Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Uncategorized

26 de Enero de 2009

El arte de esperar

Por

Mis hijas han elegido pasar diez días de sus vacamciones conmigo. No estaban obligadas a pasar esos días conmigo. Podrían haber elegido quedarse en la playa con su madre, pero han decidido que prefieren subirse a un avión y arriesgarse a pasar diez días conmigo en Miami.

Es un halago y una reivindicación para mí. En julio me dijeron que no querían pasar sus vacaciones conmigo porque se aburrían, porque todo el día andaba durmiendo la siesta y tosiendo, porque las condenaba a una rutina tediosa, densa, a ver películas que no siempre les interesaban, y por eso me dijeron, con una franqueza que dolió pero agradecí, que preferían pasar sus vacaciones de julio enteramente con su madre en París. Ese mes descubrí que desde entonces y en adelante mis hijas eligen con quién pasan sus vacaciones, cómo las dividen y cuánto tiempo dedican a sus padres. Ese mes,echándolas de menos, reparando en los errores que había cometido para perderlas, comprendí que tenía que competir amorosamente con su madre para que ellas quisieran pasar al menos una parte de sus vacaciones conmigo.

Este mes de enero ha sido un pequeño triunfo en ese sentido. La victoria en realidad ha sido de su madre, como corresponde, pues las niñas decidieron pasar un mes y medio o más de sus vacaciones de verano con ella, en la playa, y con sus amigas y amigas, en el mundo divertido y estimulante de las fiestas, los chismes sobre amores incipientes o imaginarios, los mensajes de texto que van y vienen a toda hora y las noches locas con tacos altos en esa discoteca o bar polvoriento llamado “Juanito”, un mundo con el cual yo naturalmente no puedo competir, un mundo que me derrota de antemano. Pero al menos mis hijas me concedieron la alegría de regalarme diez días conmigo y se resignaron a pasarlos en Miami, una ciudad que antes les encantaba y ahora comienza a parecerles espantosa y crecientemente insoportable, cosa que no me ocurre a mí, lo que dice mucho de lo poco que soy.

Lo más difícil de las vacaciones es comprender que mi tarea principal consiste en darles dinero ilimitadamente y en llevarlas a tiendas de ropa y esperarlas también ilimitadamente, mientras ellas compran un número igualmente ilimitado de ropa. Está claro que no necesitan esa ropa, pero también lo está que son inmensamente felices comprándola. Por consiguiente, no me cabe duda de que mi obligación como padre es darles el dinero que me piden, sentarme a esperarlas y no quejarme si la espera se hace algo incómoda o prolongada. Aquí está la clave del correcto ejercicio de la paternidad: en saber esperar, en inventarse cosas mientras uno espera. Por eso llevo libros, revistas y periódicos a las tiendas donde ellas compran ropa. De ese modo la espera se hace menos tediosa.

No siempre, sin embargo, consigo recibirlas con una sonrisa después de una espera prolongada y unas compras masivas que se adivinan en los bolsos voluminosos que cargan al salir de la tienda. A veces me quejo y les digo que ya tienen suficiente ropa, que una persona no es lo que viste sino lo que piensa y lo que hace, que la ropa es una cosa tonta, sin importancia, que cualquier idiota puede andar lujosamente vestido, que no puedo comprender esa cruzada insaciable que las animas a salir en busca de más ropa que no necesitan pero que les procura una felicidad indudable. Cuando me quejo, después me siento mal. No tengo razón. Mi política es que lo que las hace felices a ellas es lo que debemos hacer. No tengo otra política o moral que ésa. Y si las hace felices comprar tanta ropa, y yo puedo pagarla, entonces debo aprender a esperarlas y no quejarme y no pretender que ellas, unas adolescentes inquietas y hermosas, se pongan todos los días la misma ropa vieja, como yo.

A mí, en realidad, nunca me interesó la ropa, ni siquiera cuando era adolescente, pero yo no soy mujer (ni quisiera serlo, como creen algunos) y tengo que entender que para ellas la ropa es un asunto que les proporciona placer y gratificación inmediata en dosis nada desdeñables y ciertamente no comparables con un beso mío en la mejilla, un abrazo o una palabra de aliento: esas cursilerías paternales son perfectamente prescindibles, no así la ropa de moda.

Mientras las espero en una banca o en un sofá de la tienda o sentado en la escalera o hablando de política con algún espontáneo o leyendo las desgracias del día en el periódico, comprendo que el buen ejercicio de la
paternidad consiste en subordinar tus deseos a los de
tus hijas, en ser un leal empleado a su servicio, en rebuscar en tus genes los pequeños residuos de paciencia, humildad y generosidad que puedas hallar en beneficio de ellas. No son, como es obvio, diez días míos. Son diez días de ellas. Ellas son las dueñas absolutas de esos días y de las decisiones que tomamos esos días. Yo me limito a cumplir humildemente (si podemos suponer que puedo hacer algo humildemente) sus deseos, caprichos, apetencias y extravagancias, aun si no estoy de acuerdo con ellas.

Porque si quiero que vuelvan a pasar sus vacaciones conmigo, tengo que ver las películas que a ellas les provoca ver, no las que yo quisiera ver, y tengo que llevarlas a esas tiendas de ropa que detesto y abomino y me dan mareos, y tengo que hablar con no pocos extraños que se me acercan y me preguntan qué diablos hago sentado en un sofá de Nordstrom o en un sillón de cuero de Saks o en una silla plegable de Urban Outfitters (soportando una música satánica) o en una esquina del reluciente piso de madera de Abercrombie o entre los cojines de Anthropologie o en la dura banca de cemento a la salida de Forever 21. Alguna gente me pregunta si estoy bien, si me han despedido, si estoy deprimido o buscando trabajo, incluso me han preguntado si ahora trabajo en esa tienda en la que de pronto me encuentran sentado una tarde de enero, leyendo el diario, como si fuera una víctima más de la recesión. Luego entienden que estoy esperando a mis hijas y me felicitan, pero es una felicitación que algo tiene de pésame o condolencia, como si supieran que el goce de la paternidad no está exento de una mínima cuota de sufrimiento, si por sufrimiento entendemos el desprendimiento de nuestro egoísmo y la subordinación al egoísmo de los otros o las otras, nuestros hijos.

Al final, en vísperas de volver a casa, y mientras ellas hacen las maletas, que como de costumbre no son pocas y van bien abultadas, me siento satisfecho de haber cumplido mi deber de entretenerlas tal y como ellas entienden el entretenimiento, y no como lo entiendo yo. Porque si pretendía seguir imponiéndoles mi concepto del entretenimiento a despecho del suyo, es seguro que no hubieran querido pasar estas vacaciones ni ningunas vacaciones conmigo, y eso ya lo aprendí en julio, cuando me dijeron sin rodeos que se aburrían conmigo en Miami o en cualquier ciudad.

No podría precisar si son más las horas que he pasado con ellas o esperándolas estos días frescos de enero, pero da igual a estas alturas, porque lo que más me recompensa es sentirlas felices, eufóricas después de un largo, duro y extenuante día de compras, llegando a la casa con tantos bolsos que a duras penas podemos cargarlos y sintiendo que ninguna chica de su ciudad tendrá ropa tan linda como la de ellas. Y eso, a su edad, es una cuestión de suma, vital importancia. Y creo que a cualquier edad es de suma, vital importancia saber que tienes a un padre dispuesto a comprarte todo lo que le pides, incluso si no lo necesitas, especialmente si no lo necesitas, y dispuesto además a esperarte leyendo alguna tontería mientras compras esas cosas que no necesitas pero que te hacen feliz. Supongo que el amor se demuestra precisamente en esas circunstancias: esperando, pagando, cargando, entrando a otra tienda a la que no quisieras entrar, esperando un poco más.

Se podría decir que estoy educando a mis hijas equivocadamente en el lujo, el exceso y la frivolidad y que debería imponerles unos límites, una cierta disciplina. Yo prefiero creer que la vida se encargará, con su previsible crueldad, de imponerles esos límites y esas inevitables decepciones. Yo prefiero, mientras me quede algo de plata y de vida, seguir jugando el papel de padre dispendioso, sumiso y cantinflesco, casi una mascota para ellas o un empleado doméstico más. Porque es así como quisiera que me recuerden cuando ya no esté: como ese hombre resignado y paciente que les daba plata y se sentaba a esperar sin apuro mientras ellas compraban toda la ropa del mundo para ser las chicas más lindas del mundo. Yo, al menos, las recordaré siempre, lleven la ropa que lleven, como las chicas más lindas del mundo.

Temas relevantes

#jaime bayly

Notas relacionadas