días después, se reabrió el acceso a la Plaza de la Constitución y sacaste esas fotos históricas de La Moneda destruida.
–Claro. Me afeité, me puse corbata y partí con mi hijo de cinco años, El Mercurio bajo el brazo y una cámara escondida debajo de la chaqueta. Fue muy impactante, me demoré muchos años en poder enfrentarme a esas imágenes y ampliarlas. Y después de ese día, armé unos paquetitos con los negativos de esos años, les pedí a distintas personas que los escondieran y partí al exilio.


La Moneda, septiembre de 1973.

No te llevaste las fotos.
–Olvídate. En el aeropuerto los milicos te tenían cuatro horas, te revisaban todo. Y había gente que se la llevaban de ahí mismo, cuando tú creías que estabas listo. Recuerdo muy bien que subimos al avión y nadie decía una palabra, tú no mirabas al que iba al lado. Despegó el avión y fueron dos o tres horas de silencio total. Hasta que el piloto dice: “En este momento hemos cruzado la frontera y entramos en territorio del Perú”. ¡Un solo grito fue, hueón! Y abrazarse con el de al lado, y venga a tomar cerveza y qué sé yo…

¿Cuándo recuperaste las fotos?
–Casi dos años después. Mi hermano menor empezó a recuperar los paquetitos –algunos se perdieron, porque gente tuvo miedo y los destruyó– y se los entregaba en un café a una secretaria de la embajada de Francia. Y ella, con permiso del embajador, los mandaba por valija diplomática a París. Así se salvaron las fotos de este libro.

NO HAY OLVIDO

Dices que sacas fotos movido por un sentimiento de pérdida.
–Sí. Mi relación con las fotos siempre tuvo que ver con el susto a que la gente se vaya, a que las cosas desaparezcan.

¿Por qué?
–Quizás porque cuando yo tenía dos meses, en enero del 41, mi padre se embarcó en Valparaíso con 150 francochilenos para unirse a De Gaulle en Londres y pelear en la Segunda Guerra. Y llegaban cartas suyas con unos pedacitos de papel, unas fotitos, donde aparecía un señor en las pirámides en Egipto, al lado de un tanque dado vuelta. Entonces me decían “ese es tu papá”, y yo decía “¿qué es un papá?”. Y a los cinco años, cuando él vuelve, yo trato de unir a esta persona que está al lado mío, que me abraza, con ese pedacito de papel. Fue el camino al revés: primero estuvo la foto y después la presencia. Y las primeras fotos que hago son de teatro, para preservar la memoria de ese arte tan efímero, del que no queda nada más que un gesto. Pero era un impulso emocional, no un objetivo consciente. Creo que terminé de hacerlo consciente cuando el año 82 me llamó la Municipalidad de Barcelona para exponer mis fotos de Neruda. Y como me faltaban fotos de la casa de Isla Negra, decidí venir a Chile. Con lo cual también rompí con ese mito del retorno que tienen los exiliados: que vas a llegar a Pudahuel y va a haber una banda de música, banderas, “¡Bienvenido Lucho!”. No había nadie, poh.

La decepción que tuvieron muchos.
–Claro. Y partí a Bellavista a hablar con la Matilde, que no quería ir a Isla Negra pero al final accedió. Fotografié esa casa en un estado casi hipnótico.

¿Por qué tanto?
–Porque no era el museo de ahora, era la casa de Neruda como él la había dejado, cerrada hace nueve años, impregnada de su presencia. Y antes de exponer releí todos sus textos, hasta los aburridos, porque había versos que dialogaban con esas fotos. “No hay olvido”, decía una inscripción en la empalizada, y hay un verso que dice “no hay olvido, no hay invierno que te borre”. Ahí entendí que yo quería conservar la memoria de Neruda, protegernos del olvido. Yo hago memoria, ese es el cuento mío.

Pero hoy día, con tanta foto, cada vez se parecen más a un espejo del presente que a una reserva de memoria.
–Pero también se escribe cada día más y son muy pocos los textos que tú decides guardar, leer y releer. Lo único que va a justificar la permanencia de una imagen es la resonancia que pueda tener en ti como observador. No es el crítico, ni el museo, ni el premio. Tampoco depende de mí. Yo lanzo la cuestión al mar y a lo mejor alguien pesca.

¿Te interesa Instagram?
–No, no me sirve. Yo trabajo con la lentitud, no tengo tiempo para la inmediatez. A veces paso meses sin revelar el negativo, e incluso años antes de hacer una copia de ese negativo, porque eso primero tiene que madurar dentro de mí. Por eso no me sirve la foto digital.

Necesitas el papel.
–Y necesito el libro. A mí me gusta el libro.

¿Más que la exposición?
–Sí. La exposición es efímera, y además te obliga a ver sesenta fotos en media hora. El libro es como un disco: tú lo tienes ahí, lo sacas, ves dos o tres fotos y ya, lo guardaste.

Más parecido a leer un poema.
–Claro, se parece mucho al lenguaje poético, que está lleno de señales que tú puedes desentrañar o no, pero desentrañar para ti. Yo a veces me he demorado treinta años en leer una fotografía de Cartier-Bresson, que yo la miraba y decía “¿por qué es tan famoso este gallo, si esta foto la puede hacer cualquiera?”. Y de repente un día, algo se abre… ahí estaba el cuento.

Te quedó penando la deuda de fotografiar a Violeta Parra.
–Sí, me arrepiento siempre…

¿Por qué nunca lo hiciste?
–Porque me intimidó. Me asustó siempre la Violeta Parra.

¿Por qué?
–Era muy fuerte… Y me habría sido fácil acercarme, porque cuando estuve en París, el año 63, mi padre vivía allá y era muy amiguete de la Violeta. Iba casi todas las noches a La Candelaria, donde ella cantaba con Ángel e Isabel, y a los dos les gustaba mucho la farra. Pero yo en esa época era excesivamente tímido, no tenía mucha fe en lo que estaba haciendo. Creí que ella me iba a decir “¡qué venís aquí a sacarme una foto, si estoy tan fea!”, y que yo no iba a saber qué contestar. No me atreví… Todavía me acuerdo cuando la veía en las ferias del Parque Forestal, haciendo cosas de greda. La gente se reía de ella.

¿Sí?
–Sí, se paraban los pitucos delante de ella a reírse. Y a la carpa de La Reina no fue nadie, si por eso se pegó un tiro. Bueno, se había ido el Run Run también… Pero ella sentía que todo lo que había hecho importaba un bledo, y era cierto. Salvo a gente como Fernando Castillo Velasco, que le dio el terreno en La Reina, a muy pocos le importaba. Tanto homenaje que le hacen ahora… Debieron hacérselos en vida.

Partimos hablando de cómo la época de la UP le dio voz a la juventud en un país de viejos, pero quizás ahora estamos yendo hacia el otro extremo. Un viejo da una opinión que molesta y le dicen “déntrese tatita”.
–Yo creo que la sociedad chilena hace tiempo margina a los viejos. Yo soy viejo y me siento permanentemente marginado. Voy a pedir un préstamo para comprar una casa y no me lo dan. Voy a sacar el permiso internacional de manejar y no me lo dan, porque los seguros no responden. O sea, estoy fuera. Para qué te digo el sistema de isapres… Tampoco puedo hacer clases en la universidad, cosa que me duele. No dependo de eso, siempre he creado mis propios espacios, pero todavía creo tener memoria y cabeza para transmitir cosas. Se dice que cada generación tiene que matar al padre y en parte es verdad, pero yo no le quito el espacio a nadie, todo lo contrario, hacer talleres es ayudar a los más jóvenes a encontrar su propio camino. Pero sí, parece que crecí en una sociedad que marginaba a los jóvenes y envejecí en una que margina a los viejos.

Y dijiste hace un rato que los estudiantes en las calles te devolvieron el entusiasmo, pero también has criticado que nos hayamos “farreado” a Lagos. ¿No se supone que, para esos jóvenes, Lagos es una figura retrógrada?
–Pero los candidatos que hay ahora son todos más retrógrados que Lagos. Que sean más jóvenes no significa que estén un paso adelante y que Lagos sea la reacción. ¿Qué es Guillier? ¿Qué es la Beatriz Sánchez? ¡No son nada! Todavía no les escucho plantear una propuesta consistente para el país, lo único que hacen es cuidarse las espaldas para salir bien en la próxima encuesta. Están todos en eso, tratando de no decir nada que los comprometa… ¡no me interesan! Son iguales a la gente que anda cuidando la pega. Las cosas hay que decirlas, y de Lagos me identifica eso, es un gallo con coraje, como lo era Allende. Se pudo equivocar en algunas cosas, como todo presidente, pero otras cosas las hizo con un coraje que había que tener. Y había pensamiento detrás, era capaz de plantear un horizonte y decir “vayamos hacia allá”. Veo muy mediocre el panorama de los candidatos que quedan. Creo que mi voto va a ser en blanco.

LA SOPA DERRAMADA (1969 – 1973)
Luis Poirot
LOM, 2017, 164 páginas

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