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Opinión

27 de Agosto de 2018

Columna: La peligrosa pureza de los autocomplacientes

La convicción de esta fatal paradoja que subyace en la Democracia Cristiana, un partido de cultura nacional, popular y progresista que, por imperativos de unidad y cohesión internas, regularmente acaba eligiendo directivas disfuncionales a su identidad y proyección histórica, e irresponsables con las consecuencias de su propia conducta política.

Rodolfo Fortunatti
Rodolfo Fortunatti
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*A la memoria de Ignacio Balbontín

Por un momento el lector tiene la sensación de que Ignacio Walker hará una autocrítica, especialmente cuando de manera asertiva asegura que la ruptura de la Nueva Mayoría podría haberse evitado si la Democracia Cristiana hubiera actuado como una minoría dirimente en los conflictos de la coalición.

Pronto, sin embargo, la expectativa se esfuma cuando agrega que para conseguirlo era necesaria una unidad interna difícil de plasmar en presencia de camaradas situados a la… ¡extrema izquierda del arco político! Walker está hablando de aquellos democratacristianos que, congregados en el mes de marzo en Curicó, reivindicaron la
legítima soberanía de la nación chilena sobre sus recursos naturales: el cobre, el litio y las aguas. Así, lo que se plantea como una política de vanguardia, apoyada por cuatro de cada diez militantes en las pasadas elecciones internas, resulta ser una tesis ultraizquierdista.

No es un ataque nuevo. Lo mismo se dijo en los años sesenta del Mapu y de la Izquierda Cristiana. Lo mismo repitieron quienes se marcharon con el primer gobierno de Piñera y los que se fueron con el actual. Es un clásico en la falange.

Una crítica carente de rigor Podrá parecer ilusoria la idea de una autocrítica en un partido que por décadas ha eludido el examen del Golpe de Estado. Solo que hoy la revisión crítica del pasado de la Democracia Cristiana es condición necesaria y suficiente de su continuidad.

En las 220 páginas del libro La Nueva Mayoría, reflexiones sobre una derrota, no hay el menor reconocimiento de errores de conducción, pese a que su autor presidió la colectividad desde 2010 a 2015. Ni siquiera un reparo —sino más bien elogios— al comportamiento de quienes lo acompañaron en su prolongada presidencia y acabaron renunciando al partido para fundar otras tiendas o para contribuir al trabajo de la derecha.

En el balance de culpas de Walker no existe la primera persona singular. La responsabilidad recae invariablemente en los pronombres tú, usted, él, ella, vosotros, ustedes, ellos. Y si hemos de nombrar a los más gravitantes,
encabezaría la lista Michelle Bachelet, por no haber ejercido su liderazgo, le seguiría Michelle Bachelet, por haberle impuesto su programa a la coalición, y luego el bacheletismo DC, por haber hecho ingobernable el partido. Cierto es que el reconcomio hacia Bachelet cabalga por todo lo largo de la narración llegando al paroxismo en el capítulo dedicado a la ceremonia del adiós.

El libro es una especie de bitácora de notas cotidianas, a ratos anecdótica y siempre reiterativa, que procura revelar el nacimiento y la desaparición de la Nueva Mayoría desde la remembranza nostálgica de la Concertación y,
explícitamente, desde el discurso salvífico de los autocomplacientes.

Representa la última mirada de la última elite política del siglo pasado, aquella que detentó una hegemonía sin contrapesos en el espacio de la centroizquierda. Se trata de un relato que no tiene pretensiones de rigor científico o académico, donde los conceptos se acomodan a la conducta política seguida por su autor/actor
sin obligarse a mostrar coherencia con un marco teórico o metodológico, y sin exigirse referentes en el saber acopiado por la ciencia política.

Así, nociones como coalición política, continuidad y cambio o alienación son deformadas al punto de perder todo valor descriptivo y prospectivo.

La incomodidad política se viste de ideología Para Walker, interesado en quitarle relieve a la común concurrencia de la Democracia Cristiana y el Partido Comunista, solo obedecerían al nombre de coaliciones políticas las alianzas de veinte años y más, esas que han sido denominadas (perdonando el disparate semántico) coaliciones permanentes. En
consecuencia, no lo habría sido la Nueva Mayoría. Sin embargo, por definición, las coaliciones son uniones transitorias —no compromisos históricos ni Reich de los mil años— de personas y grupos políticos que se forman
con el propósito de gobernar. Lo fueron la Concertación y Democracia y Progreso, como lo fue Unidad Democrática.

¿Por qué esta persistente obsesión formalista de distinguir la noción de coalición de la de acuerdo programático?
La explicación es sencilla de enunciar, pero larga de analizar. Se resume en la regresiva posición de poder que vislumbraron los autocomplacientes para la instalación del segundo gobierno de Bachelet, lo que calcularon les rendiría más costos que beneficios en un pacto con los comunistas. Con todo, el ajuste estratégico de Walker llegó tarde, el 8 de enero de 2014, antes de que se hiciera pública y sirviera de chivo expiatorio la mentada metáfora de la retroexcavadora, cuando notificó a sus socios que la DC entendía la Nueva Mayoría como un acuerdo político programático cuya estabilidad y permanencia dependería de lo que aquella decidiera en los meses siguientes.

Aquel fue el exordio de la política de los matices y del discurso de la caducidad de la Nueva Mayoría. A la consigna «con un pie en La Moneda y otro en la Alameda» se le opuso el «síndrome de un pie en La Moneda y otro en
Casapiedra». Y si el PC votó en contra del reajuste y del salario mínimo, la DC lo hizo en contra de la reforma laboral y de su ministra del Trabajo.

Continuidad y cambio, exhibido como rasgo virtuoso y distintivo de los gobiernos de la Concertación, es otra de las conjeturas analíticamente inabordables del libro. Sirve para decir que Bachelet interrumpió el ciclo precedente de crecimiento con equidad. Sin demostrarlo, claro. Lo mismo pasa con un concepto tan interdisciplinario como es el de
alienación. Al menos una decena de veces Walker imputa a las reformas de Bachelet la eventual alienación de las clases medias sin jamás explicar qué entiende por alienación, ni por qué dichos grupos serían víctimas de ella.

Bastaría apelar a la teoría de la sociedad postindustrial, del francés Alain Touraine, para refutar el pálpito de la alienación de las clases sociales en Chile, pero el problema aquí es que la afirmación general de Walker, por ser letra muerta, no ofrece oportunidad de verificación.

En suma, nada justificaba la indisciplina Así y todo, pese a sus vacíos y contradicciones, el escrito es una confesión política que, destilada en alambique, exhibe con elocuencia la verdadera historia del proceso que llevó a la formación y desaparición de la Nueva Mayoría.

¿Qué convicciones deja la lectura del libro? La primera certeza es que los pactos electorales, programáticos y de gobierno con el Partido Comunista fueron todos suscritos y refrendados por la mesa directiva de la Democracia Cristiana entonces presidida por Ignacio Walker e integrada por Jorge Burgos, Claudio Orrego, Pablo Badenier, Carolina Leitao, Marcela Labraña, Víctor Maldonado, Fuad Chahín y David Morales, los dos últimos, actuales presidente y secretario nacional de la colectividad, respectivamente.

La segunda es que estas mismas directivas de la DC y del PC acordaron concederle al candidato plena potestad sobre el programa de gobierno: «no podemos decirle al candidato electo “tome, aquí está nuestro programa”». Es en virtud de semejante compromiso que a los partidos solo les quedó acatar las propuestas de reforma tributaria, educacional y constitucional de la Presidenta Bachelet. Pero tampoco todos los democratacristianos pudieron participar en la
elaboración de tales bases programáticas. Hubo sectores, como los representados por Mariano Ruiz-Esquide, Ignacio Balbontín, Juan Guillermo Espinoza, Belisario Velasco, deliberadamente marginados por el presidente del partido y por Alejandro Micco, a la sazón coordinador de los equipos profesionales. Y así se le manifestó a Walker en el Senado.

La tercera es que la convocatoria a una nueva mayoría nacional fue concebida en el vientre de la Democracia Cristiana apenas confirmada la derrota electoral de la Concertación de 2010. El Consejo Nacional Ampliado la incorporó a su declaración del 23 de enero de aquel año en base a la propuesta de Ignacio Balbontín formulada en el documento «El Partido Demócrata Cristiano Chileno en la encrucijada del Bicentenario». Ahí, lejos de ambigüedades y
contradicciones vitales, podía leerse: «Hay que re-articular sin prejuicios una nueva gran mayoría nacional y popular a partir de las raíces de la Concertación, manteniendo su espíritu original, pero más allá de sus límites actuales de fuerzas».

La cuarta es que, dada la positiva evolución experimentada por el Partido Comunista, vista a través de Walker, no hay razones políticas ni ideológicas que impidan a la Democracia Cristiana incorporarse al más amplio arco político y social de un gobierno de centro izquierda. Por lo pronto la compelen determinantes electorales que aconsejan pactar los gobiernos regionales.

Por último, la convicción de esta fatal paradoja que subyace en la Democracia Cristiana, un partido de cultura nacional, popular y progresista que, por imperativos de unidad y cohesión internas, regularmente acaba eligiendo
directivas disfuncionales a su identidad y proyección histórica, e irresponsables con las consecuencias de su propia conducta política.

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